Por Hernán Aliaga
Al hombre nacido en esa pequeña localidad de San Luis de Puña, departamento de Cajamarca, le quieren arrebatar el triunfo. Mejor dicho, no es que lo quieran, lo están haciendo. Cada día que pasa, la pataleta del establishment le desgrana pacientemente la victoria como a un choclo fresco.
Si se hace el intento de ver más allá del tejemaneje abogadil, desde el primer instante en que los esKarabajos peloteros de la mafia comenzaron a hablar de “serias irregularidades”, desconocieron resultados y deslizaron la posibilidad de fraude, se fue formando una magnífica bola pestilente que hoy, a casi tres semanas del conteo rápido, no solo abrazan con devoción las élites –siempre prestas a apoyar cualquier detrito que juegue en pared con sus intereses de clase- sino una parte significativa del país (65% según Datum)[i], lo que fragmenta la enclenque confianza en las instituciones y mengua la legitimidad del futuro gobierno del profesor Castillo. Si se lo declara ganador como corresponde, al menos la mitad del Perú seguirá persuadida de que fue con malas artes.
Uno intuye que nuestras clases dirigentes podrán ser corruptas y avaras, racistas y prepotentes, pero han ido a los mejores colegios así que no tienen ni un pelo de tontas: saben lo que hacen, pero claro, igual lo hacen. Algo debe sugerirles que Ipsos, los veedores internacionales, las instituciones de la sociedad civil, los jurados electorales especiales, los especialistas en derecho electoral, la prensa internacional y hasta el departamento de Estado norteamericano les digan lo que no quieren escuchar, pero insisten. Por supuesto -pensamos- saben que no hubo fraude; saben que siempre se puede forzar legalmente el sistema para encontrar vacíos; saben que defienden lo indefendible. No, no es que en verdad le crean más a Hayimi o a Lourdes Flores que a la ONPE. Sospechamos que hay una trama que se urde, una mente falsificadora que le borda los bobos al calzón ¿Son o se hacen? Se hacen, por supuesto. Quieren ganar tiempo para que llegue el 28 y asuma Montoya; son unos zorros; todo es parte de una minuciosa estrategia; pendejos son.
Cierto aprendizaje callejero nos lleva a suponer que las clases altas son tan absurdas porque en realidad son cínicas. Maquiavélicamente cínicas. Mal que bien, la creencia representa una salvaguarda ante el atisbo de imbecilidad que tanto desprecio inspira al metacinismo popular. Podemos hipotecar la moral, pero jamás los refinamientos de la inteligencia. Malo, sí, pero cojudo, jamás.
Creo que debemos reconsiderar ese supuesto.
Obsérvese con atención: ni Meryl Streep actuaría tan bien la farsa. No, no se hacen, están verdaderamente persuadidos: ¡son!
¿No es dulce?
Lo sería si su estupidez no fuese nociva.
Solo entonces puede entenderse la fruición con la que se suman a la tersa pelota que empujan los coleópteros; los salmos responsoriales a la salud de la libertad y la democracia mientras muestran casual el saludo fascista; el acoso a las autoridades electorales; las teorías conspirativas; el clamor destemplado de fraude sin pruebas; los sesudos criptoanálisis; el desfile de castos mancebos con polos anticomunistas; la heroica cruzada contra el radicalismo vizcarrista, la izquierda sagastiana, el terrorismo mendocista y, claro, las loas a las Fuerzas Armadas, el megáfono a las Fuerzas Armadas, la exhortación a las Fuerzas Armadas en nombre de la libertad y la democracia.
Nuestras clases altas no se hacen, son.
La razón de ello creo que está menos en la sobreexposición a la cocaína, al sol de Punta Sal y al privilegio que siempre embota el cerebro y mucho más en el miedo de perder algo a manos del pongo. Seamos empáticos: el poder genera adicción y toda adicción atonta. De modo que no es solo en razón de sospechosas philias reproductivas a las que son adeptos, sino al bloqueo cognitivo que ocasiona el miedo real de que sus perros ya no desayunen Angus por culpa de un “serrano asqueroso”[ii]. Las razones estructurales pueden ser más complejas. Desde Sócrates hasta Arendt se pueden ojear las ínclitas formas de la conciencia enmohecida a punta de irreflexión. No son malvados, hacen el mal por ignorancia. Sí, las grietas educativas y los analfabetismos varios atenazan a los pobres, pero campean orondos al interior del saber gerencial de los de arriba. La unidimensionalidad del pensamiento gesta zombies con título universitario y MBA caracterizados por ciertos trastornos neurológicos que los vuelve insensibles a las diferencias entre una bola de chocolate o una de mierda como la que, con sus patitas picudas, moldea la mafia. Finalmente, como Eichmann, podrán escudar sus tropelías detrás de cierta estupidez involuntaria: “qué, ¿no era chocolate?” No son todos, desde luego, pero son suficientes y, con mucha frecuencia, tienen micrófono y pantalla. Desde viejos demoliberales, presentadores vociferantes en prime time hasta empresarios fascistas maldisfrazados a los que se puede encontrar orbitando los programas dominicales y sobretodo en la coleoptérica nave nodriza a la que llaman Willax. Sí, son tan tontos que hasta parece que están tramando algo.
[i] 50% de electores de Castillo y 85% de Fujimori consideran que existen indicios de fraude según DATUM.
[ii] La frase corresponde a Renzo Scerpella quien -junto a Sebastian Galliani y Alberto Parodi- exhibe con desvergüenza sus taras ante Castillo y sus votantes en unos chats de WhatsApp filtrados hace pocos días.
Créditos de la imagen: James Ensor, Entrada de Cristo en Bruselas (1888). Colección particular