Por Antonio Pomposini
En estas últimas semanas he escuchado esa expresión utilizada como argumento en el contexto de las elecciones presidenciales. La he escuchado hasta el cansancio y la verdad es que me parece un argumento pobre y poco conducente. Me parece un argumento que supone, en el fondo, la desestimación de la experiencia subjetiva de otros, consciente o inconscientemente.
Esta queja no va en busca de defender una posición política o la elección de un candidato sobre otro. La suerte ya está echada, cada quién ha tomado sus decisiones y, la verdad, encuentro motivos respetables para decidir por una u otra alternativa. Mi interés (idealista, destinado al fracaso, probablemente) es que podamos tener discusiones que enriquezcan el debate y nos ayuden a comprender mejor al otro.
En última instancia, en ello reside el valor de la democracia; en el diálogo. Lejos de culminar en la elección de representantes, este es el proceso a través del cual constituimos una comunidad y aprendemos a hacerle frente a los problemas que atraviesa. Entendido así, el diálogo no es secundario a la democracia, sino esencial. No podemos comprender nuestra sociedad únicamente desde nuestra perspectiva. Al contrario, al escuchar, percibir y buscar entender perspectivas distintas podemos llegar a soluciones más inclusivas. Esto parte siempre de un esfuerzo por comprender al otro.
En ese sentido, «es que tú no lo viviste» aparece siempre como un punto final, como una determinación absoluta de que el otro se equivoca porque carece de una intuición esencial. De que nada de lo que dice merece atención porque no sabe – no realmente- de qué está hablando. No hay nada que responder a ese argumento, es empleado para poner un fin abrupto a la discusión: No puedes decir nada relevante a este asunto desde tu posición. No tengo por qué escucharte.
Pero al mismo tiempo es una afirmación sumamente parcial, unilateral. Es cierto, yo y mis contemporáneos no vivimos la época del terrorismo. No vivimos el miedo que se sentía constantemente, el terror de los apagones, los vidrios reventar con las bombas, el tener que ver partir injustamente a seres queridos. Sin duda, no lo vivimos, así como tampoco vivimos los asesinatos por parte del Estado a campesinos y comunidades andinas inocentes. No vivimos el pisoteo a los derechos humanos por parte del gobierno de Fujimori, no vivimos las esterilizaciones forzadas, no fuimos desaparecidos de las universidades, acusados injustamente y enterrados en algún terral.
No vivimos ninguna de esas cosas. Pero quien empuña dicho argumento parece selectivamente querer olvidar algunas, haciendo énfasis solo en aquellas que experimentó más cercanamente y le afectaron más personalmente. Las injusticias del otro lado, esas que aquel no vivió y nosotros tampoco, esas no hay que tomarlas en cuenta, ¿cierto? No debemos suponer que solo las experiencias propias son las que valen y que las de otros, de esos otros, son insignificantes.
En última instancia, dicho argumento parece suponer que quien no ha experimentado un suceso en carne propia es incapaz de opinar de manera relevante al respecto[1]. Ellos no entienden, pobres, no saben lo que hacen. Qué ignorantes. Al mismo tiempo es profundamente inconsistente, dada la cantidad de opiniones que tiene, quien arroja esta expresión al aire, sobre millares de eventos que él mismo no presenció. ¿Y es que la historia no sirve de nada? ¿La educación no sirve de nada? ¿Somos, acaso, incapaces de aprender de los eventos del pasado? ¿Somos incapaces de enterarnos y hacer una evaluación crítica de lo sucedido?
Justamente entonces es que el diálogo viene al auxilio. Formamos una mejor comprensión de un asunto cuando, además de nuestra propia experiencia o perspectiva, escuchamos las de otros. Nos nutrimos de ellas, reconocemos nuevos aspectos o detalles que no habíamos notado, nos informamos mejor; reconocemos la complejidad del asunto. Lo sabio, justamente, es ir más allá de la propia experiencia para aprender a entender la del otro. Solo así tenemos una visión más sinóptica, una mejor capacidad para reaccionar a la altura de la situación. Buscar imponer la perspectiva individual como válida para todos no es sino la antítesis de esto; una simple necedad.
Esa es precisamente la virtud de cultivar un espíritu democrático: procurar un espacio para el intercambio de razones, donde podamos hacernos entender ante otros, pero también esforzarnos por entender a los demás, reconocer sus preocupaciones y recibir sus razones. Pero la actitud de quienes esgrimen la frase “tu no lo viviste” no hace sino socavar violentamente ese espacio discursivo. Para el terrorismo epistémico, somos eternos pulpines; no aptos para decidir por nuestra cuenta, no vaya a ser que decidamos algo distinto a lo que ellos piensan. No queda más. Pobres ignorantes. Si tan solo pudieran transmitirnos su iluminación de algún modo. Pero es que ellos lo vivieron, no nosotros, no hay más que hacer.
Basta ya. No hacen ningún favor, ni a su argumento ni al discurso público, empleando semejante tontería. Lo único que consigue es desestimar, no respetar, burlar la experiencia y la opinión ajena; tanto la del interlocutor como la de todos los ausentes.
Agradezco a Alessandra Oshiro y Rodrigo Oliart por su disposición y sus lúcidos comentarios que han ayudado a hacer de este un texto más claro.
Créditos de la imagen: Diario La Crónica
[1] Con esto, no pretendo sugerir que la experiencia propia no sea relevante en lo más mínimo. Todo lo contrario, habría que reconocer que la experiencia en primera persona habitualmente puede revelarnos aspectos que un recuento en tercera persona no captura del todo. Lo crucial aquí reside, en primer lugar, en la apelación a esa qualia inaccesible a los demás para evitar el diálogo y el intento de escuchar opiniones divergentes. En segundo lugar, el privilegio hacia la qualia o experiencia propia por sobre las ajenas.