En un sentido muy general, el pendejo se visualiza a sí mismo como un adulto autónomo e independiente, un sujeto que se vale por sí mismo, que no requiere socorro ni cobijo. Por contraparte, si entendemos la división dicotómica que atraviesa nuestro marco interpretativo, el lorna es un niño. Los rasgos del lorna se corresponden con las características de un individuo que –siendo etariamente adulto– actúa o reacciona de forma infantil. Esto implica un abanico amplio de rasgos frente a los cuales nuestro héroe se contrasta. El pendejo es, en el imaginario social, un hijo de la calle, un sujeto integrado y socializado en la realidad compleja, incierta y con frecuencia hostil, de un mundo densamente compartido; en el espacio público de encuentros y desencuentros, de trampas y disfraces, de simulaciones y argucias que es la vida, teatro del mundo. Por contraste, el lorna es un hijo de casa, hijo de mamá; un individuo caracterizado por un atributo particular: la rígida introyección de los mandatos paternos, la ausencia de rebeldía. El hijo de mamá no ha puesto en cuestión la herencia normativa de casa. Así, el problema del lorna es que mira un mundo mediado por el «deber»; lo acompaña una posición que sería deontológica si fuese acaso crítica, pero que se limita a ser paporretera, memorística: «Eso está mal», «así no se hace», «eso no se dice». El lorna es el niño educado, bueno, acrítico, heterónomo.
Como expondré más adelante con relación al humor, la aprehensión normativa –que es, en buena cuenta, la rigidez existencial del lorna– es motivo de burla. La risa sonora y burlesca emerge así desde las canteras del realismo; la burla del pendejo es la burla del adulto ante la ingenua inflexibilidad y conformidad del lorna-niño. Pero no es una risa condescendiente, es desprecio, pues se trata de un adulto aniñado incapaz de valerse de sí, dependiente de un escudo normativo (la ley, la costumbre, los valores o sus vicarios). El héroe plebeyo, severo, ríe y desprecia al lorna porque encuentra en él pereza, laxitud, cobardía, tonta conformidad, ausencia de temple, de tensión, de carácter. El lorna espera el cambio de rojo a verde en semáforo peatonal, aunque no venga ningún auto; hecho de una pieza, riguroso, encopetado, no lo delibera, no lo somete a consideración. Ese es un síntoma. El gesto es fácil porque economiza ejercicio mental: «Si está en rojo, me detengo, no hay más». La distorsión, para la mirada secular del pendejo, ocurre porque el lorna observa el semáforo, es decir, el sublimado universo de la abstracción normativa, no el mundo llano de lo real. El lorna mirará la luz, sin observar la pista, sin considerar al impertinente, muy seguro de su permanencia, presagiando que, como en un idílico paraíso de autómatas, todos actuarán igual que él. En su mundo reglamentado, las voluntades disidentes no existen, no deberían existir y cuando aparecen, espeta: «¡Malcriado!», «¡desconsiderado!», «¡pendejo!», «¡fue su culpa!», porque siempre es culpa del otro. A ojos del pendejo, el lorna es un niño incapaz que no se vale por sí mismo o es una señorita en cuyo caso, no es lorna, sino una «señorita bien», «de su casa», a la que vale la pena cuidar, proteger. Es en esa asociación con lo infantil que el lorna es también identificable con lo femenino (Silva Santisteban, 2008). Ello no implica que el pendejo sea un perpetuo transgresor de la norma o la ley. Como señalé, este somete los códigos al baremo de su criterio. A diferencia del niño modelo que no se pregunta qué es lo que debe hacer y simplemente hace lo que debe, economizando con ello cualquier esfuerzo deliberativo; nuestro héroe delibera, convirtiéndose en un agente que negocia su adecuación a la norma. Una mirada reduccionista sobre la racionalidad del pendejo ubica su conveniencia individual como criterio único de conformidad o transgresión a las reglas. Pero ello no es lo único y ni siquiera lo central. En cualquier caso, el ideotipo logra ser un personaje que no ha fetichizado nada, pues nada puede ser entendido como invariable ni sacro.
Como se sabe, la lorna es un pez característico del litoral peruano que se mueve en grandes cantidades. Una de sus particularidades es que es muy fácil de pescar. Algo de torpeza, rigidez, lentitud y necedad se suponen de un pez que es fácilmente atrapable. La precisión de la metáfora es notable. Si trasladamos su sentido, el gil o lorna adolece de las capacidades de supervivencia, posee los vicios que lo vuelven una presa fácil. El lorna mirará el semáforo, en lugar de la pista y los vehículos, se apoyará en la norma antes que en el «sentido común realista», antes que en sus propias facultades para dar cuenta de lo real. El lorna confía, tiene la ingenuidad del niño, del que nunca ha sido herido ni desilusionado, o la autosuficiencia de aquel que siempre ha obtenido una restitución inmediata al súbito desengaño. Para el lorna, la herida –si la hubo– ha sido siempre fugaz, el daño ha sido siempre compensado. Cuando no encontró pan, le ofrecieron pastel. Ingenuo y acrítico, el lorna es el epítome del engreído habitante del privilegio (cantera fundamental también del hombre desconfiado, de aquel que puede darse el lujo de desconfiar[1]). Es un ser inmaduro, domesticado, ideológico. En los casos más radicales, se trata de un sujeto que lo ha juridificado todo y que observa el mundo a través de ese visor ideológico, uno que ha depuesto la observación inmediata y el trato interpersonal para mediarlo por códigos y reglamentos, procedimientos, normas y leyes. Consentido por la fortuna, el lorna adulto podrá guarecerse en sus palacetes de máximas y estatutos, pregonar desde ahí con voz pituda, observar cómo la realidad detona fuera de sus autos de alta gama que van a cien por hora. Sin embargo, lo real y sus imponderables hallarán siempre el modo de escurrirse entre las certezas, gravando a aquel que se suponía muy seguro mientras blandía pretencioso su saber nomólatra.
Lo real amenaza al lorna y, desde luego, lo amenaza también el pendejo, porque este es una de las tantas fuerzas de lo real. Mas, como desarrollaré en la tercera sección, el asedio del pendejo no es simplemente el asedio de la inteligencia despierta, sino el asedio de los remanentes comunitarios. Al lorna se lo intimida porque es el embajador de las fuerzas atomizadoras, porque es un elemento perturbador, disgregante; porque su rigidez, su distracción, su torpeza habla acerca de una naturaleza ensimismada e individualista que contiene un potencial separatista: su sometimiento al artificio de la ley. Su «mariconada» procede de ello, se deja someter por el mandato en lugar de afirmar su propia capacidad deliberativa individual, aquella que lo uniría en un nivel diferente con el ethos de los hombres libres de la comunidad, los hombres adultos, autónomos y perspicaces, autores de su destino y de sus códigos tribales. Qué duda cabe, inequívoco resabio comunitario.
El adulto frente al infante, la madurez del que «no se confía» frente a la inmadurez del ingenuo o del inseguro desconfiado. El pendejo frente al lorna. El adulto «autónomo», aunque carga consigo la perspectiva abstracta del deber, no se desvincula de las cosas ni del presente, no quiebra la lógica del sentido común, permanece en contacto con el mundo y con los hombres, mantiene un esfuerzo ininterrumpido de tensión cognitiva. Un esfuerzo por permanecer en la sensatez. El infante heterónomo se abandona al ensueño y la quimera, a la costumbre, a la norma paterna, a la regla soberana, a la confianza del entorno seguro: no sabe cuidarse, lo cuidan, espera ser cuidado. La risa del adulto –la burla del pendejo– es la risa del mundo ante este abandono, ante esta pereza de la voluntad, ante esa cobardía de la inteligencia rayana en la indolencia de unos ojos que no saben mirar.
[1] En la lectura que llevo a cabo, la desconfianza es consecuencia del “trauma ético” que implica una traición. Ahí donde se confió –hubo voluntad por mostrarse vulnerable– surgió una herida existencialmente honda. La desconfianza supondrá repliegue, aislamiento y corte relacional. Para la ontogénesis del pendejo esta debe ser, no obstante, una mera instancia de tránsito, previa a la ganancia de perspicacia que lo impulsa a ser un lector sagaz del mundo. Perspicacia que es atributo del plebeyo que “tiene calle”, no de quien puede darse el lujo del repliegue a su esfera privada, el lujo de vivir en el miedo y la desconfianza.
Breve extracto del capítulo «Ojos de sospecha» en Aliaga, H. (2022) Pendejo. El potencial crítico del héroe plebeyo por excelencia. Crítica, pp. 60-63.
Bibliografía
Silva Santisteban, R. (2008) El factor asco: basurización simbólica y discursos autoritarios en el Perú contemporáneo. Lima: Fondo Editorial PUCP.
Cuando Hannah Arendt fue a Jerusalén para reportar el juicio de Eichmann, se topó con una desilusión tan terrible como trivial. Adolf Eichmann, la cabeza detrás de aquella máquina de exterminio llamada Auschwitz, no era un monstruo malévolo, ni siquiera un villano de película, sino tan solo un burócrata eficiente. Un funcionario que daba y acataba órdenes con rigurosa disciplina, un hombre del “deber”: tal había sido uno, si es que no el principal responsable de aquella masacre y del horror. Es decir, no las intenciones abstrusas de un genio malvado, sino la mera obediencia irreflexiva de un servidor público que, como tantos otros, le había jurado lealtad al sistema estatal imperante. A fin de capturar este fenómeno, Arendt desarrolló célebremente el concepto de la banalidad del mal.[1] Muchas veces, el mal que se produce en sociedades modernas ocurre tan solo como un resultado banal de su propio funcionamiento. Muchas veces – la tesis de Arendt podría reformularse de este modo – dicho funcionamiento es al mismo tiempo disfuncional. Basta pensar en la catástrofe climática y su relación interna con el modo de producción capitalista. Ahora bien, salvando distancias considerables, pareciera que algo no muy distinto sucede de hecho con el Estado peruano, cuyo funcionamiento también se revela al mismo tiempo como profundamente disfuncional o, si se prefiere, encarna una lógica contradictoria. Mi hipótesis es que aspectos esenciales tanto de nuestra reciente crisis de Estado como de nuestro constante estado de crisis pueden ser comprendidos a partir del análisis y crítica de dicha contradicción.[2] Así pues, ¿en qué consiste el funcionamiento disfuncional del Estado? ¿Cuál es, en pocas palabras, la forma contradictoria de su lógica? Si bien no habré de ofrecer una fórmula para resolver el problema, quisiera por lo menos explorar sus propios matices, tensiones y potenciales de transformación. Para ello, es preciso recapitular.
Durante el polifacético gobierno de PPK, la crisis política alcanzó una de sus máximas expresiones a través de la permanente confrontación entre el congreso de Fuerza Popular y los varios rostros del Ejecutivo. Dicho antagonismo entre ambos poderes del Estado no es un acontecimiento nuevo en nuestra historia – recuérdese tan solo el primer gobierno de Belaúnde –, pero de todas formas se trata de un proceso que suscita interés. En efecto, cuanto menos desde Rousseau la teoría política suele asumir que el congreso o, mejor dicho, el poder legislativo es la expresión más directa de la soberanía popular.[3] A través del legislativo, la voluntad general del pueblo se determina a sí misma mediante leyes. El legislativo habría de constituir así el órgano estatal más cercano, más fidedigno al poder constituyente de la ciudadanía. En el Perú, por supuesto, tal no es el caso, sino más bien lo contrario. El congreso y, en concreto, los congresistas de turno velan ante todo por sus intereses privados, los cuales evidentemente casi nunca coinciden con los intereses públicos de nuestra voluntad democrática. Algo similar ocurre tanto con el Ejecutivo de Castillo como con el Poder Judicial. Se habla entonces de una crisis de representación democrática que, de facto, ha hecho metástasis en el gobierno del bicentenario. Una vez más, se repite hasta el cansancio que “la clase política no nos representa”.
Hay un problema con este diagnóstico de crisis que, sin embargo, no es su falta de verdad. El problema consiste en que, justamente por ser verdadero, aquel diagnóstico se ha vuelto un lugar común, habitual y políticamente inocuo. Por ello mismo, la solución propuesta – “que se vayan todos y que se convoque a elecciones generales” – muy probablemente solo conduciría de nuevo a reproducir el problema que nos atañe. No es ningún misterio que el funcionamiento disfuncional del Estado se reproduce de manera sistemática gracias a la corrupción institucionalizada, a una esfera pública cooptada por intereses privados que acaparan los medios de comunicación, y a una ciudadanía despolitizada, en gran parte, hasta un conformismo impasible. Por enésima vez, nuestra cruda realidad ha desmentido asimismo la ilusión electoral que solemos depositar en tecnócratas pudientes, criminales organizados, petimetres o sicofantes que juran representar al pueblo y redimir al país. Escapar del círculo vicioso de una democracia fallida implica, no obstante, criticar las raíces de tal escenario aciago y de nuestros fracasos recurrentes. A este propósito, el mantra que invoca una mera crisis de representación democrática no es falso, pero sí insuficiente, como bien muestran (no solo) los últimos resultados electorales. Lo que se necesita, a mis ojos, es hacer de la crisis de representación una verdadera crisis de legitimación democrática que, en tanto tal, impulse a repolitizar al Estado, al derecho y a la sociedad civil en su conjunto. Ello requiere efectuar cuanto menos una doble tarea: por un lado, comprender las dimensiones estructurales del funcionamiento disfuncional del Estado; por otro, explorar los potenciales de resistencia y transformación en el seno de esta nuestra crisis. Quisiera por mi parte contribuir a la presente tarea con un análisis que confronte respectivamente dos conceptos: el derecho de representación (I) y la legitimación del derecho (II).
I
Conviene recordar que nunca fuimos demócratas. Desde su estado embrionario, la así llamada República del Perú se mostró reticente a comprometerse con el ideal republicano de la soberanía popular. Por ejemplo, sabemos que la liberación del yugo colonial de España no fue bien recibida por nuestras élites, quienes prefirieron aferrarse a la ideología de un Virreinato opresivo, sí, pero “europeo” a fin de cuentas. La fuerza del conservadurismo peruano llevó a San Martín incluso a coquetear con la posibilidad de hacer del Perú no una república, sino una monarquía constitucional. A la manera de la dominación española y con un ejército compuesto de extranjeros, el movimiento independentista hubo de imponerse desde afuera. Por ende, no solo la independencia, sino la República misma fue en sus orígenes un artefacto importado y, en tal sentido, esencialmente ajeno.
Hegel criticó con aguda lucidez el hecho de que, en Francia, la Revolución de 1789, la emancipación política respecto del Antiguo Régimen, no fue acompañada por una reforma ética que estabilice las instituciones emergentes.[4] El fracaso francés se hizo patente en el terror abstracto y en la violencia sórdida de la guillotina. Nuestro fracaso ético se ha encarnado más bien en la inercia gris de una reproducción social estructuralmente violenta. ¿Acaso es sorprendente que la desigualdad, el machismo y el racismo, el abuso y la explotación sistémica del indígena, de la mujer, del migrante y del pobre – por mencionar tan solo unos cuantos tópicos de nuestra rica herencia colonial – pervivan en realidad hasta el día de hoy? La historia de la República narra, entre tantas otras, una historia de resistencia férrea contra el ideal democrático de incluir plenamente a la ciudadanía, a toda la ciudadanía, en la vida política, social y económica. No en vano el reconocimiento de ciertos derechos civiles básicos para la población campesina, esto es, el innegable logro jurídico-normativo de la reforma agraria, data de hace poco más de medio siglo. Letra muerta, quizás; tinta fresca sin duda.
Ahora bien, quisiera profundizar en el derecho de representación y en su relación histórica con la democracia. Como es sabido, las elecciones generales de 1980 son las primeras donde se hace efectiva la noción democrática de un sufragio universal, o sea donde toda la población peruana adulta – incluidas mujeres, indígenas y analfabetos – adquiere finalmente el derechoal voto y, por tanto, el derecho a la representación política. Es importante insistir en que, a diferencia de un orden legal democrático, el marco jurídico de una dictadura absolutista impide que haya propiamente crisis de representación, ya que sin un derecho formal al voto tampoco tiene sentido hablar de una falla en el sistema representativo. Los muertos no pueden sufrir enfermedades ni crisis sanitarias. Por analogía, que exista un derecho al voto y un sistema político representativo es justamente la condición de posibilidad para que haya crisis de representación. En otras palabras, solo las comunidades políticas que se comprometen con el derecho al voto y, en general, con el ideal normativo de que la ciudadanía participe en la vida pública; solo tales comunidades pueden sufrir una crisis de representación democrática. Hay, sin embargo, matices.
En el Perú, el derecho al voto había existido mucho antes de 1980, pero no de forma democrática, sino elitista y excluyente. Recién con el movimiento histórico que se gesta a través del sufragio femenino en las elecciones de 1956, la Asamblea Constituyente de 1978, la Constitución de 1979 y las elecciones de 1980 se alcanza la democratización formal del derecho al voto. De esta forma, al mismo tiempo se universaliza la idea de una crisis de representación. Vale la pena insistir en este punto. En la medida en que el sufragio se vuelve universal, las crisis pierden su carácter meramente parcial y exclusivo: la clase política está obligada a representar ahora a toda la ciudadanía, y no solo a los hombres blancos, letrados y con propiedades. Las crisis dejan de ser entonces crisis de la aristocracia para convertirse, permítase la expresión, en crisis populares. Lo que en última instancia emerge a partir de este movimiento histórico de democratización del voto es la posibilidad de concebir una crisis política generalizada que, en tanto tal, involucre y apele a la ciudadanía en su conjunto. La crisis de representación democrática que experimentamos hoy en día encuentra sus fuentes normativas en la historia de nuestros derechos políticos. No obstante, corremos el riesgo de domesticar y neutralizar su verdadero potencial crítico al circunscribirnos meramente al paradigma de la representación.
Para entender por qué, hay una distinción conceptual bastante útil acuñada por Roscoe Pound hacia comienzos del siglo XX, a saber: la distinción entre law in books y law in action.[5] En pocas palabras, law in books refiere al derecho tal como este se encuentra codificado en documentos legales; law in action, en cambio, remite al modo en que el derecho se ejerce, o no, en la realidad social, lo cual ciertamente puede y de hecho suele generar discrepancias respecto del derecho escrito. Sin duda, es posible comprender la idea de una crisis de representación democrática como una discrepancia de esta índole. Hasta cierto punto, dicha concepción pareciera de hecho resonar en el trasfondo de la esfera pública, y es precisamente ahí donde se encuentra el riesgo. Según aquel esquema, existiría formalmente un derecho de representación política que, sin embargo, no estaría siendo realizado de manera efectiva por las instituciones del Estado. La solución habría de consistir justamente en cerraraquella brecha representativa. Cada nueva elección, cada nuevo llamado a elecciones, podría interpretarse como un intento por reconciliar a la realidad con su concepto, es decir, reconciliar a las instituciones estatales deficientes con sus propias normas o, en lenguaje técnico, con sus propios ideales normativos no realizados.[6] El Estado promete, pero no cumple: tal fórmula sintetizaría no solo el meollo del problema, sino también la presunta receta para solucionarlo. Bastaría entonces encontrar a alguien que nos represente de verdad, a alguien capaz de reformar este Estado corrupto, encontrar a alguien que nos salve de la desgracia. Después de todo, en el país más religioso de Latinoamérica la fe es lo último que se pierde.
Hay cuanto menos dos problemas teóricos con este enfoque. Por un lado, no es posible lograr una concordancia total entre el derecho escrito y el derecho en acción. Una de las lecciones más importantes de la sociología jurídica consiste en haber mostrado que el derecho está en constante movimiento. La emisión de leyes, los decretos ejecutivos, las resoluciones judiciales, los tratados entre países, pero también los contratos civiles y privados, ya sea en la esfera del trabajo, del consumo o de la familia: todos estos actos modifican el derecho escrito, literalmente producen derecho.[7] A ello habría que agregar, por supuesto, que el modo en que el derecho es interpretado, los criterios bajo los cuales las normas jurídicas se aplican y producen a su vez más derecho, todo ello también cambia a través de la historia y en función al desarrollo de la sociedad. En el Perú, incluso, ciertas normas jurídicas existen, pero no se siguen ni se respetan ni se penalizan, hasta que caen prácticamente en desuso y pierden validez. ¿Sería exagerado hablar entonces de un derecho vivo que, a la manera de una corriente, no pueda ser atrapado del todo en meras proposiciones jurídicas sin convertirse en agua muerta que traicione, por así decirlo, su propia naturaleza?[8] Se trata, por cierto, no de una mera cuestión empírica, sino conceptual: la discrepancia entre el derecho escrito y el derecho en acción es una tensión constitutiva del derecho moderno o, para decirlo con Hans Kelsen, una tensión propia de la dinámica jurídica. Hasta ahí ciertos rasgos generales del derecho en tanto institución social.
En lo que concierne particularmente al derecho de representación política, por otro lado, una concordancia total no solo es imposible, sino que tampoco es deseable. Me explico. La lógica de la representación, el modo en que la representación funciona, implica siempre una brecha entre lo que representa y lo que es representado, es decir, entre el gobierno y el pueblo. A pesar de las apariencias, esta brecha representativa no es un déficit, sino el motor mismo de la democracia. En efecto, la brecha entre el gobierno y el pueblo permite que surjan distintas versiones no representadas de “el pueblo”, las cuales brinden pluralidad y dinamismo al proceso de articulación de los intereses públicos de la ciudadanía y, en el mejor de los casos, contribuyan a enriquecer los procesos deliberativos de formación de la voluntad democrática.[9] En tal sentido, la brecha representativa es una condición de posibilidad para la reflexión, el diálogo, la crítica y la oposición respecto del gobierno. Si es verdad que la democracia se define justamente por la libertad para criticar el orden establecido, entonces no es errado sostener que la oposición política realiza en principio una libertad fundamentalmente democrática.[10] Así, tan pronto como un gobierno cree representar a la voluntad del pueblo de manera completa y perentoria, de modo que ya no haya mayor necesidad de oposición, la democracia corre peligro: tan pronto como la idea de “pueblo” se anquilosa y pierde la capacidad para expandir y transformar su propio significado en la esfera política, comienzan a pavimentarse las alamedas para la tiranía y el autoritarismo.[11] Por consiguiente, es necesario mantener la brecha representativa y, en última instancia, hacer que esta se convierta en una tensión democrática productiva entre el gobierno y el pueblo. Conviene notar que, dicho sea de paso, nada de esto acontece según el modelo “liberal” de un orden espontáneo que habría de regularse a sí mismo armónicamente. Se trata, antes bien, de un deber cívico por excelencia que requiere esfuerzo, trabajo, resistencia, solidaridad, movilización, conflicto y ardua organización política por parte de la sociedad civil.
La tesis de que no es posible ni deseable cerrar la brecha representativa entre el gobierno y el pueblo tiene indudable valor teórico. No obstante, comprender la idea de una crisis de representación democrática en estos términos acarrea al mismo tiempo un riesgo práctico considerable. Si aceptamos que una brecha representativa es fundamental para la democracia, entonces el riesgo consiste en que la crisis de representación pase a ser percibida como una mera cuestión de grado, la cual podría ser reparada mecánicamente por mandatarios con mejor voluntad y capacitación. La idea detrás de esta perspectiva es que hay crisis cuando la brecha se hace demasiado grande, cuando su magnitud excede las medidas de lo políticamente gestionable, de modo que resulta imposible lograr aquella tensión democrática productiva. Hay crisis, por tanto, cuando el gobierno deja de representar a la mayoría. No es difícil ver que, en nuestro caso, este enfoque suele conducir a una propuesta básicamente reformista: necesitamos encontrar a otro mandatario capaz de restaurar los parámetros democráticos de la brecha, capaz de representar, ahora sí, a una mayor cantidad de peruanos. Después de todo, mayor representatividad y mayor aprobación significan mejor gobernabilidad.
El problema aquí no es que el reformismo sea una postura falsa. Como bien ha sugerido Hegel, la reforma es parte indispensable incluso – y sobre todo – de procesos políticos revolucionarios. El problema con las actitudes reformistas consiste en que, para el contexto peruano, no llegan a ser suficientes para atacar las raíces del problema que nos agobia. Es decir, no agotan el potencial normativo inherente a la idea de una crisis política generalizada, sino que conducen más bien a reproducir el funcionamiento disfuncional del Estado. En efecto, tales actitudes presuponen una capacidad que el Estado peruano claramente no posee, a saber: la capacidad administrativa para reformarse a sí mismo desde arriba. Nos sobran ejemplos. Sin embargo, dicho problema no debería conducirnos a abandonar por completo el concepto de una crisis de representatividad ni a desestimar las capacidades transformativas de un proyecto de reforma. Al contrario, mi tesis sostiene que, para hacerle justicia al ideal democrático que se expresa en nuestra crisis de representatividad, esto es, para hacer de la crisis de representatividad una verdadera crisis política generalizada, es necesario ir más allá del paradigma del derecho a la representación. Así pues, para evitar caer en las trampas de un cándido reformismo que tan solo contribuya a reproducir el funcionamiento disfuncional del Estado, es necesario plantear la pregunta por la legitimación del derecho mismo. Es necesario, aunque tal vez no suficiente, alcanzar una crisis de legitimación democrática que motive a su vez una repolitización de la vida pública.
II
En claro contraste con los delirantes augurios de la prensa, el gobierno de Castillo se ha revelado como lo que estaba destinado a ser: un gobierno débil, fragmentado y precario. En tanto tal, dicho gobierno le ofrecía a la ciudadanía la posibilidad de ejercer resistencia y generar, desde abajo, una tensión política productiva. Sabemos que ese no ha sido el caso. Por el contrario, los intereses privados del mismo Perú Libre, de Fuerza Popular y demás organizaciones criminales o, cuanto menos, corruptas que se hacen pasar por partidos políticos, así como los intereses de las grandes corporaciones e inversionistas motivados por la acumulación unilateral de la riqueza han sabido como siempre aprovechar el caos, infiltrar sus tentáculos en el gobierno y mantener la captura del poder político.[12] En una palabra, la resistencia no ha venido desde abajo, sino desde arriba: no ha sido la anhelada resistencia cívica frente al continuismo del sistema imperante, sino una resistencia eficaz contra las promesas vacías de cambio para el bicentenario de la República. El desastre persiste y se agudiza, pero así también la insatisfacción y el sentimiento generalizado de ignominia. La pregunta, una vez más, es cómo canalizar adecuadamente esa energía social que late aún en el corazón maltrecho de nuestro Perú. En concreto, ¿cómo superar las limitaciones propias del paradigma del derecho a la representación?
Hace no demasiado, las protestas masivas contra Merino y contra el (disque controversial) golpe parlamentario a Vizcarra contribuyeron a hacer explícita la idea de una crisis política generalizada. Las calles exigían en aquel entonces una nueva constitución. Era una demanda clara y concisa. Incluso durante la campaña presidencial de Castillo, se prometió más de una vez convocar a una Asamblea Constituyente que haga justicia a las necesidades del pueblo. En aquel entonces, el precedente chileno de una Convención Constitucional le brindó además inesperada plausibilidad a dicha promesa. Casi parecía como si vientos primaverales soplasen por fin desde el sur de las Américas. Desgraciadamente, la voluntad peruana de cambio no tardó en menguar hasta convertirse en poco más que un ensueño. Se logró movilizar a la ciudadanía, sí, pero esta no supo organizarse lo suficiente como para preservar el momento y solidificar la motivación.[13] El poder constituyente del pueblo no logró reformar ni mucho menos revolucionar el poder constituido del Estado. Sin embargo, sobrevive el recuerdo de una aspiración normativa vigente, esto es, una aspiración de cambio radical en nuestra sociedad. Al poner en tela de juicio el orden establecido, la movilización ciudadana logró por un momento trascender los límites de la crisis de representación y plantear performativamente la pregunta básica por la legitimación del derecho. Es imprescindible retornar a ese momento, cuanto menos desde la teoría.
Entre otros aspectos importantes, es sabido que el tránsito histórico hacia un concepto moderno de política se define por el modo de abordar la pregunta en torno a la legitimidad del Estado y del derecho.[14] Quisiera centrarme en este último. A grandes rasgos, el concepto tradicional de derecho se encontraba estrechamente ligado con el concepto de justicia y encontraba su justificación en las ideas de un derecho divino, natural o racional. Las fuentes últimas de legitimidad del derecho o, para ser más preciso, de la ley eran entonces Dios, la naturaleza o la razón. Los casos concretos tienden incluso a relevar imbricaciones: Dios es el autor de los diez mandamientos, pero estos reflejan a su vez una clara jerarquía de valores en la naturaleza misma; la ley del talión, por su parte, apunta a la restauración de un orden natural justo, pero no se encuentra desprovista de una noción racional de reciprocidad y proporción. Ahora bien, el pensamiento político moderno cambia radicalmente la forma en que el derecho se legitima.[15] Si bien autores como Hobbes, Locke, Rousseau y Kant todavía adhieren de manera explícita a diversas nociones de ley o derecho natural y racional, la novedosa idea de un contrato social entre gobernantes y gobernados revoluciona la estructura de legitimación del derecho existente.[16] En efecto, el derecho y por implicación el Estado han de obtener ahora su legitimidad a partir del libre consentimiento de los gobernados. Eso significa que las fuentes de legitimación del derecho comienzan a perder su carácter trascendente y adquieren más bien la forma de la inmanencia. Poco a poco, el derecho pasa a legitimarse a sí mismo desde adentro, pues son en última instancia los sujetos en tanto portadores de derechos – y no una autoridad externa e inamovible – quienes habrán de definir los criterios de validez de las normas jurídicas. La posibilidad de instituir y por ende de alterar el derecho vigente pertenece entonces a la propia estructura de legitimación de un orden jurídico moderno. Ello quiere decir que, en parte, el derecho moderno se legitima mediante una promesa normativa de cambio: la ciudadanía tiene la potestad de constituir y de transformar el derecho existente o positivo. Prueba de ello se encuentra paradigmáticamente en las instituciones propias de un régimen democrático, pero también de forma particular en el derecho a la desobediencia civil, esto es, el derecho de la ciudadanía a violar leyes injustas.[17] Ahora bien, las promesas por sí solas difícilmente bastan para legitimar (o deslegitimar) una institución.
En las sociedades modernas – sociedades confrontadas a una demografía creciente, al “factum” de la pluralidad cultural y a una división social del trabajo mucho más compleja que antes – se agudiza al mismo tiempo la necesidad de que exista una regulación racional en los procedimientos del sistema jurídico. Bajo la égida del liberalismo y del modo de producción capitalista, el derecho se formaliza con el objetivo de garantizar procesos legales “neutrales” e “imparciales” que, por su parte, aseguren el funcionamiento y la reproducción del orden social emergente.[18] Aquel conjunto de reglas y procedimientos formales que rigen la producción y aplicación del derecho bajo criterios racionales es denominado legalidad; su expresión institucional paradigmática es el Estado de derecho. Desde la sociología, se afirma entonces que la legitimidad del derecho proviene de su legalidad o, en una concepción más reciente, que el derecho se legitima a través de sus mismos procedimientos formales.[19] Además, la legalidad del sistema jurídico contribuye a estabilizar las expectativas respecto del comportamiento social de las personas, lo cual permite un funcionamiento más eficiente y seguro del sistema económico y del sistema político.[20] La legalidad, en pocas palabras, brinda las bases para la seguridad jurídica, y dicho output sirve a su vez para legitimar al derecho de manera circular. Nótese que también en este caso se trata de una estructura de legitimación inmanente: el sistema jurídico se legitima a través de su propio funcionamiento. No obstante, ello significa que, de acuerdo con este modelo, las crisis de legitimación del derecho serían entonces crisis internas, o sea crisis que responden a una disfuncionalidad en el sistema jurídico.
Hay por lo menos dos problemas con tal enfoque, los cuales precisan ser complementados. En términos generales, un sistema disfuncional “en sí” muchas veces no basta para motivar una crisis de legitimación “para sí”: piénsese, sin ir demasiado lejos, en el rol de la ideología como un bloqueo reflexivo que obstruye precisamente el surgimiento de una consciencia de crisis en los actores sociales. El carácter disfuncional de un sistema puede ser encubierto de manera ideológica y, hasta cierto punto, asegurar su pervivencia. En particular, el segundo problema es que la idea de una crisis interna de disfuncionalidad no pareciera captar las tensiones normativas que surgen por el funcionamiento mismo del sistema jurídico. Es decir, este enfoque no pareciera captar la contradicción propia de un funcionamiento disfuncional del derecho y del Estado en sociedades modernas que, como es sabido, se rigen por el modo de producción capitalista. En pocas palabras, dicha contradicción se expresa en el hecho de que la lógica del mercado – cuyo funcionamiento depende de las categorías legales de “propiedad privada” y “contrato laboral”, así como de la capacidad coercitiva del aparato estatal – conlleva a una multiplicación de la riqueza sin precedentes históricos y, al mismo tiempo,a la generación sistémica de individuos pobres, desahuciados y excluidos de la sociedad.[21] Así pues, la “cuestión social” nace justamente en el seno de las sociedades industriales del siglo XIX como un resultado disfuncional de su propio funcionamiento.[22] Ante el riesgo de una desintegración social y la presión creciente por parte de una clase trabajadora organizada e indignada frente a condiciones estructurales de explotación, el derecho se ve obligado a reaccionar institucionalmente. Con el objetivo de no perder su legitimidad y lidiar con las demandas radicales de justicia social por parte de la ciudadanía, el sistema jurídico debe ir más allá de la mera legalidad e incluso más allá de la pura inmanencia formal de los procedimientos democráticos en un Estado de derecho.
Por fortuna, la trascendencia – en este caso, los elementos externos al derecho mismo que, no obstante, contribuyen a brindarle legitimidad – nunca llega a desaparecer del todo en el proceso de “desencantamiento” del mundo moderno. La trascendencia se hace patente, verbigracia, en el entrelazamiento normativo entre un orden legal legítimo y ciertos principios morales socialmente aceptados. A fin de preservar su legitimidad, el derecho no ha de ir en contra de las buenas costumbres, sino que debe establecer más bien una relación complementaria con ellas.[23] Al constituir un sistema de obligaciones y prerrogativas legales claramente definidas, el derecho funciona como un complemento que alivia cognitiva y motivacionalmente la conciencia moral de los actores sociales. Asimismo, no es inusual que la argumentación jurídica se valga de razones morales ni que estas encuentren expresión, pues, en el derecho positivo.[24] Dicho entrelazamiento entre moralidad y legalidad se ha cristalizado más recientemente en el concepto de derechos humanos. Tales derechos, cuya declaración surge en parte como una respuesta normativa a los horrores de la Segunda Guerra Mundial, buscan concederle una forma legal, universal e inalienable a principios morales como, por ejemplo, el respeto a la dignidad humana. Esto acarrea una serie de problemas teóricos y prácticos que no puedo abordar aquí. Me interesa más bien profundizar en una tercera instancia donde el sistema jurídico se ve obligado a trascender los límites procedimentales de la legalidad, a saber: el derecho o, si se prefiere, la legislación social, cuyo apogeo durante la segunda mitad del siglo XX encuentra su forma paradigmática en el Estado de bienestar.
La legislación social busca hacer frente al funcionamiento disfuncional del sistema jurídico en el seno del modo de producción capitalista. Desde el Estado, se busca pacificar las exigencias normativas de la clase trabajadora mediante, entre otros, el acceso a la seguridad social y a un sistema público de salud que garantice ciertos estándares mínimos en la calidad de vida. La legislación social ciertamente no resuelve la contradicción de fondo, pero tampoco se trata de un paliativo más. De hecho, el conflicto histórico en torno a la legislación social y su progresivo desmontaje a partir de la década de 1980 modifican nuevamente la estructura de legitimación del derecho y brindan un marco político para pensar, aquí y ahora, los potenciales de una crisis de legitimación democrática. Incluso si en el Perú difícilmente ha habido un Estado de bienestar real, quisiera argumentar que – al menos en términos normativos – este conflicto no nos es del todo ajeno.
Desde sus orígenes, la legislación social fue una estrategia reformista. Se sabe que Bismarck, por ejemplo, introduce medidas propias de un Estado social para apaciguar las pretensiones revolucionarias del movimiento socialista alemán hacia finales siglo XIX. Desde este ángulo, tampoco es casual que la consolidación del Estado de bienestar en Norteamérica y Europa occidental se geste sobre todo a partir de la década de 1950 y en el contexto de Guerra Fría, es decir, en un contexto de competencia contra el modelo “alternativo” del bloque soviético. En efecto, el Estado tiene que responder entonces a las demandas de una clase trabajadora empoderada que viene de servir a su país en la guerra contra el fascismo y que espera por ello compensaciones respectivas. El derecho será capaz de cubrir tales demandas sociales gracias al crecimiento económico que se da en las secuelas de la Segunda Guerra Mundial, pero que comenzará a estancarse hacia la década de 1970. En efecto, el esfuerzo del aparato estatal por mantener cubiertas las exigencias sociales de la población habrá de motivar – muy esquemáticamente – la crisis inflacionaria de los años 70, luego la crisis de la deuda pública en los años 80, así como el giro neoliberal hacia la progresiva crisis de la deuda privada que se origina a partir de 1995 y que concluye con la crisis financiera del 2008, seguida finalmente por el actual escenario de “deuda total”, o sea un escenario de crisis de la deuda pública y privada al mismo tiempo.[25] A dicha constelación habría que sumar ahora los rezagos económicos de la crisis sanitaria a causa de la pandemia, al igual que la crisis energética por la guerra en Ucrania y por la catástrofe climática que no deja de agudizarse. En cualquier caso, ¿qué relevancia tiene todo esto para nosotros?
A pesar de poseer una impronta reformista, la legislación social de mediados del siglo XX establece una moralización del derecho y del Estado, los cuales se comprometen de ahora en adelante a satisfacer y gestionar cuanto menos ciertas necesidades básicas de la población. Sin duda, ello va de la mano con un desarrollo en las capacidades administrativas del aparato estatal para intervenir activamente en la esfera económica y en la esfera de la salud: no en vano tanto el capitalismo de Estado como la así llamada “biopolítica” se consolidan durante dicho periodo. Al mismo tiempo, la legalidad del derecho deja de ser en definitiva una condición suficiente para su legitimidad. Esto es lo históricamente relevante: La legislación social sube, por así decirlo, la valla de requisitos normativos para la legitimación democrática del sistema jurídico en su relación con la economía y la política. ¿De qué sirve, pues, el derecho formal a la representación si no contamos con condiciones mínimas de subsistencia para ejercerlo, o si padecemos sistemáticamente a causa de estructuras materiales de dominación, opresión y exclusión? En tal sentido, las luchas sociales de la clase trabajadora habrán de encontrar una feliz resonancia con las luchas por el reconocimiento de los derechos de minorías raciales y sexuales durante la década de 1960, los roaring sixties. Tanto el feminismo como la crítica del racismo y el movimiento estudiantil del 68 habrán de converger, aunque sea de manera efímera, con la crítica del sistema económico. Se hablará entonces de problemas de legitimación en el capitalismo tardío, los cuales amenazarían con poner en tela de juicio la persistencia del orden social.[26] Irónicamente, un problema con este enfoque teórico es que se concentra de manera unilateral en la pregunta por la legitimación del sistema capitalista desde la perspectiva de la ciudadanía y de sus exigencias democráticas. El Estado o, para ser más preciso, la conjunción institucional entre el Estado de bienestar y el capitalismo de Estado se ve obligada a prevenir una crisis de legitimación y a asegurar, antes bien, la “lealtad de las masas”. Sin embargo, como bien muestra el ciclo de crisis económicas antes mencionado, los problemas de legitimación a partir de la década de 1970 no surgieron principalmente del lado de la ciudadanía, sino por parte del capital, esto es, de los grandes inversionistas y de las corporaciones transnacionales.[27] Dicho de otro modo, la crisis de legitimación no vino desde abajo, sino desde arriba: no fue una crisis de legitimación democrática, sino una crisis de legitimación capitalista, cuyas consecuencias nefastas – como tantas otras – hubimos de heredar y de reproducir hasta ahora.
Hay, no obstante, dos intuiciones centrales que quisiera rescatar para nuestro estado de crisis. La primera es que, si queremos hacer frente al funcionamiento disfuncional del Estado, es decir, si queremos ir más allá del paradigma de la representación y plantear más bien la pregunta fundamental por la legitimación del derecho, si queremos transformar radicalmente el statu quo y alcanzar así un nuevo orden constitucional que, en el mejor de los casos, sea más justo que el presente, si queremos por fin dejar de reproducir nuestros fracasos, es necesario ante todo ubicarnos en el horizonte histórico de quienes han tomado la palabra del derecho moderno y de su promesa inmanente de cambio. Es necesario, pues, invocar nuestra potestad ciudadana para instituir y transformar el orden legal existente. Ello implica, por un lado, exigir que haya legalidad y Estado de derecho en un país asolado por una corrupción normalizada hasta el punto de que resulta difícil hablar siquiera de un sistema jurídico funcional. Por otro lado, es preciso recordar al mismo tiempo que la mera legalidad es tan solo una primera piedra, la cual no puede equivaler ya a la legitimidad del derecho mismo. Antes bien, es preciso luchar por que el derecho trascienda su inmanencia procedimental y haga justicia histórica a sus propios compromisos morales: es preciso luchar por una legislación social eficiente, como tantas personas lo han hecho, también en el Perú, durante los últimos cien años. Ello implica, por último, darse cuenta de que la legitimación es una espada de doble filo: no solo la ciudadanía, sino también y sobre todo el capital está en posición de plantear exigencias normativas de legitimación y motivar, incluso, el surgimiento de crisis económicas. Navegar esta tensión propia de las sociedades capitalistas y hacer de ella una tensión política productiva no es para nada sencillo, pero es el único camino que puede conducir – ojalá – hacia una forma de vida realmente democrática. En pocas palabras, es necesario darse cuenta de que no basta ni bastará con convocar a nuevas elecciones sin efectuar cuanto menos una reforma en las condiciones de legitimación del derecho y del Estado.
Ello me conduce a una segunda intuición tentativa, la cual remite al problema de cómo alcanzar una crisis de legitimación democrática. Antes que nada, conviene acotar que, si bien las crisis de legitimación representan un fenómeno político, estas se entrelazan con el así llamado “sistema sociocultural” o, mejor dicho, con el conjunto de creencias, esquemas interpretativos y estructuras motivacionales que configuran nuestras interacciones cotidianas.[28] En efecto, el sistema sociocultural engloba aquellas tradiciones que encuentran expresión en la moral o en valores socialmente compartidos y que contribuyen con la reproducción de un orden simbólico, el cual por su parte nos brinda sentido y orientación en el mundo. Cambios drásticos en el sistema sociocultural pueden generar o bien la erosión de convicciones tradicionalmente aceptadas, o bien el surgimiento de necesidades que la misma sociedad y que, en particular, el sistema económico no logre suplir. De este modo, emergen “crisis de motivación” que ponen en tela de juicio la identidad misma de los actores sociales. Las crisis de legitimación – esta es la tesis de Habermas que quisiera rescatar para nuestro contexto – suelen tener como base crisis de motivación en el marco de un sistema sociocultural demasiado rígido, el cual no logra adaptarse a los imperativos del sistema económico ni del sistema político.[29]
En el Perú, las estructuras motivacionales del sistema sociocultural poseen sin duda elementos rígidos que la izquierda tiende a catalogar y a descartar apresuradamente como “regresivos”. Piénsese en la familia “natural”, en el ideal soberano de masculinidad o en el fenómeno generalizado de la religión. ¿Ideologías burguesas, arcaicas y decadentes? Sí, y sin embargo, el éxito estadístico en la campaña presidencial de Castillo pareciera sugerir que cualquier tentativa por criticar los fundamentos del orden establecido va a tener que arraigarse, hasta cierto punto, en tales estructuras motivacionales. La pregunta no es entonces cómo superar desde afuera, por ejemplo, el lastre de aquella nuestra religiosidad decimonónica, sino cómo arraigar un proyecto transformativo justamente en el interior de nuestra tradición sociocultural. Que dicho proyecto no pierda por ello su potencial crítico: ahí reside ciertamente el desafío. De hecho, si es cierto que para lograr una revolución exitosa no bastan acontecimientos políticos puntuales, atravesados además por una violencia abstracta e insostenible, sino sobre todo cambios duraderos en las prácticas, en las costumbres y en los esquemas socioculturales de la ciudadanía, entonces todo proyecto transformativo que apunte a revolucionar el funcionamiento disfuncional del Estado va a tener que ser, en principio, un proyecto al mismo tiempo reformista.[30] El famoso dilema de “reforma o revolución” pareciera revelar, en tal sentido, una falsa dicotomía. No obstante, es crucial poder distinguir de todos modos entre reformas reformistas, las cuales tan solo contribuyen ideológicamente a inmunizar y reproducir el orden social imperante, y reformas no reformistas que conlleven más bien a empoderar, movilizar y organizar al poder ciudadano.[31] La pregunta es cómo atisbar, pues, una suerte de reformismo no reformista o, si se prefiere, una suerte de reformismo revolucionario. Que esa pregunta sea cuanto menos una primera piedra, y que se equivoque por tanto el poeta Scorza, quien con cruda perspicacia sentenció: “El Perú íntegro es una primera piedra. Nunca se coloca la segunda”.[32] En el país más religioso de Latinoamérica, que la fe sea lo último que se pierda, y lo primero que se transforme.
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[2] En un ensayo anterior, he abordado el dilema electoral de tener que elegir entre un estado de crisis y una crisis de Estado (Maruy 2021). El presente texto puede – aunque no tiene que – ser leído como una continuación de tales indagaciones tentativas.
[3] Para una crítica detallada de esta tesis tradicional y una propuesta alternativa para comprender a los órganos y poderes del Estado como equidistantes respecto de la ciudadanía, cf. Möllers 2005.
[5] La fuente de esta distinción se encuentra en Pound 1910.
[6] En el marco de la Teoría crítica contemporánea, las normas y los ideales normativos de una institución no son lo mismo. Las normas suelen ser explícitas, mientras que los ideales normativos requieren de una reconstrucción histórico-hermenéutica. El derecho a la propiedad privada es una norma; la libertad es el ideal normativo que suele fundamentar dicha norma. Asimismo, apelar a normas suele ser una estrategia propia de la así llamada “crítica interna”, la cual posee una impronta reformista, mientras que apelar a potenciales normativos no realizados se asocia más bien con la “crítica inmanente”, la cual apuntaría más bien a una trasformación radical de la sociedad. El debate académico ha invertido ciertamente mucha tinta en torno a la pregunta metodológica por criterios normativos adecuados que permitan justificar una crítica de la sociedad y de sus patologías respectivas. A grandes rasgos, el enfoque predominante se inclina hoy en día hacia la idea de una crítica social inmanente. Sin embargo, no termina de haber consenso acerca de cómo concebir exactamente la inmanencia de la crítica. Por ejemplo, es objeto de controversia hasta qué punto aquello que ciertos autores denominan como “crítica inmanente” puede diferenciarse de manera efectiva, o no, respecto de críticas internas con improntas reformistas. Volveré sobre el concepto de reformismo. A propósito del debate metodológico en Teoría crítica, cf. Honneth 2011, Stahl 2013, Jaeggi 2014 y Hindrich 2020.
[7] La presentación clásica de este argumento se encuentra en Kelsen 1960/2017. Para una reconstrucción bastante ilustrativa del problema de la producción privada del derecho mediante contratos, cf. Pistor 2019.
[8] El concepto de “derecho vivo” fue acuñado célebremente por el sociólogo del derecho Eugen Ehrlich. La metáfora aludida se encuentra en Ehrlich 1985, p. 243.
[9] Este argumento se encuentra en Hamilton 2017, p. 66. Dejo de lado aquí los extensos debates en torno a otros modelos democráticos, como la democracia directa, radical, deliberativa o expresiva. Sin duda, elementos valiosos de estas propuestas se plasman en mi análisis, pero no es este el lugar adecuado para esbozar modelos teóricos abstractos que, por su parte, corran el riesgo de encontrarse desconectados de nuestra realidad social.
[12] A propósito de este último término, cf. Crabtree & Durand 2017.
[13] En lo que respecta a los movimientos sociales y al activismo en general, movilizar y organizar son dos actividades complementarias, pero que exigen labores y capacidades ciertamente distintas. En tal sentido, aquellas movilizaciones que no logran organizarse parecieran estar condenadas a una disolución paulatina, como bien ha mostrado Pineda 2020.
[14] Sobre el concepto moderno de política, ver la brillante reconstrucción de Habermas 1978b.
[15] La interesante tesis de que tales cambios estructurales en el derecho se remontan cuanto menos a la revolución papal del siglo XI e, incluso, recogen elementos de la era axial ha sido desarrollada por Brunkhorst 2014.
[16] Sobre la relación entre distintas concepciones del derecho natural y las revoluciones burguesas en Estados Unidos y Francia a finales del siglo XVIII, cf. Habermas 1978c.
[17] Sobre el valor democrático de esta práctica ciudadana, cf. Celikates 2016.
[18] Dicha ideología de la neutralidad ha sido tempranamente criticada por Marx y, en seguida, por el realismo jurídico y los estudios críticos del derecho. Para una reactualización filosófica, cf. Menke 2015.
[19] La primera versión de esta tesis se encuentra en Weber 1921; la segunda, en Luhmann 1983. Para una crítica detallada, cf. Habermas 1992, quien sin embargo también acepta y amplía la idea de procedimentalizar el concepto de soberanía popular en el marco de su teoría del discurso y de su modelo democrático deliberativo.
[30] Para una tal concepción praxeológica de las revoluciones, donde el ejemplo paradigmático de análisis es la Revolución francesa, cf. von Redecker 2018.
[31] Debo esta valiosa distinción conceptual a Vanessa Thompson, quien hubo de emplearla en el marco de una discusión histórica sobre los movimientos abolicionistas. A este respecto, cf. Loick & Thompson 2022.
[32] Me he tomado la licencia de reformular. La cita original, en referencia a los pueblos de Cerro de Pasco y de casi toda la República Peruana, reza: “El Ayuntamiento y el pueblo asisten a la solemne colocación de la «primera piedra» de los edificios públicos. Nunca se coloca la segunda. El más modesto villorrio cuenta con docenas de «primeras piedras»: mercados, escuelas, postas médicas, oficinas agropecuarias, avenidas imaginarias ofrecen su única piedra al candor. El Perú íntegro es una primera piedra.” (Scorza 1970/2008, p. 97).
Hoy he tomado una infusión gonzalespradiana, una tisana de radicalismo para aliviar un conjunto de indigestiones, generadas a causa de una ingestión forzada de liberalismo a la peruana.
Sí, exactamente ese liberalismo peruano que se vanagloria de ser el estandarte de la democracia a lo largo de nuestra fallida historia.
II
La fábula de la crítica constructiva me subleva, me indigna hasta generarme urticaria.
¿Promesa republicana?
¿Promesa neoliberal?
Las dos promesas de nuestro liberalismo. Hablemos mejor de mitos y de mitomanía.
III
Y es que podemos hablar de mitos fundacionales [y funcionales], de metáforas repetidas hasta el delirio.
El mito republicano, el mito de la unidad de propósito y de los ideales libertadores. Todos somos iguales, todos merecemos la misma consideración.
Entelequias liberales de un grupo privilegiado que se adjudicó el derecho de decir qué era el Perú y qué debería ser.
IV
Y, luego, el mito neoliberal…
La culminación de la historia y la verdadera y ansiada vida democrática.
¡Sí claro!
Es que el terrorismo…
es que la estatización de la banca…
es que esos rojos…
es que Velasco…
es que esos cholos resentidos.
¿Solución…?
Hagamos que todos sean emprendedores.
¡Claro!, ni siquiera se les ocurrió decir “hagamos que todos sean ciudadanos”, al menos hubiera sonado mejor.
¡Tú sólo puedes cholito, no necesitas mi ayuda para llegar a ser como yo, tú tranquilo, el chorreo es la solución y la plata llega sola!
Un nuevo pacto social, el pacto infame.
¿Pacto…?
Infamia pura, a decir verdad.
V
El neoliberalismo fue, es y seguirá siendo un modelo nefasto de cara a cualquier aspiración por construir una cultura y una sociedad democráticas.
No era, ni es, ni será novedad.
VI
Ni república sin ciudadanos, ni ciudadanos sin república. El Perú no es una república y en el Perú no hay ciudadanos. Eso tiene que quedar bien claro.
VII
¡Ah, pero por supuesto!
Tú eres ciudadano porque pagas tus impuestos, porque estás en planilla. Tú eres ciudadano porque eres formal, porque diriges tu vida de acuerdo a la ley y el orden, porque eres tolerante y políticamente correcto. Tú eres ciudadano porque en la mesa no se discute ni de política ni de religión. Tú eres ciudadano porque eres apolítico. Tú eres ciudadano porque haces tu labor social y donas tu platita al teletón.
¡Qué gran ciudadano!
VIII
Pero, ¿cómo quieren tener buena educación y salud si no pagan sus impuestos estos informales?
¡Y claro!, el Estado es corrupto e ineficiente, receta para el desastre.
¿Asoma algo de consciencia histórica?
Ni la sospecha…
¿En qué momento se jodió el Perú?
Nacimos jodidos, crecimos jodidos y, como es lógico, estamos bastante jodidos.
El binario formal/informal podría ser el resumen liberal de nuestra liberal historia.
IX
¡Ay nuestros liberales!
Duelen en el estómago los punzones y retortijones generados por un engaño que ya dura casi doscientos años.
Nuestros próceres, nuestros caudillos, pero también [y, sobre todo] nuestros Pardo, Piérola, Riva Agüero, los Prado, Belaunde, el propio Haya y su megalómano hijo predilecto; Fujimori y nuestros demócratas del nuevo milenio.
Tremendo equipo, cuántas victorias en nombre de la democracia, en nombre del Perú, de todo el Perú.
¡Qué poder discursivo!
¡Qué retórica tan persuasiva!
¡Qué acertada lectura del país y de sus problemas!
Hay que padecer una grave miopía para no comprender que se trata de la historia de un error [Nietzsche dixit].
X
Y es que pareciera que nuestra pequeña y famélica resistencia, nuestras erupciones indigenistas, radicales, reformistas y críticas, hubieran sido momentos de condescendencia, momentos de adormecimiento y embriaguez de esa clase dominante, que entre sus propias disputas permitió la actividad, al menos intelectual, de algunos cuantos atinados.
Y es que es tan simple como el reconocer que todo empezó mal, y que todo lo que empieza mal, pues termina mal.
Y es que lo que está mal, pues hay que sacarlo de raíz, quemar esa tierra y volver a trabajarla.
Pero la soberbia y el miedo por ceder, aunque sea, un poco de poder, han sido, probablemente, la mejor estrategia reproductiva posible y el mejor obstáculo para esa “faena” de limpieza tan urgente.
El liberalismo tiene esa cualidad embriagante, ese aroma tentador, pero también aquel efecto devastador, la cirrosis social de una inexistente nación y la diarrea hemorrágica de aquellos en los márgenes de su historia.
XI
¿Solución? ¿Respuesta? ¿Remedio?
No las hay ni las habrá mientras no se planteen las preguntas adecuadas, mientras no se ajusten cuentas con el pasado, en vez de reivindicarlo de forma chauvinista e instrumental.
Es hasta folclórico apreciar cómo muchos de mis queridos liberales [claramente no todos han tenido su momento de antagonismo individual] han atravesado por su momento radical. No les dura mucho eso sí, va en contra de sus intereses.
“En resumen, el Perú es un organismo enfermo: donde se pone el dedo, salta la pus” dice el maestro y razón no le falta.
Aunque tocaría reformular la conocida frase de la siguiente manera:
El Perú no es un organismo y está lejos de serlo. Se trata más bien de un ente, pero eso sí, un ente enfermo del cual brota miseria, hastío y tristeza.
[¡Que no me vengan con esos cuentos psicométricos de la felicidad detectada a partir de una encuesta! ¡Caray!, no aprenden]
XII
Lugar especial merecen nuestros medios.
Nuestros liberales y democráticos y acaparadores medios.
La pulsión democrática que los conduce, que guía su noble labor, los ha llevado a consagrar a una pintoresca cohorte de ex-troskos, libertarios y mercachifles, distinción deliberada la aquí propuesta, pues al final son uno para todos y todos para uno.
Pretendiendo ser un coro trágico, se atribuyen la autoridad de ser la voz de la consecuencia, de la moderación centrista ante los afanes comunistas y populistas, de la reivindicación de las libertades individuales por sobre absolutamente cualquier otra cosa que pueda ser pensada.
[Nuestros sutiles profetas del odio].
XIII
Pocas son las cosas o situaciones que derivan en risas y en nauseas al mismo tiempo, nuestros medios son algunas de ellas.
Entre la exageración huachafa y el disfraz de neutralidad, nuestros liberales medios hacen gala de su indignación ante cualquier elocución que contenga los vocablos pueblo, público o popular…
¡Eso es ideología!, espetan con valentía.
¡Ah!, pero eso sí, su neutralidad se contornea, danza con excitación y frenesí, si en la letra de la canción se escucha empresa, desregulación, mercado y competencia.
[Nuestros grandes compositores de la gran estafa].
XIV
Repítelo, repítelo tantas veces como puedas y será verdad, se tomará como verdad y se predicará como verdad.
No hubo conflicto armado interno, hubo terrorismo.
No hemos sido ni somos un estado oligárquico, lo que hay es corrupción.
El problema no es la redistribución justa de la riqueza, el problema es la informalidad.
No hubo genocidio, hubo daños colaterales.
No existe la mezquindad en nuestra benemérita clase empresarial, lo que hay es ineficiencia en el estado.
[Nuestra verdad es una histórica patraña].
XV
No hay duda que mentir es un arte, aunque decir la verdad también lo es. En ambos casos se trata de una decisión. Así también lo es el engañarse. Frente a la mentira, dos opciones: se cree y se repite, se niega y se desbarata. ¿Hay que preguntar qué opción ha elegido el Perú?
XVI
¿Qué méritos guardarle a nuestro peruano liberalismo?
Primero, su gran camaleonismo y su sentido de la oportunidad…
[sí, su oportunismo].
Segundo, su destreza en el arte de la mentira…
[sí, su mitomanía].
Tercero, su eficiencia ingenieril…
[sí, su capacidad para construir una maquinaria de la injusticia].
Cuarto, su republicanismo…
[sí, esa unidad de propósito, la cual consiste en silenciar cualquier discurso que vaya en contra de sus prerrogativas].
Finalmente, en quinto lugar, pero no por ello menos significativo, la estabilidad de sus ideales…
[sí, la estabilidad para engañar al Perú por casi doscientos años].
De vez en cuando me preguntan si «todavía» soy marxista. No sé si alguna vez lo fui: nunca creí en la teoría de la historia de Marx, en ningún tipo de inevitabilidad o en la promesa del comunismo. Pero durante la mayor parte de mi vida me sentí atraído por algunas de las intuiciones y análisis de Marx.
Si fui marxista, siempre fui un marxista analítico, mucho antes de que se acuñara la etiqueta de “marxismo analítico”. Me influyó profundamente la confrontación intelectual entre marxismo y positivismo que estalló en Polonia en 1957, justo cuando ingresé al Departamento de Filosofía y Sociología de la Universidad de Varsovia como estudiante. Antes de la Segunda Guerra Mundial, Polonia tenía dos fuertes tradiciones intelectuales en las ciencias sociales. Una era el positivismo lógico. La otra era una tradición historicista, predominantemente idealista alemana. Después de la guerra, aunque el marxismo se convirtió en una obvia nueva influencia, el positivismo mantuvo una fuerte presencia. Se produjo un debate en la revista Pensamiento filosófico (Myśl filozoficzna) entre marxistas y positivistas, que los marxistas estaban perdiendo, pero en 1948 el debate se resolvió mediante «medidas administrativas». La revista se cerró y los positivistas fueron expulsados de la universidad. El Departamento de Filosofía de la Universidad de Varsovia fue reemplazado por «Materialismo dialéctico» y el Departamento de Sociología por «Materialismo histórico». Pero con el fin del estalinismo la represión cedió, el Departamento de Filosofía y Sociología se abrió en 1957 y resurgió el mismo debate. Fue un debate excelente, llevado a cabo en un clima de verdadera apertura intelectual, y resultó ser excepcionalmente fecundo hasta la ola represiva de 1968, que obligó al exilio a varios de sus participantes. Fue una experiencia única dentro del bloque soviético de la época.
Los interlocutores en estos debates fueron filósofos y sociólogos[1]. Los filósofos marxistas fueron dirigidos por Adam Schaff, un epistemólogo que trabajaba en la relación entre lenguaje y pensamiento, pero que también introdujo en Polonia al «joven Marx» de los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 y polemizó con los existencialistas franceses[2]. Los historiadores marxistas de la filosofía incluían a Bronisław Baczko y Leszek Kołakowski Entre los historiadores marxistas de la filosofía estaban Bronislaw Baczko y Leszeck Kolakowski[3]. El lado no marxista estaba dominado intelectualmente por los sociólogos Stanisław Ossowski y Maria Ossowska[4]. Stefan Nowak, alumno de Ossowski, era un metodólogo que realizó el primer estudio de encuesta en la Polonia de posguerra[5]. Un metodólogo de la historia influyente fue Andrzej Malewski[6]. Y el ancla del enfoque positivista fue un lógico de mayor edad y de renombre mundial, Kazimierz Ajdukiewicz[7].
Si uno quiere rastrear el origen del «marxismo analítico», está en la Polonia luego de 1957. Los atacantes eran positivistas que preguntaban a los marxistas: ¿por qué creen que la historia sigue ciertas leyes? ¿Qué quieren decir con «intereses de largo plazo»? ¿Son las clases la única fuente de estratificación social? ¿Por qué las clases irían tras intereses de largo plazo? Y habiendo perdido la mayor parte de la protección política, los marxistas tuvieron que valerse por sí mismos, encontrando respuestas a tales preguntas. El líder programático de este propósito fue Julian Hochfeld[8], cuyo seminario en sociología de las relaciones políticas fue el foro para lo que defendió como «marxismo abierto». Los participantes incluyeron a Zygmunt Bauman, Włodzimierz Wesołowski, Jerzy J. Wiatr[9], y otros a quienes ya no recuerdo. Yo era el más joven, y nunca hablé, pero seguía los debates con la boca abierta.
Teniendo en cuenta estos antecedentes, era natural que pasase a ser un ávido participante del proyecto intelectual lanzado a fines de la década de 1970 por G.A. Cohen y Jon Elster: un intento sistemático de aclarar qué seguiría siendo válido acerca las teorías de Marx, si estuvieran sujetas a criterios científicos estándar. Por entonces el marxismo althusseriano desarrolló la buena estratagema de tener su propia epistemología, su propia forma de evaluar la validez de su teoría. Rompimos con este enfoque y dijimos: “No, tienes que evaluar al marxismo de la misma manera que cualquier otra teoría. O es coherente o es incoherente, es verdadero o falso». Me uní al grupo de marxismo analítico en 1979 o 1980; creo que ese fue el segundo año del grupo. Produjimos algunas obras importantes que han perdurado, incluido un compendio de John Roemer, Analytical Marxism, Making Sense of Marx de Jon Elster, Karl Marx’s Theory of History, de G. A. Cohen, General Theory of Exploitation and Class de Roemer, y mi Capitalism and Social Democracy[10]. Dejé el grupo en 1995 porque llegué a la conclusión de que habíamos cumplido con nuestra tarea. En ese momento llegué a creer que la teoría económica marxista no tenía sentido, que la teoría de Marx del conflicto de clases se basaba en supuestos incorrectos y que cualquier teoría de la historia requiere microfundamentos. También llegué a la conclusión de que no existe un «marxismo» único, no todo lo que Marx (y Engels) escribieron pertenece a un cuerpo unificado de teoría, pero que, sí, los escritos de Marx contienen varias teorías seminales de fenómenos particulares.
Huelga decir que no llegué aisladamente a estas conclusiones. Aprendí mucho de mis compañeros de viaje intelectuales, siendo los más importantes Jon Elster, John Roemer, Michael Wallerstein y Erik Olin Wright. También creo que debo ubicarme políticamente. En algunas reuniones del Grupo de Septiembre nos clasificábamos a lo largo del eje dizquierda-derecha, y mis colegas siempre me ubicaron dentro del grupo en la derecha. Esto se debió a que siempre valoré la libertad y me preocupé menos por la igualdad. Mi fijación por Marx tuvo su origen en los Manuscritos Económico-Filosóficos, el «joven Marx». Además, siempre leo a Marx como un teórico causal, no como un teórico ético: en algún lugar de los Grundrisse dice que un «precio justo» es como un «logaritmo amarillo»[11]. Por lo tanto, nunca me dejé llevar por la búsqueda que hacían algunos de mis amigos de una teoría marxista de la justicia. Me consideraba un verdadero izquierdista, comprometido con el proyecto político de emancipación universal de la necesidad económica. A su vez, vi la obsesión por la igualdad (y el empleo) como una consecuencia del compromiso socialdemócrata de la izquierda institucional. Sin embargo, me preocupaba la política práctica, lo que significaba que era pragmático, y analizaba la política en términos estratégicos más que normativos. Por último, era un internacionalista. Había vivido durante períodos prolongados en cuatro países y no tenía instintos ni lealtades nacionalistas. Yo creía, para citar a un líder sindical de Chicago Steel Workers, Ed Sadlowski, al comentar sobre el auge de Solidaridad en Polonia en 1980, que “el trabajador se pone los pantalones de la misma manera aquí y allá y se jode de la misma manera aquí y allá.»
Entonces, ¿qué papel jugaron los escritos de Marx (y Engels) en mi desarrollo intelectual? Como dije, lo que originalmente me atrajo de Marx fue la pregunta que planteó en sus primeros escritos: a saber, cómo sería la vida si las personas se liberaran de tener que fatigarse para sobrevivir, si las necesidades materiales básicas de todos estuvieran satisfechas, si fueran libres de ir tras cualquier otra cosa que quisieran; en el ejemplo de Marx, pescar por la mañana y resolver ecuaciones matemáticas por la tarde. Era una utopía, pero que abría los ojos. Me impulsó a leer con avidez a los freudianos sociales, hasta casi reprobar en el programa de posgrado de la Northwestern University, porque algunos profesores pensaban que esas preocupaciones no tenían cabida en un departamento de ciencia política. Pero entonces los azares de la historia me llevaron a Chile, en el momento en que la cuestión intelectual fundamental era la compatibilidad del capitalismo y la democracia, y la cuestión política práctica era si el socialismo podía alcanzarse por medios democráticos. Estos dos temas formarían a partir de entonces mi agenda intelectual. Y allí encontré inspiración en los análisis políticos de Marx de los eventos en Francia entre 1848 y 1851: los leí y releí, los enseñé y los examiné por escrito. Mi interés por Marx me llevó a impartir un curso titulado “Teoría marxista del Estado”, que posteriormente cambió su título a “Teorías del Estado” (que fue el origen de The State and the Economy under Capitalism); y luego la “Introduction to Political Economy” (conferencias publicadas como States and Markets)[12]. Finalmente, para entender a Marx en términos causales, traté de encontrar microfundamentos a sus teorías, lo que me llevó a interpretaciones de sus análisis basados en la teoría de juegos. La aplicación de este aparato metodológico demostró que a menudo se equivocaba en sus conclusiones, pero también que las preguntas que hacía eran fundamentales.
En las páginas siguientes desarrollaré estos cuatro temas: la búsqueda de la abundancia material, la compatibilidad del capitalismo y la democracia, el papel del Estado en el capitalismo y el individualismo metodológico.
Obras de Karl Marx citadas, según fecha de composición
1844 «Sobre la cuestión judía». https://www.marxists.org/archive/marx/works/1844 / jewish-question. 1844 Manuscritos: economía y filosofía. Alianza Editorial, Madrid 1968. 1845 La sagrada familia. AKAL, Madrid 2013. 1845 La ideología alemana. Grijalbo, México D.F. 1970. 1847 Miseria de la filosofía. Siglo XXI, México D.F. 1970. 1847 Trabajo asalariado y capital. Centro de Estudios Socialistas Carlos Marx. México D.F. 2010. 1848 Manifiesto del Partido Comunista. (Múltiples ediciones) 1850 Las lucha de clases en Francia, 1848 a 1850. Fundación Federico Engels. Madrid 2015. 1852 El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Fundación Federico Engels. Madrid, 2003. Citado en texto como 18 Brumario. 1857-8 Elementos fundamentales para la crítica de la economía política [Grundrisse]. Siglo XXI. México D.F., 1973. 1859 Contribución a la crítica de la economía política. Siglo XXI, México D.F., 2008. 1867 El Capital: Crítica de la economía política. 3 vols. Siglo XXI, México DF. 1871 Writings on Paris Commune. Editado por Hal Draper. Nueva York: International Publishers, 1971.
Libertad de la necesidad
El punto de partida de Marx en los Manuscritos económico-filosóficos es que llegará un momento en que será posible satisfacer las necesidades materiales básicas de todos sin que las personas tengan que «esforzarse», realizar un trabajo que personalmente les resulta insatisfactorio. Como dijo Marx mucho después, “…el reino de la libertad sólo comienza allí donde cesa el trabajo determinado por la necesidad y la adecuación a finalidades exteriores” (El Capital, vol. III, 1044). Es posible que esa posibilidad no se realice cuando llegue a ser factible, pero es factible, y los obstáculos para alcanzarla no son tecnológicos sino sociales: residen en la organización social de la producción y el intercambio.
Este texto no envejeció bien. Al releerlo, por primera vez en casi sesenta años, lo encontré en gran parte repleto de romanticismo del siglo XIX, argumentos que son solo juegos de palabras y contradicciones. Para ser justos, mis comentarios sobre el mismo adolecen de igual romanticismo[13]. Pero abre dos líneas de investigación: ¿Cuáles son, para las formas en que las personas experimentan su existencia, las consecuencias de la escasez material, incluida la necesidad de realizar un trabajo desagradable? ¿Qué querría la gente y qué estaría haciendo si estuviera libre de las limitaciones materiales? Ambas preguntas son reveladoras.
La principal respuesta de Marx a la primera pregunta es que cuando la gente experimenta escasez material. “Su trabajo no es, así, voluntario, sino forzado, trabajo forzado. Por eso no es la satisfacción de una necesidad, sino solamente un medio para satisfacer las necesidades fuera del trabajo.” (Manuscritos, 109). En términos más generales, “La vida misma aparece sólo como medio de vida” (Manuscritos, 111). Nos vemos obligados a realizar actividades y relaciones sociales que no satisfacen por sí mismas nuestras necesidades, pero que son necesarias para perpetuar nuestra existencia. Esto es lo que Marx quiso decir con «alienación». Incluso si la pasión de alguien es tocar el violín, a menos que sea el único entre un millón que sea capaz de sobrevivir satisfaciendo esa necesidad, debe hacer otras cosas: «exprimirse», solo para sobrevivir. El dinero es un medio de intercambio universal: todas las relaciones sociales están mediadas por el dinero. Incluso el sexo se puede obtener por dinero. Incluso “invertimos” en nuestros hijos, los disciplinamos y capacitamos para que puedan ganar dinero, para que puedan sobrevivir. Dada la escasez, la necesidad de sobrevivir organiza todas las relaciones sociales, incluida la forma en que las personas conviven y procrean.
Marcuse reconoció que alguna represión, en el sentido freudiano de este término, siempre era necesaria para que las sociedades puedan satisfacer las necesidades materiales[14]. El alcance de esta “represión necesaria” depende del nivel de desarrollo de nuestra capacidad productiva. Sin embargo, pensó que gran parte de la represión, particularmente en las sociedades económicamente desarrolladas, llega mucho más allá del nivel mínimo necesario; es «sobrante». Por tanto, somos menos libres de lo que podríamos ser. Su proyecto consistía entonces en diferenciar la represión necesaria, de todas las restricciones a la libertad individual que, dada nuestra capacidad productiva, no son requeridas por nuestras necesidades materiales. Obviamente, la distinción entre represión “necesaria” y “superflua” supone que las necesidades materiales pueden ser saciadas; es decir, que el valor que damos a la satisfacción de otras necesidades aumenta a medida que se satisfacen las necesidades materiales. Esta suposición subyace en la opinión actual de que hemos entrado en una era de «posmaterialismo» y puede ser cierto o no. Pero el proyecto filosófico de Marcuse ha sido lastimosamente abandonado.
El análisis de Marcuse se vuelve particularmente fructífero cuando empezamos a pensar en el «desempleo». Algunas personas no encuentran empleo porque nuestra tecnología es tal que el nivel máximo de producción que se puede alcanzar dado el capital actual, no requiere que todos tengan un empleo remunerado. A su vez, nuestras sociedades están organizadas de tal manera que estar desempleado es una calamidad. Un aspecto de la miseria del desempleo es que el ocio es caro: los desempleados no tienen medios para disfrutar como deseen de su tiempo libre. Dada esta estructura, cuando los partidos obreros se vieron obligados a abandonar el proyecto de socialización de los medios de producción, se obsesionaron con brindar “pleno empleo”. Pero, ¿por qué se debería obligar a la gente a trabajar duro cuando no es necesario? Como proclamaba un antiguo eslogan de IBM, «Las máquinas deberían funcionar, la gente debería pensar». La solución de Marx, ya en los Manuscritos económico-filosóficos, fue reducir el tiempo de trabajo de todos, liberar a todos del trabajo en la medida de lo posible. De hecho, el tiempo de trabajo se ha reducido en los últimos cien años; sin embargo, dada la distribución del trabajo, el desempleo sigue siendo endémico en las sociedades económicamente avanzadas. Y la razón por la que el trabajo no se distribuye equitativamente, y alguna fracción siempre esté desempleada es que el espectro de perder el trabajo es necesario para inducir la disciplina laboral entre los que están empleados[15].
Los “freudianos sociales” también siguen a Marx (y al Engels tardío) al enfocar la organización social de la sexualidad en condiciones de escasez material; es decir, en la relación de formas de convivencia y propiedad. Ven a la familia y la represión sexual que esta organización social impone, como un medio para preservar la propiedad. Las personas no son libres para satisfacer sus necesidades sexuales de la forma que mutuamente deseen. Se ven obligados a ingresar en la institución del matrimonio, para poder compartir propiedades o incluso solo un seguro médico. Marcuse admite nuevamente que cierta represión sexual puede ser necesaria para permitir la satisfacción de las necesidades materiales, pero sostiene que la represión de la libertad sexual va mucho más allá de lo necesario.
A la segunda pregunta, ¿qué querría y haría la gente si estuviera libre de escasez y trabajo?, Marx responde que no puede ser respondida. Rechaza la opinión de que hay algo ahistórico que constituye la «naturaleza humana». Piensa que las personas buscarían la «autorrealización», pero no es que podamos decir qué la encontrarán: algunos pueden avocarse a la resolución de ecuaciones, otros pueden ir tras sus inquietudes artísticas, o jugar ajedrez, mientras que otros simplemente querrán ver crecer los árboles. Su utopía es una sociedad en la que las personas son libres de hacer lo que les parezca para realizarse: lo que significa que diferentes personas pueden querer hacer cosas diferentes. La noción de «igualdad» no tendría sentido, porque las necesidades no serían conmensurables: como lo vio Heller, alguien sería rico cuando tenga necesidades ricas[16].
El fin de la escasez no es un patrón para alcanzar la felicidad. Alguien que quiere ser músico puede no tener talento para ello, y puede sufrir por no ser capaz de lograrlo. Además, sin un medio de intercambio universal, todos los valores son autónomos:
“…sólo se puede intercambiar amor por amor, confianza por confianza, etc. Si se quiere gozar del arte hasta ser un hombre artísticamente educado; si se quiere ejercer influjo sobre otro hombre, hay que ser un hombre que actúe sobre los otros de modo realmente estimulante y alentador. Cada una de las relaciones con el hombre –y con la naturaleza- ha de ser una exteriorización determinada de la vida individual real que se corresponda con el objeto de la voluntad. Si amas sin despertar amor; esto es, si tu amor en cuanto amor no produce amor recíproco, si mediante una exteriorización vital como hombre amante no te conviertes en hombre amado, tu amor es impotente, una desgracia. (Manuscritos, p. 81)
De hecho, algunos social freudianos, en particular Brown[17], pensaron que la libertad de las necesidades materiales haría que las personas se desesperaran al confrontarlas directamente con la conciencia de que somos mortales. La utopía de Marx no es un reino de felicidad sino de libertad, sea lo que ésta genere.
Los primeros escritos de Marx y Marcuse desempeñaron un papel importante en la revolución cultural de las décadas de 1960 y 1970, pero ahora están casi olvidados.
Capitalismo y democracia
Dinámica del régimen
Imaginemos una población que consta de tres tipos de sujetos: trabajadores, burguesía y militares. Todos buscan maximizar sus ingresos, los cuales ellos consumen. Los trabajadores son mayoría. El orden establecido es un sistema político en el que los ingresos de los trabajadores son más bajos que el promedio, mientras que los ingresos de la burguesía son más altos. Supongamos ahora que si los trabajadores obtuvieran el sufragio, lo usarían para generar una igualdad completa, de modo que todos recibieran el mismo ingreso promedio. Para evitar este resultado, la burguesía puede ofrecer a los militares una transferencia de cierta magnitud para reprimir a los trabajadores y mantener bajos los salarios, con algún costo para los militares. Por lo tanto, la burguesía haría una oferta a los militares siempre que sus ingresos fueran aún más altos que el promedio, y los militares lo aceptarían si esta transferencia fuera mayor que su costo de reprimir a los trabajadores. La burguesía hace entonces esta oferta si la desigualdad de ingresos es alta y si reprimir a los trabajadores no es demasiado costoso.
Esta, en pocas palabras, este es el relato que hace Marx de la Francia de 1848-1851. Los trabajadores conquistaron el sufragio, y una manifestación masiva a favor de salarios más altos asustó a la burguesía para que se volviera en busca de protección a Luis Napoleón. Este ganó las elecciones con el apoyo de los campesinos, hizo un autogolpe, y reprimió a los trabajadores.
Ante la amenaza de éstos, la burguesía entendió que “…para mantener intacto su poder social, su poder político debe ser quebrantado; que los individuaos burgueses pueden seguir explotando a otras clases…bajo la condición de que su clase sea condenada junto con las otras clases a la misma nulidad política; que para salvar su bolsa, hay que renunciar a la corona, y que la espada que había de protegerla tiene que pender al mismo tiempo sobre su propia cabeza como la espada de Damocles.” (El Dieciocho Brumario, 56-57)
Marx también considera, aunque rechazándola como «pequeño burguesa», el compromiso de clase, en el que los trabajadores reducirían sus demandas salariales y la burguesía preferiría convivir con ellas en lugar de buscar protección de los militares:
“El carácter peculiar de la socialdemocracia consiste en exigir instituciones democrático-republicanas, no para abolir a la par los dos extremos, capital y trabajo asalariado, sino para atenuar su antítesis y convertirla en armonía.”(Dieciocho Brumario, 42)
Por lo tanto, los trabajadores tienen dos estrategias para elegir: la revolucionaria (aumentar el costo de la represión para los militares), y la socialdemócrata (restringir sus demandas salariales).
Casi toda la problemática de la dinámica del régimen está aquí. De hecho, la mayor parte de la literatura sobre las transiciones de régimen consiste en resolver diferentes variantes de este modelo, examinando cómo la desigualdad económica afecta las posibilidades de que un país se vuelva democrático y de que la democracia sobreviva[18]. El análisis de Marx fue fundamental, y como marco sigue en pie.
Capitalismo y democracia
La conclusión que Marx extrae de los acontecimientos en Francia es este comentario sobre la «constitución burguesa»:
“…mediante el sufragio universal, otorga la posesión del poder político a las clases cuya esclavitud social debe eternizar: al proletariado, a los campesinos, a los pequeñoburgueses. Y a la clase cuyo viejo poder social sanciona, a la burguesía, la priva de las garantías políticas de este poder. Encierra su dominación política en el marco de unas condiciones democráticas que en todo momento son un factor para la victoria de las clases enemigas y ponen en peligro los fundamentos mismos de la sociedad burguesa. Exige de los unos que no avancen, pasando de la emancipaciónpolítica a la social; y de los otros que no retrocedan, pasando de la restauración social a la política.”(Las luchas de clases en Francia, 82-83)
La combinación de democracia y capitalismo es, por tanto, una forma inherentemente inestable de organización de la sociedad, «la república no significa en general más que la forma política de la subversión de la sociedad burguesa y no su forma conservadora de vida, » (Dieciocho Brumario, 20. [En cursivas en el original.]), «…sólo un estado excepcional y espasmódico de cosas…imposible como forma normal de sociedad” (Writings on the Paris Commune, 198).
Donde Marx se equivocó fue respecto a la estructura del conflicto entre trabajadores y capitalistas, la que vio como un juego de suma cero: salarios y ganancias “[S]e hallan en relación inversa. La parte de la que se apropia el capital -la ganancia- aumenta en la misma proporción en que disminuye la parte que le toca al trabajo -el salario-, y viceversa” (“Trabajo asalariado y capital”, En Obras Escogidas [en 3 tomos] Tomo 1, 85. Editorial Progreso. Moscú 1980). Esto es obviamente cierto en el margen, pero luego Marx da un salto fatal:
“…incluso la situación más favorable para la clase obrera, el incremento más rápido posible del capital, por mucho que mejore la vida material del obrero, no suprime el antagonismo entre sus intereses y los intereses del burgués… Ganancia y salario seguirán hallándose, exactamente lo mismo que antes, en razón inversa. (“Trabajo asalariado y capital,” 86. Id. [Cursivas en el original])
Si la burguesía invierte y la economía crece, hay ganancias conjuntas que explotar: tanto las ganancias como los salarios pueden aumentar. Los trabajadores pueden intercambiar los salarios actuales por el empleo y el consumo futuros. No es de extrañar, entonces, que la visión de Marx sobre la incompatibilidad del capitalismo y la democracia resultara ser falsa. En algunos países —específicamente trece— la democracia y el capitalismo coexistieron sin interrupciones durante al menos un siglo, y en muchos otros países durante períodos más cortos, pero no obstante prolongados, la mayoría de los cuales continúan hasta hoy. Los partidos de la clase trabajadora que esperaban abolir la propiedad privada de los recursos productivos se dieron cuenta de que este objetivo era inviable; aprendieron a valorar la democracia y a administrar las economías capitalistas cada vez que las elecciones los llevaron al poder. Los sindicatos, también considerados originalmente como una amenaza mortal para el capitalismo, aprendieron a moderar sus demandas. El resultado fue un compromiso, el “estado de bienestar keynesiano”: los partidos de la clase trabajadora y los sindicatos consintieron en el capitalismo, mientras que los partidos políticos burgueses y las organizaciones de empleadores aceptaron alguna redistribución de la renta. Los gobiernos aprendieron a gestionar este compromiso: regular las condiciones laborales, desarrollar programas de seguridad social e igualar las oportunidades, al mismo tiempo de promover la inversión y contrarrestar los ciclos económicos. Sin embargo, el compromiso fue tenue. Se derrumbó bajo la ofensiva neoliberal de la década de 1980, con consecuencias que aún están por verse[19].
Desigualdad económica y política
Es interesante que en un texto escrito en 1844, Marx ofreció una razón por la cual la igualdad de derechos políticos puede no ser una amenaza mortal para la propiedad:
“El Estado suprime a su modo las diferencias de nacimiento, estamento, cultura, ocupación, declarándolas apolíticas, proclamando por igual a cada miembro del pueblo partícipe de la soberanía popular, sin atender a esas diferencias, tratando todos los elementos de la vida real del pueblo desde el punto de vista del Estado. No obstante el Estado deja que la propiedad privada, la cultura, las ocupaciones actúen a su modo y hagan valer su ser específico.” («Sobre la cuestión judía»)
Cuando ingresan al ámbito de la política como ciudadanos, los individuos se vuelven anónimos. Como ciudadanos no son ricos o pobres, blancos o negros, educados o analfabetos, hombres o mujeres. No tienen cualidades. Pero esto no significa que repentinamete se hayan vuelto iguales. Como individuos, siguen siendo ricos o pobres, educados o no. Siguen estando provistos de recursos desiguales. Y estos recursos son importantes por la influencia que pueden y de hecho ejercen sobre las políticas de los gobiernos. La democracia es un sistema universalista, un juego con reglas abstractas e imparciales. Pero los recursos que los diferentes grupos aportan a este juego son desiguales. Consideremos un partido de baloncesto jugado entre personas que miden dos metros y medio, y personas bajas como yo. El resultado es claro. Cuando los grupos compiten por la influencia política, el poder económico se transforma en poder político, y a su vez el poder político se convierte en un instrumento para el poder económico. Organizados en sindicatos integradores y centralizados, aliados con partidos políticos, los asalariados pueden poner en acción su propia musculatura política, como en Escandinavia. Pero el campo de juego político es desigual en cualquier sociedad económicamente desigual.
La riqueza o los ingresos afectan la influencia política a través de varios canales, con efectos más fuertes o más débiles sobre la desigualdad política. Consideremos simplemente dos mecanismos: (1) incluso teniendo los mismos derechos, algunas personas no disfrutan de las condiciones materiales necesarias para participar en la política; y (2) la competencia entre grupos de interés por la influencia política lleva a los decisores de políticas a favorecer a los contribuyentes más grandes. En primer lugar, la desigualdad política puede surgir en sociedades económicamente desiguales sin que nadie haga nada para aumentar su influencia ni reducir la influencia de otros; simplemente porque algunas personas no gozan de las condiciones materiales necesarias para ejercer sus derechos políticos.
Los derechos para actuar carecen de contenido cuando faltan las condiciones propicias, por lo que la desigualdad de estas condiciones es suficiente para generar una influencia política desigual. En segundo lugar, el dinero se puede utilizar para influir en los resultados de las elecciones, o para influir en las políticas gubernamentales una vez dados los resultados de éstas. Si bien los políticos y los burócratas pueden tener diversas motivaciones, el hecho ineludible es que la política cuesta dinero. Por lo tanto, incluso si todo lo que quieren es ganar las elecciones, los políticos pueden estar dispuestos a vender su influencia política[20]. Y debido a que las personas con altos ingresos tienen más que perder con la redistribución, de lo que las personas con bajos ingresos obtienen de ella, los ricos gastan más dinero en la política.
La igualdad política efectiva no es posible en sociedades social y económicamente desiguales. La igualdad económica no se puede lograr en sociedades políticamente desiguales. Este es un círculo vicioso. El hecho evidente es que la democracia no es eficaz para reducir la desigualdad.
El Estado
La frase a menudo citada de Marx sobre el Estado en el Manifiesto Comunista dice así: “El poder estatal moderno es solo un comité que administra los asuntos comunes de toda la clase burguesa.” (Cap. 1). Las preguntas obvias son cuáles son los “asuntos comunes de toda la clase burguesa”, y por qué el Estado los manejaría. Esta indicación reaparece en varios otros textos donde Marx repite versiones de esta formulación, agregando «contra los abusos tanto de los capitalistas individuales como de los trabajadores». Esta complicación dio lugar a debates intensos y excepcionalmente fructíferos a finales de los sesenta y principios de los setenta.
Marx subraya repetidamente que tanto los capitalistas como los trabajadores compiten entre sí. En nuestro lenguaje contemporáneo, ambos están comprometidos en el dilema del prisionero, buscando sus intereses individuales frente al interés común. Tanto los capitalistas como los trabajadores juegan a dos niveles: uno contra el otro, y contra la otra clase. En esa medida, el interés común de toda la burguesía es contener el peligro que presenta la clase trabajadora, que amenaza tanto las ganancias como el capitalismo.
Los debates sobre la teoría marxista del Estado que se iniciaron con una polémica entre Ralph Miliband y Nicos Poulantzas en 1969, ampliaron radicalmente la lista de problemas que enfrentaba la burguesía[21]. Para entender por qué, debemos regresar. En la teoría de Marx del desarrollo del capitalismo (regresaré sobre esto más adelante), las relaciones capitalistas de producción se reproducen automáticamente, por la mera repetición de actos de producción:
“El proceso capitalista de producción, pues, reproduce por su propio desenvolvimiento la escisión entre fuerza de trabajo y condiciones de trabajo.» (El Capital tomo I, 711). Aunque supuestamente Marx tuvo la intención de escribir en algún momento un cuarto volumen de El Capital, dedicado al Estado, no hay nada que pudiera haber escrito. Según la teoría en los tres volúmenes que sí escribió, el Estado no juega ningún papel en la reproducción del capitalismo. Este supuesto se volvió visiblemente insostenible a medida que el capitalismo atravesaba crisis fiscales, crisis de «desmercantilización» y crisis de legitimación[22]. La teoría que surgió de esos debates, en distintas variantes, sostenía que las condiciones necesarias para que el capitalismo sobreviva no las crea espontáneamente el capitalismo como sistema de producción e intercambio, de modo que si el capitalismo va a permanecer, el Estado debe generar activamente tales condiciones. El papel del Estado consiste en llenar los «vacíos funcionales» del capitalismo.
Pero, ¿por qué el Estado, cubierto por personas seleccionadas mediante elecciones democráticas, incluidas muchas de la izquierda política, manejaría los asuntos comunes de la burguesía contra los asedios de capitalistas individuales así como de trabajadores organizados? Una respuesta fue que el Estado casi siempre está saturado de “hombres provenientes del mundo de los negocios y la propiedad, o de la clase media profesional”[23]. Esta es una respuesta débil, tanto desde el punto de vista empírico como teórico. Otra respuesta, de la que reclamo coautoría, es la “dependencia estructural del Estado respecto del capital”[24]. Dado que las decisiones de inversión privada determinan las posibilidades futuras de consumo y empleo, incluso los gobiernos pro-laboristas deben anticipar las reacciones de los posibles inversores y empleadores a todas sus decisiones. Si bien estas restricciones dejan espacio para elegir políticas particulares, no pueden ir demasiado lejos, poniendo en riesgo la rentabilidad. Pero ninguna de estas respuestas fue dada por Marx, y ninguna es específicamente «marxista»: la primera es compartida por las teorías de la «élite del poder» y la segunda por la economía política neoclásica[25].
Métodos
El individualismo metodológico
Marx siempre interpreta las preferencias individuales desde las posiciones que las personas ocupan en la estructura económica de la sociedad: «Pero aquí solo se trata de personas en la medida en que son la personificación de categorías económicas, portadores de determinadas relaciones e intereses de clase» (El Capital, vol. I, Prefacio a la edición de 1867 [Cursivas en el original]) Y considera únicamente aquellos objetivos que deben buscar como tales. Si los capitalistas no maximizaran las ganancias, serían eliminados por la competencia en el mercado. Como individuos, los capitalistas pueden ser buenos padres, pueden incluso ser revolucionarios (Engels), pero deben maximizar las ganancias; de lo contrario, no seguirán siendo capitalistas. Por lo tanto, a cada instante, quienes sobrevivieron como capitalistas fueron solo aquellos que maximizaron las ganancias, una suposición compartida por los economistas, al menos desde Alchian[26].
Los capitalistas no pueden equivocarse acerca de sus intereses — si lo hacen, desaparecen como capitalistas —, pero los miembros de otras clases sí pueden. Esto es cierto para los trabajadores, cuyo interés «objetivo», «a largo plazo» es abolir el capitalismo, pero que pueden no saberlo; pueden tener «falsa conciencia». Lo mismo ocurre con los artesanos, comerciantes o artesanos autónomos, la «pequeña burguesía», así como con los campesinos. En los análisis históricos, Marx identifica las inclinaciones de todos ellos a partir de sus ideas y acciones; de modo que, por ejemplo, los campesinos ven a Luis Napoleón como su libertador. Pero en la teoría más esquemática de la historia sólo admite dos clases, capitalistas y trabajadores, e imputa a éstos guiarse por sus intereses objetivos. “La pregunta no es que este o aquel proletario, o incluso todo el proletariado, en este momento considere cuál es su objetivo. La pregunta es qué es. . . lo que se verá obligado a hacer” (La Sagrada Familia, 53). “No se trata de lo que este o aquel proletario, o incluso el proletariado en su conjunto, pueda representarse de vez en cuando como meta. Se trata de lo que el proletariado es y de lo que está obligado históricamente a hacer, con arreglo a ese ser suyo.” (La Sagrada Familia 102. Grijalbo, México 1967)
Obviamente, los trabajadores enfrentan un problema de acción colectiva: compiten entre sí por el empleo. Tienen que organizarse para actuar como una colectividad: la «clase en sí» debe transformarse en «clase para sí»:
“Las condiciones económicas primero transformaron a las masas del país en trabajadores…esta masa es, pues, ya una clase frente al capital, pero aún no para sí misma. En la lucha esta masa se une y se constituye en una clase para sí. Los intereses que defiende se convierten en intereses de clase. Pero la lucha de clase contra otra clase es una lucha política.” (Miseria de la filosofía, 295-296. EDAF, Santiago de Chile. Madrid 2004).
Organizar a los trabajadores en un actor colectivo es la misión del partido, cuyo papel, como lo identifica Marx en el Manifiesto Comunista, es «convertir al proletariado en una clase». Nótese que su formulación del problema de la acción colectiva no es la que da Olson: los trabajadores no organizan un partido; más bien, el partido organiza a los trabajadores[27]. Sin embargo, los numerosos intentos de Marx de explicar por qué los trabajadores se unirían para luchar contra el capitalismo siguen siendo puramente exhortaciones. Sucederá en algún momento en el futuro porque debe suceder.
La paradoja central de la teoría de la historia de Marx es que la muerte del capitalismo es una consecuencia necesaria de las leyes de su desarrollo y, sin embargo, requiere una acción revolucionaria de la clase trabajadora. Es una paradoja porque o la muerte del capitalismo es inevitable independientemente de las acciones de esta clase, y entonces ella no tiene ningún papel que desempeñar, o puede ocurrir solo como resultado de una revolución, y luego depende de su acción.
La dinámica del capitalismo
Resumiendo en 1859 sus puntos de vista, Marx escribió:
“En un estadio determinado de su desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes o —lo cual sólo constituye una expresión jurídica de lo mismo— con las relaciones de producción dentro de las cuales se habían estado moviendo hasta ese momento. Esas relaciones se transforman de formas de desarrollo de las fuerzas productivas en ataduras de las mismas. Se inicia entonces una época de revolución social. …Una formación social jamás perece hasta tanto no se hayan desarrollado todas las fuerzas productivas para las cuales resulta ampliamente suficiente, y jamás ocupan su lugar relaciones de producción nuevas y superiores antes de que las condiciones de existencia de las mismas no hayan sido incubadas en el seno de la propia antigua sociedad.”(Contribución a la crítica de la economía política, 4-5. Siglo XXI, México 1980)
Esta es la historia trabajando como un reloj: un sistema institucional funciona exitosamente mientras una mano se apoye detrás de la otra, y se transforma cuando las dos manos coinciden, ni un minuto antes o después. Pero los relojes societales sólo pueden funcionar si alguien empuja las manecillas; como dice Roemer, incluso si los teoremas de las ciencias sociales se refieren a cambios a nivel macro, sus demostraciones deben explicar cómo se generan tales cambios[28].
¿Por qué, entonces, el capitalismo debe ser reemplazado por otra forma de organización social? Para responder a esta pregunta, el lector debe entrar en el peculiar esquema contable de Marx. En su terminología, el capital tiene dos partes: constante (fijo) + variable (trabajo). Viene entonces el supuesto crucial: solo el trabajo genera excedente. Por tanto, plusvalor = capital variable[29], y la producción total es: capital constante + capital variable + excedente. Constantes y variables son insumos que se reproducen en cada ciclo de producción; el excedente es la producción por encima de los costos de reproducción. Ahora consideremos lo que sucede en este esquema contable con la tasa de ganancia, definida como excedente/capital total. Cuando el capital constante es 200 y el capital variable es 100, la tasa de ganancia es 100/(200 + 100) = 0.33. Cuando el capital constante pasa a ser 500, permaneciendo igual el capital variable, la tasa de ganancia desciende a 100/(500 + 100) = 0.166. Cuanto mayor sea el capital constante, dado el capital variable, menor será la tasa de ganancia.
El progreso tecnológico consiste enteramente de una mayor productividad laboral. Y a medida que se utiliza más capital fijo por trabajador[30], el volumen de producción aumenta, pero la tasa de ganancia cae: “El crecimiento gradual del capital constante en relación con el capital variable conduce necesariamente a una caída gradual de la tasa general de ganancia” (El Capital, tomo III, Cap. XIII). Por lo tanto, a medida que pasa el tiempo, el sistema capitalista debe llegar a un estado en el que la tasa de ganancia sea cero: nadie querrá invertir y nadie querrá producir. El sistema debe morir. Hay un momento óptimo para cambiar las instituciones, y los agentes del cambio, los capitalistas, quieren cambiarlas en ese momento. El capitalismo contiene una “contradicción”: su desarrollo conduce necesariamente a su muerte. (Téngase en cuenta que Keynes y Schumpeter pensaron lo mismo, pero por diferentes razones).
¿Ocurre este resultado porque los capitalistas son miopes y no ven que al invertir en capital fijo derribarán el sistema? La respuesta de Marx es que los capitalistas deben competir entre sí:
“…un capitalista que dispone de un capital grande obtiene una masa mayor de ganancia que un pequeño capitalista que perciba ganancias aparentemente altas. . . . Cuando el capitalista más grande quiere hacerse un hueco en el mercado, utiliza [los ingresos] de manera práctica, es decir, deliberadamente baja su tasa de ganancia para empujar al pequeño contra la pared. El capitalista que emplea métodos de producción perfeccionados pero aún no generalizados, vende por debajo del precio comercial, pero por encima de su precio individual de producción.”(El Capital, tomo III, Cap. XIII)
Por tanto, los capitalistas se ven atrapados en el dilema del prisionero: si uno no invierte, los que lo hacen lo expulsarán del mercado; si todos lo hacen, la tasa promedio de ganancia disminuirá.
“Las pérdidas son inevitables para la clase en su conjunto. Pero, ¿qué parte de ellas tiene que soportar cada capitalista? Esto lo decide la fuerza y la astucia; al llegar aquí, la concurrencia se convierte en una lucha entre hermanos enemigos. A partir de este momento se impone el antagonismo entre el interés de cada capitalista individual y el de la clase capitalista en su conjunto, (El Capital, tomo III, Cap. XIII)
Es notable que los trabajadores no desempeñen ningún papel en el desarrollo o la caída del capitalismo. Pueden acelerar la caída organizándose, pero el capitalismo caerá tarde o temprano, hagan lo que hagan. (El Capital, vol. II, cap. X)
En síntesis, la teoría de Marx afirma que el sistema capitalista debe marchitarse debido al proceso dinámico que él mismo genera. Tal como la entiendo, esta es la primera teoría dinámica del cambio institucional endógeno, que apenas ha sido superada en la actualidad[31]. Los supuestos, en particular que el progreso técnico siempre ahorra trabajo, son erróneos y llevan a conclusiones incorrectas. Más aun, a la luz de la teoría moderna de los juegos dinámicos, es necesario preguntarse por qué los capitalistas no se confabulan para escapar de las garras del dilema del prisionero. Pero esto es mucho menos mecánico que algunos libros recientes que llevan el mismo título. De hecho, el desarrollo del capitalismo sigue siendo poco conocido.
Haciendo un balance
Con frecuencia las intuiciones de Marx son potentes, pero algunos de sus análisis son erróneos, algunos correctos pero superados, algunos seminales pero aun insuficientemente explorados, y algunos abandonados. Poca gente lee a Marx en estos días. ¿Deberían hacerlo?
La pregunta va más allá de Marx. Los científicos sociales profesionales no leen casi nada que se haya escrito más de unos cuantos años atrás. De hecho, leer artículos que ya están publicados significa que uno está detrás de la frontera del conocimiento. Si las ciencias sociales son verdaderamente acumulativas, entonces leer “los clásicos” es solo una pérdida de tiempo: todo lo que dijeron está contenido y superado por los escritos más recientes. Pero en las fronteras del conocimiento hacemos pequeñas preguntas: modificamos los supuestos, o volvemos a poner a prueba teorías comúnmente compartidas con mejores datos. Solo cuando aparecen anomalías importantes comenzamos a preguntarnos qué salió mal, a repensar todo el «paradigma». Aquí es cuando volvemos a las grandes preguntas, antes de que se hubieran introducido todos los matices y sutilezas.
Para traer esta excursión abstracta en la filosofía de la ciencia de regreso a Marx, consideremos nuevamente la desigualdad económica. Estudiamos con avidez los efectos de diversas políticas en la distribución del ingreso, solo para descubrir que algunas de ellas son más o menos efectivas, pero que nunca aportan mucho. ¿Por qué? Creo que la principal razón para volver hoy a Marx es su insistencia en la importancia de la estructura de la propiedad en la configuración de la distribución del ingreso. Aunque los socialistas aprendieron a convivir con el capitalismo, y aunque en algunos países han tenido un éxito razonable en mitigar la desigualdad de ingresos y generar crecimiento, el proyecto político de imponer tributos y proporcionar servicios sociales llegó a su límite en la década de 1970. En Suecia, donde se originó todo el proyecto y donde estaba más avanzado, los socialdemócratas intentaron extenderlo en la década de 1970 dando a los trabajadores una voz en la organización de la producción («codeterminación») e introduciendo cierta propiedad pública de las empresas («fondos de ganancia de los salarios”), pero ninguna de las reformas fue muy lejos[32]. La ley newtoniana del capitalismo es que la desigualdad aumenta constantemente a menos que su aumento sea contrarrestado por acciones recurrentes y vigorosas de los gobiernos. El proyecto socialdemócrata iba a alimentar las causas de la desigualdad y contrarrestar sus efectos, y perdió fuerza.
No estoy argumentando contra la asignación de recursos por parte del mercado: con todas sus ineficiencias, los mercados son el mecanismo de asignación de recursos más conocido que conocemos. A donde Marx nos dirige es a repensar la estructura de propiedad y la correspondiente distribución de poder dentro de las empresas. Las discusiones sobre el «socialismo de mercado» surgen de vez en cuando, cada vez que el proyecto socialdemócrata fracasa[33]. La pregunta es si las empresas con diferentes estructuras de propiedad (propiedad de los empleados, propiedad parcial de los empleados, propiedad pública, propiedad del Estado), que están expuestas a restricciones competitivas, generarían mayores ingresos y más satisfacción laboral, y si una combinación de tales formas de propiedad generaría un mayor bienestar social que las empresas privadas. No pretendo tener las respuestas, pero comparto la convicción de Roemer de que es sobre esto que deberíamos estar pensando[34]. Aumentar los impuestos sobre los altos ingresos o la riqueza, para redistribuir o apoyar los servicios públicos, es atractivo y debería ser fácil en un país tan desigual como Estados Unidos: un impuesto del 2% sobre las grandes fortunas financiaría mucho de lo que mucha gente necesita con urgencia. Pero la mitigación no es transformación, y sin transformar las relaciones de propiedad, la necesidad de mitigar la desigualdad es eterna.
Ahora que he dado mi razón para leer a Marx, me doy cuenta de que no todo el mundo lo lee de la misma manera. Algunos ignoran su materialismo. Recientemente, la «dominación» se ha tornado en cultural, casi completamente abstraída de sus bases materiales, y expandida a todas las relaciones sociales. La dominación de las mujeres se manifiesta en que se les paga menos que a los hombres cuando realizan los mismos trabajos, pero no en las muchas mujeres que ganan un salario mínimo mientras que las ejecutivas ganan 300 veces más. No soy marxista hasta el punto de creer que el género y otras formas de discriminación sean causadas solo por el capitalismo. Son «excesos», en el lenguaje de Marcuse. Pero ignorar las relaciones económicas deforma nuestra perspectiva. Para Marx, los dominados comían pan; en el «marxismo cultural» de hoy, se alimentan de «dignidad». Sin embargo, no se puede comer dignidad y la gente tiene que comer para actuar.
“…debemos comenzar señalando que la primera premisa de toda existencia humana y también, por tanto, de toda historia, es que los hombres se hallen, para «hacer historia», en condiciones de poder vivir. Ahora bien, para vivir hace falta comer, beber, alojarse bajo un techo, vestirse y algunas cosas más…Por consiguiente, lo primero, en toda concepción histórica… es observar este hecho fundamental en toda su significación y en todo su alcance, y colocarlo en el lugar que le corresponde.”(La ideología alemana 28)
Este tema nos remite a los puntos de vista de Marx sobre la relación entre las condiciones materiales y la conciencia, sobre la que a veces fue bastante sutil, pero a veces totalmente mecánico. No entro en este tema porque todo lo que Marx tenía que decir fue superado por Gramsci, quien creo que lo hizo bien[35]. Desafortunadamente, el «marxismo cultural» hace lo mismo con Gramsci que con Marx, ignorando su insistencia en que cualquier ideología, para ser eficaz en la orientación de las acciones de las personas, debe estar fundamentada en las condiciones materiales, en la “experiencia vivida”. La lección de Marx es que cualquier análisis de la vida bajo el capitalismo debe partir de las condiciones materiales. El aporte de Gramsci es que no debe terminar ahí, pero requiere comenzar allí. Por eso, algo de lo que pasa estos días con la izquierda me llena de horror.
Reconocimientos
Agradezco por sus comentarios a Pierre Birnbaum, Martin Castillo, Zhiyuan Cui, Joanne Fox-Przeworski, Alex Hicks, Fernando Limongi, Jose María Maravall, David Plotke, Molly Przeworski, John Roemer, Ignacio Sanchez-Cuenca, y Jerzy J. Wiatr.
Declaración de intereses en conflicto
El autor declaró no tener ningún conflicto de intereses potencial con respecto a la investigación, autoría y/o publicación de este artículo.
Financiamiento
El autor no recibió ningún apoyo económico para la investigación, autoría y/o publicación de este artículo.
Acerca del autor
Adam Przeworski (ap3@nyu.edu) es Carrol y Milton Professor Emeritus de Política en la New York University. Anteriormente enseñó en la Universidad de Chicago y ha sido profesor visitante en India, Chile, Francia, Alemania, España y Suiza. Desde 1991 es miembro de la Academia Estadounidense de Artes y Ciencias, ha recibido el premio Socialist Review Book Award de 1985, el premio Gregory M. Luebbert Article Award de 1998, el premio Woodrow Wilson de 2001, el premio Lawrence Longley Article Award de 2010, el Sakip 2018 Premio Internacional Sabanci, y Premio Juan Linz 2018. En 2010 recibió el premio Johan Skytte. Recientemente publicó Why Bother with Elections? (Polity Press, 2018) y Crises of Democracy (Cambridge University Press, 2019).
Traducción: Alberto Gonzales-Zúñiga Guzmán
Revisión y edición: Guillermo Rochabrún
Este artículo fue publicado online por la revista Politics and Society el 16 de setiembre del 2020. Su publicación en este medio cuenta con la autorización del autor.
Para correspondencia con el autor: Adam Przeworski, Departamento de Política, New York University, 19 West 4th Street, Nueva York, NY 10012, EE. UU. Correo electrónico: ap3@nyu.edu
[1] También hubo numerosos marxistas que se adhirieron rígidamente a la ortodoxia, ya sea por motivaciones ideológicas u oportunistas. No vale la pena mencionarlos.
[2] Las obras de Shaff traducidas al castellano incluyen, entre otras Introducción a la semántica, 1960; Filosofía del Hombre (Marx o Sartre), 1963); Ensayos sobre filosofía del lenguaje (1968). Escribí mi primer artículo para su seminario y fui su asistente como estudiante de tercer año. [Así también, La teoría de la verdad en el materialismo y el idealismo (1951), Marxismo e individuo humano (1965), e Historia y Verdad (1971). (N. del E.)]
[3] . Baczko participó en el debate inicial con una salva, en 1951, contra el principal lógico de la época, Tadeusz Kotarbiński, pero se volvió profundamente escéptico, tal vez desilusionado, cuando fue mi maestro en 1958. Yo me encontraba muy influenciado por su apasionada combinación de compromiso y escepticismo, y escribí mi tesis de maestría bajo su dirección. Se hizo conocido internacionalmente por su trabajo sobre la Revolución Francesa y sobre Rousseau. Bronisław Baczko, Ending the Terror: The French Revolution after Robespierre (Cambridge: Cambridge University Press; París: Editions de la maison des sciences de l’homme, 1994); Bronisław Baczko, Lumieres de l’utopie (París: Payot, 2001). Kołakowski no necesita presentación, pero debe destacarse que, como Baczko, se desplazó desde el estalinismo. Cuando tomé un curso con él, estaba trabajando sobre el positivismo y publicó ese trabajo por primera vez en inglés como The Alienation of Reason: A History of Positivist Thought, Norbert Guterman, trad. (Nueva York: Doubleday, 1966), y más tarde como Positivist Philosophy from Hume to the Vienna Circle (Londres: Pelican Books, 1972).
[4] El libro de Stanisław Ossowski de 1957, publicado en castellano como Estructura de clases y conciencia social (Editorial Diez, Buenos Aires 1972) planteó un gran desafío para los marxistas al argumentar que las posiciones objetivas de clase pueden no reflejarse en la identificación de clase subjetiva. El trabajo más conocido de Maria Ossowski incluye Moralność mieszczańska de 1956, publicado en inglés como Bourgeois Morality (Londres: Routledge & Kegan Paul, 1986), y Socjologia moralności: zarys zagadnień de 1963, publicado en inglés como Social Determinants of Moral Ideas (Londres: Routledge y Kegan Paul, 1971).
[5] Fue el primer sociólogo polaco en publicar en una revista estadounidense bajo el comunismo, «Egalitarian Attitudes of Warsaw Students», American Sociological Review 25 (1960): 219–31. Para su homenaje a Ossowski, véase Stefan Nowak, “Stanisław Ossowski as a Sociologist”, Polish Sociological Bulletin 1 (1974): 13-26.
[6] Malewski falleció en 1963, habiendo sido coautor, con Jerzy Topolski, de Studia z metologii historii [Estudios en metodología de la historia] (Warsawa: Panstwowe Wydawnictwo Naukowe, 1960).
[7] Ajdukiewicz obtuvo reconocimiento internacional por sus artículos publicados ya en la década de 1920. Un resumen de sus puntos de vista maduros se publicó como Kazimierz Ajdukiewicz, Problems and Theories of Philosophy, H. Skolimowski y A. Quinton, trad. (Cambridge: Cambridge University Press, 1975). [Una versión portuguesa se publicó como Problemas e Teorias da Filosofia. Livraria Editora Ciencias Humanas, 1979] Hice su curso de dos años de lógica matemática, que me preparó para aprender nuevos desarrollos metodológicos a lo largo de toda mi vida.
[8] En 1963 se publicó una colección de sus artículos en polaco: Studia o marksowskiej teorii spoleczeństwa [Estudios sobre la teoría marxista de la sociedad] (Warsawa: Wydawnictwo Naukowe PWN, 1963). Hochfeld también editó una revista, Studia Socjologiczno-Polityczne.
[9] Para el homenaje de Bauman a Hochfeld, véase Zygmunt Bauman, «In Memory of Julian Hochfeld (1911-1966)», Polish Sociological Bulletin 14 (1966): 5-7. A pesar de su tono polémico, el libro de Bauman de 1961 Z zagadnień współczesnej socjologii amerykańskiej [Cuestiones de la sociología americana moderna] (Warszawa: Książka i Wiedza, 1962) abrió la puerta a su influencia en Przeworski. Bauman también fue influyente al presentar a Polonia a Antonio Gramsci, sobre quien reflexionó en 2001: “Gramsci, paradójicamente, me protegió de convertirme en antimarxista, lo que les sucedió a muchos otros estudiosos decepcionados, que con un gesto rechazaron lo que en el pensamiento de Marx era entonces, y sigue siendo, valioso». “Conversation I”, en Zygmunt Bauman y Keith Tester, Conversations with Zygmunt Bauman (Londres: Polity, 2001), 26. Wesołowski fue la figura central en los debates sobre la estratificación social, con un libro publicado en polaco en 1964 y publicado en inglés como Wesołowski Classes, Strata and Power (RLE Social Theory). Londres: Routledge, 1979. Wiatr era el más cercano a un científico político que a un sociólogo en este grupo. Llevó a cabo un estudio pionero de las elecciones de 1957 en Polonia, publicado en inglés como «Elections and Voting Behavior in Poland», en A. Ranney, ed., Behavioural Study of Politics (Urbana: University of Illinois Press, 1961). No lo conocía bien en ese momento, pero me convertí en su asistente en la Academia de Ciencias de Polonia en 1964, y mantuvimos una amistad de por vida
[10] John E. Roemer, editor, El marxismo: una perspectiva analítica. México D.F.: Fondo de Cultura Económica.); Jon Elster, Making Sense of Marx. Studies in Marxism and Social Theory (New York: Cambridge University Press, 1985).G. A. Cohen, La teoría de la historia de Karl Marx: una defensa (Siglo XXI, Madrid 1986); John A. Roemer, Teoría general de la explotación y de las clases (Siglo XXI, Madrid 1989); y Adam Przeworski, Capitalismo y socialdemocracia (Alianza Editorial, Madrid, 1988).
[11] Los detalles de la publicación de todas las obras de Karl Marx a las que se hace referencia en el texto se pueden encontrar en el Cuadro I.
[12] Adam Przeworski The State and the Economy Under Capitalism. A monograph in Jacques Lesourne and Hugo Sonnenscheim, editors, Fundamentals of pure and applied economics. encyclopaedia of economics, Har-wood Academic Publishers, Chur); Adam Przeworski States and Markets: a primer in political economy, Cambridge University Press, New York).
[13] Adam Przeworski, «Intereses materiales, compromiso de clase y la transición al socialismo», en Roemer, ed., El marxismo: una perspectiva analítica.
[14] Herbert Marcuse, Eros y civilización (Joaquín Moritz, México 1965).
[15] Carl Shapiro y Joseph E. Stiglitz, “Equilibrium Unemployment as a Worker Disciplining Device”, American Economic Review 74 (1986): 433–44.
[16] Agnes Heller, Teoría de las necesidades en Marx (Península, Barcelona 1978).
[17] Normal O. Brown, Life Against Death: The Psychoanalytical Meaning of History (Nueva York: Vintage Books, 1959).
[18] Véase Daron Acemoglu y James A. Robinson, Economic Origins of Dictatorship and Democracy (Nueva York: Cambridge University Press, 2006), o Carles Boix, Democracy and Redistribution (Nueva York: Cambridge University Press, 2003).
[20] Gene M. Grossman y Elhanan Helpman, Special Interest Politics (Cambridge, MA: MIT Press, 2001).
[21] Ralph Miliband [1969], El estado en la sociedad capitalista (México: Imago Mundi 1991); Nicos Poulantzas, » El problema del Estado capitalista.” Horacio Tarcus (Eds), Debates sobre el Estado capitalista (pp. 71-90). Buenos Aires: Imago Mundi.; Ralph Miliband, “Replica a Nicos Poulantzas [1970]. En Horacio Tarcus (Eds), Op. Cit. (pp. 91-103). Nicos Poulantzas, Poder politico y clases sociales en el Estado Capitalista [1968] (Siglo XXI, México D.F., 1978).
[22] James O’Connor [1973], La crisis fiscal del Estado (Península, Barcelona. 1981); Claus Offe, Disorganized Capitalism (Cambridge, MA: MIT Press, 1985); Jurgen Habermas, Problemas de legitimación en el capitalismo tardío. Madrid: Cátedra 1989.
[23] Miliband, El Estado en la sociedad capitalista, pág. 66.
[24] Adam Przeworski y Michael Wallerstein, «Structural Dependence of the State on Capital», American Political Science Review 82 (1988): 11-30.
[25] Robert J. Barro, “Gasto del gobierno en un modelo simple de crecimiento endógeno”, Journal of Political Economy 98 (1990): S103 – S126; Giuseppe Bertola, “Factor Shares and Savings in Endogenous Growth”, American Economic Review 83, no. 5 (1993): 1184–98; Giuseppe Bertola, “Factor Shares in OLG Models of Growth”, European Economic Review 40, no. 8 (1996): 1541–60.
[26] Armen A. Alchian, «Uncertainty, Evolution, and Economic Theory», Journal of Political Economy 58 (1950): 211-22.
[27] Mancur Olson [1965], La lógica de la acción colectiva. Bienes públicos y la teoría de grupos. Noriega Editores. México D.F., 1992.
[28] Roemer, ed., «Introducción» a El marxismo: una perspectiva analítica.
[29] [Esta igualdad conduce a una tasa de plusvalor (p/v x 100) de 100%. La tasa de ganancia que se ejemplifica a continuación se basa en esta proporción. Pero la relación cuantitativa entre p y v no tiene por qué ser ésta. Se trata solamente de un ejemplo numérico entre muchos otros igualmente posibles. De todos modos la exposición de Przeworski no depende de esta circunstancia. N. del Ed.]
[30] [Przeworski dice “capital fijo”, el cual es conceptualmente muy distinto del “capital constante”. Este último es el término pertinente, como se puede ver en la cita de Marx en los renglones siguientes. N. del Ed.]
[31] Pero véase: Oded Galor, Unified Growth Theory (Princeton, NJ: Princeton University Press, 2011), y Nils-Peter Lagerlof, «The Roads to and from Serfdom» (documento de trabajo, Departamento de Economía, Universidad de Concordia, Montreal, 2002).
[32] Véase Jonas Pontusson, The Limits of Social Democracy: Investment Politics in Sweden (Ithaca, NY: Cornell University Press, 1994).
[33] Benjamin Ward, “The Firm in Illyria: Market Syndicalism”, American Economic Review 48 (1957): 566–89; Alec Nove, La economía del socialismo factible [1983] (Siglo XXI, Madrid 1998); Jon Elster y Karl Ove Moene, eds. [1989], Alternativas al capitalismo (Ministerio de Empleo y Seguridad Social, Madrid 1993).
[34] John E. Roemer, “What Is Socialism Today? Conceptions of a Cooperative Economy”. Cowles Foundation Discussion Paper No. 2220, enero 2020).
[35] Antonio Gramsci, Cuadernos de la Cárcel. (Edición crítica del Instituto Gramsci a cargo de Valentino Gerratana). Ediciones Era. México D.F. 1999. Para conocer mi comprensión de Gramsci, véase Przeworski, Capitalismo y Socialdemocracia, cap. 4.
A mediados de la década de 1860, mientras un ansioso y enfermo Karl Marx trabajaba en el ensayo de 30 páginas que se convertiría en Das Kapital, su hija Eleanor, “Tussy”, jugaba debajo de su escritorio. Con sus muñecas, gatitos y cachorros, Tussy convirtió el estudio del sabio en su sala de juegos. De vez en cuando, Marx se tomaba un descanso de su «libro gordo» (como Friedrich Engels, el amigo de la familia y mecenas, llamaba al creciente montón de páginas) para elaborar un cuento infantil y recitarlo a su hija. Seguir leyendo «El Marx mortal»→
Dentro de unas semanas, Chile vivirá una de las elecciones más importantes de su historia política cuando se elijan 155 representantes (elegidos bajo criterios de “paridad de género” y con cupos reservados para pueblos originarios) que asumirán la tarea de deliberar una nueva carta constitucional que, posteriormente, deberá ser sometida a votación popular para su ratificación. Seguir leyendo «Chile y los desafíos de la democracia»→
Presentación a la edición brasileña del libro de Axel Honneth
Axel Honneth, uno de los nombres más importantes de la teoría crítica en la actualidad, presenta en el libro Reificación: un estudio de la teoría del reconocimiento una propuesta sumamente desafiante, innovadora y original. Su objetivo es enfatizar la actualidad del concepto de reificación -central en la historia de la teoría crítica-, para ayudar a comprender las formas actuales de dominación social.
Pero en la visión honnethiana, el concepto revela su potencial crítico por la capacidad de abarcar modos de dominación muy peculiares, no solo vinculados a fenómenos extremos de violencia y coerción (como en guerras y genocidios), sino también vinculados al comportamiento cotidiano (en el entorno familiar, en el mercado laboral, en las relaciones amorosas mediadas por las redes sociales, etc.), y casos más latentes aunque sistemáticos de falta de respeto (Honneth señala ejemplos de racismo y discriminación contra personas, grupos y minorías).
Dicho de manera más elaborada, Honneth busca mostrar en el libro que, con la ayuda de su “teoría del reconocimiento”, podemos usar nuevamente el concepto de reificación para aprehender diversas y complejas experiencias de subjetivación. Y el autor sabe que, para tener éxito en esta actualización conceptual de la cosificación, es necesario reconstruir aspectos decisivos de la constitución y de la fundamentación teórica involucrada. ¿Pero cuáles han sido las referencias de la tradición intelectual conocida como teoría crítica, en relación al concepto de cosificación?
A pesar de su uso extendido, y en gran medida diverso, el concepto de reificación siempre ha buscado destacar la negatividad de ciertos procesos sociales. Sin duda, originalmente la reificación correspondía a las experiencias laborales diagnosticadas en torno a la Revolución Industrial, o a las crisis económicas y sociales que, desde finales de la década de 1920, asolaron Estados Unidos y Europa. También se vinculó a la visión correlativa de la modernización social, estructurada en general por un propósito racional y calculador, que somete el comportamiento humano a actitudes meramente instrumentales, y por tanto impide formas de autonomía y de crítica por parte de los sujetos.
Fue Georg Lukács quien, en su libro de 1923 Historia y conciencia de clase, logró caracterizar este concepto clave a través de una importante combinación de temas tomados de autores como Karl Marx y Max Weber. Lukács influyó decisivamente en la recepción marxista de la teoría weberiana de la «racionalización» como una expresión ampliada de la cosificación social. Y el desarrollo posterior del concepto estuvo marcado por su grado de racionalización y generalización: los principales nombres de la teoría crítica -entre los que están Max Horkheimer, Theodor Adorno y Jürgen Habermas- identificaron en sus diagnósticos fenómenos de cosificación cada vez más amplios o diversos, a los que las sociedades racionales modernas estaban sometidas.
La actualización del concepto de reificación emprendida por Honneth comparte con esta escuela de pensamiento la idea de que la teoría crítica aún tiene la tarea de comprender las formas de dominación inscritas en nuestras prácticas sociales. Pero el interés crítico-emancipatorio original de la teoría debe realizarse hoy a través de nuevos medios conceptuales, de nuevas estrategias teóricas de fundamentación, y de la observación empírica de nuevos fenómenos.
Si por un lado, esto significa aceptar que estamos ante la continua expansión de las expresiones de reificación (amplificación claramente observada entre los autores antes mencionados), por otro lado Honneth evita que su actualización dependa del concepto de “racionalización”: sólo podemos seguir utilizando hoy el concepto de reificación para explicar formas de dominación y subjetivación socialmente comprensibles, si abandonamos la idea central, decisiva para casi toda la teoría crítica de Lukács hasta la fecha, de la “racionalización como reificación”.
Desde el primer momento, el esfuerzo por actualizar el concepto de reificación indica que la estrategia de cimentación que utilizó Lukács resultaría hoy insatisfactoria para una comprensión crítica más adecuada de los procesos sociales en su complejidad. Al situar el fenómeno de la reificación como consecuencia del «fetichismo de la mercancía», Marx tenía ya ante sus ojos la experiencia de un capitalismo relativamente avanzado, como el que surgió en Europa en el siglo XVIII, en el que los procesos de producción, llevados a un alto grado de desarrollo, crearían relaciones impersonales de socialización.
Siguiendo a Marx, Lukács también partió fundamentalmente del fenómeno de la expansión del intercambio de mercancías para sustentar la tesis central sobre la causa social del incremento de la reificación. Tan pronto como los sujetos comenzasen a regular sus relaciones con otros hombres principalmente a través del intercambio equivalente de mercancías, se verían obligados a relacionarse con el mundo que los rodea y con las otras personas adoptando una actitud cosificante. Los sujetos que viven inmersos en el proceso de reificación resultante de las sociedades capitalistas, percibirían los elementos de una situación dada sólo desde el punto de vista del beneficio que podrían conseguir según su propio cálculo utilitario egoísta.
Es en este sentido que, por un lado, el fenómeno de la reificación deriva esencialmente de la cuestión del fetichismo de la mercancía. Por otro lado, sin embargo, el diagnóstico sobre la generalización de la reificación en el capitalismo moderno sólo adquiere un fundamento adecuado cuando Lukács une la tesis marxista del fetichismo a la tesis weberiana de la racionalización: en la modernidad la racionalización ha extendido a otras esferas sociales (no solo la económica) el patrón de modos de comportamiento indiferentes y egoístas, desarrollando la producción de acciones cosificadoras.
Para Lukács, esta influencia decisiva del fenómeno de la reificación en el conjunto de la sociedad se daría en tres dimensiones. En el intercambio de mercancías, los sujetos se ven forzados recíprocamente a percibir los objetos existentes en el mundo que los rodea sólo como «cosas» potencialmente rentables. También ven a su contraparte en la interacción social simplemente como el «objeto» de una transacción lucrativa; además, no consideran sus propias facultades y cualidades personales desde el punto de vista de la autorrealización, sino sólo como «recursos» objetivos para el cálculo de las oportunidades de lucro. Todas las relaciones se abstraen en su singularidad cuando se integran en un principio de racionalización basado en el cálculo. Aunque podemos encontrar diferentes matices entre las tres dimensiones (la del mundo objetivo, de la sociedad, y del propio “yo”), Honneth observa que el análisis de Lukács se concentraría en una ontología de fenómenos estrictamente capitalistas, de los que resultaría todo el proceso social.
La dificultad, según Honneth, no consistiría en la pretensión de analizar los momentos de la reificación en los comportamientos más simples de la vida cotidiana, sino en la pretensión de analizarlos como cantidades económicamente utilizables, sin tener en cuenta el que está relacionado con objetos del mundo circundante, con otras personas o con sus propias habilidades y sentimientos. En otras palabras, la representación de la reificación como “segunda naturaleza” tendría que abarcar nuevos fenómenos cuando precisamente se trasladara a esferas de acción no económicas, y cuando se investigara desde la dinámica de interacciones sociales consideradas intersubjetivamente.
Entonces, ¿dónde tendríamos que mirar en el propio análisis de Lukács, para emprender una reformulación del concepto de cosificación? Honneth cree que lo más importante sería considerar los análisis lukacsianos que se centran en las transformaciones y cambios de comportamiento que experimentan los propios sujetos: sería posible notar en el propio Lukács elementos que permiten identificar comportamientos típicos en los que los sujetos ya no participarían activamente en los procesos de su mundo circundante, sino que se colocarían en la perspectiva de un observador neutral que no se ve afectado psíquica o existencialmente por los eventos.
Así, el propio Lukács ya demostraría de alguna manera que el sujeto que adopta el rol de intercambiante empieza a comportarse como un espectador meramente contemplativo e indiferente, y este tipo de comportamiento o patrón de acción podría encontrarse en varias otras dimensiones intersubjetivas, no limitadas a los fenómenos de intercambio en el mercado capitalista o al ámbito de la producción: las actitudes consideradas cosificantes, extienden a otros dominios de socialización conductas indiferentes, pasivas y meramente contemplativas, en contraposición a las actitudes comprometidas y participativas en las interacciones sociales entre seres humanos.
Con la palabra “contemplación”, explica Honneth, quiere subrayar aquí no tanto una postura de introspección teórica, sino una actitud de observación indulgente y pasiva; y la «indiferencia» debe significar que el sujeto agente ya no se ve afectado existencialmente por los hechos, pero también que, incluso al observarlos, no se relaciona con ellos mostrando ningún tipo de interés o compromiso. Por tanto, bajo el término reificación Lukács entendería el hábito o costumbre que corresponde a un comportamiento meramente contemplativo, en cuya perspectiva el mundo natural circundante, el mundo de las relaciones sociales y el potencial constitutivo de la personalidad, serían aprehendidos solo con indiferencia y de manera afectivamente neutra; es decir, como si poseyeran las cualidades de una “cosa”.
Pero según Honneth, aún queda por investigar un paso decisivo. Si Lukács se refiere a un comportamiento anómalo, que puede caracterizarse como una distorsión -por así decirlo-, de la actitud comprometida de los sujetos en sus relaciones intersubjetivas, entonces ciertamente su teoría también presupone algo como una praxis genuina, a partir de la cual las formas cosificantes de acción pueden compararse y criticarse. Honneth subraya así aquellos pasajes del texto de Lukács donde se atribuye al sujeto activo y cooperativo una praxis humana original y verdadera, pero que sufre una cierta transformación, motivada por diversas limitaciones sociales, por lo que el carácter comprometido de la conducta se torna contemplativo e indiferente. En otras palabras, Lukács parece tener que asumir una forma comprometida de praxis humana, de la que podemos distinguir la reificación como una praxis deficiente.
El mantenimiento de esta diferencia constitutiva entre dos formas de praxis humana -la comprometida y la cosificada- es fundamental para que la teoría conserve un punto de vista crítico inmanente a las prácticas sociales mismas. Sin embargo, aunque Lukács no fusiona la oposición entre la conducta cosificadora y la praxis comprometida con alguna perspectiva moral, tampoco permite esclarecer el presunto punto de vista normativo que orienta su denuncia de la reificación social basada en esa diferenciación. La explicación de este punto de vista normativo que opera sobre el concepto de reificación, será una de las principales tareas de la reformulación crítica de Honneth.
En lugar de pensar en la reificación sólo según la descripción de la producción alienada del objeto por un sujeto que ha sido excluido del colectivo, Honneth insiste en utilizar los pasajes del texto de Lukács en los que la presunta praxis genuina se entiende como una actitud intersubjetiva. Lukács también estaría preocupado por la cualidad intersubjetiva que precede a los comportamientos, y que en el corazón de su argumento forma el patrón que servirá de contraste para la determinación de una praxis reificante. El punto de vista intersubjetivo puede así brindar una medida a partir de la cual podríamos diagnosticar que el intercambio de mercancías daría lugar a una pérdida de interés y participación de los sujetos; es decir, permitiría contrastar una actitud intersubjetiva y la determinación de una praxis reificante. Ahora, es precisamente esta actitud intersubjetiva -caracterizada por la participación comprometida y el compromiso existencial, en contraste con la mera contemplación e indiferencia- la que Honneth fundamentará, sobre la base de su teoría del reconocimiento.
El papel de la categoría de reconocimiento en el argumento de Honneth consiste en cumplir con un supuesto importante no desarrollado por Lukács. No quedaría claro a partir de la base lukacsiana en qué se asienta la primacía de esta praxis participativa originaria, que se perdería en el momento en que el sujeto comience a comportarse de forma cosificada. Para llenar este vacío en el razonamiento, esta disposición previa al compromiso debería gozar de una primacía tanto ontogenética como conceptual, de modo que la reificación pudiera, por un lado, ser descrita como distorsión de una praxis genuina, y por el otro hacer posible, junto con su diagnóstico, también su crítica y superación.
Honneth, utilizando conceptos ya presentes en Martin Heidegger y John Dewey, busca fundamentar la tesis de que, en la relación del sujeto consigo mismo y con su entorno, una postura de reconocimiento tiene precedencia ontogenética y categorial en comparación con todas las demás actitudes. Toda aprehensión de la realidad estaría ligada a una forma de experiencia en la que todos los datos existentes sobre una situación serían, en principio, cualitativamente accesibles desde la perspectiva de la participación afectiva. Honneth interpreta este tipo de experiencia cualitativa, proveniente de todas nuestras experiencias, como una característica esencial de proximidad, de no distanciamiento, y de compromiso práctico con el mundo; es decir, como una interacción primaria opuesta a la actitud egocéntrica, egocéntrica y neutra. Por tanto, el reconocimiento expresaría esta original forma de relación y preocupación existencial con el mundo que solo un acto de distanciamiento e indiferencia podría separar.
De ahí que, a las formas de acción sensibles al reconocimiento, podemos oponer conductas en las que ya no están presentes las huellas del reconocimiento previo. La conducta meramente contemplativa u observadora se caracteriza por la indiferencia cuando ya no somos conscientes de su dependencia del reconocimiento previo. En este caso, el mundo social aparece como una totalidad de objetos meramente observables en los que faltarían motivaciones existenciales y sensaciones psíquicas afectivas: así, desarrollamos una tendencia a olvidar que el reconocimiento sería constitutivo de las experiencias intersubjetivas, y a percibir a otros hombres simplemente como objetos cuanto más nos acostumbramos a dejar de lado todo vestigio de un compromiso afectivo.
Según Honneth podemos llamar reificación a este olvido del reconocimiento, si entendemos con ello el proceso por el cual, en nuestro conocimiento de otros seres humanos y en la forma en que interactuamos con ellos, ya no somos conscientes de que ambos son tributarios de un compromiso y reconocimiento previos. Es este momento de olvido, entendido como una especie de “amnesia”, que Honneth destaca como una nueva determinación del concepto de reificación. En la medida en que, en el proceso de interacción social, perdemos la disposición original de reconocimiento, desarrollamos una percepción cosificada en la que el mundo intersubjetivo es aprehendido solo con indiferencia y de manera afectivamente neutra.
Si el núcleo de la reificación reside en el descuido del reconocimiento, entonces la tarea fundamental de la teoría crítica será buscar sus fuentes sociales en las prácticas y mecanismos que posibilitan y perpetúan sistemáticamente tal olvido. En el caso de Lukács en particular, las coacciones económicas podrían conducir a la negación de los rasgos propiamente humanos de las personas. Su mirada estaba tan orientada hacia los efectos del intercambio capitalista de mercancías, que no consideró otras fuentes sociales de reificación.
Sin embargo, para Honneth los seres humanos pueden adoptar en diversas ocasiones una conducta cosificadora al perder de vista el reconocimiento previo, y esto en razón de dos causas generales: al formar parte de una praxis social en la que la mera observación del otro se convirtió en un fin en sí mismo, extinguiendo toda conciencia del compromiso existencial de la socialización precedente; o al encauzar sus acciones a través de un sistema ideológico de convicciones que es cosificante, forzando hacia la posterior negación del reconocimiento originario.
La traducción que el público brasileño ahora tiene ahora en sus manos consiste en la edición ampliada, que además del texto original de Honneth, incluye tanto las críticas de Judith Butler, Raymond Geuss y Jonathan Lear a la actualización honnethtiana de la reificación, como la réplica del propio autor. A partir de la discusión planteada por el libro de Honneth, es evidente que la originalidad y la fuerza de su tesis sobre la reificación como olvido del reconocimiento, también plantea problemas difíciles y cruciales para cualquier intento de la teoría crítica de comprender las formas de subjetivación de la dominación en el presente.