Memorias sintomáticas de patologías sociales actuales en el Perú*

Por Alexandra Hibbett

El 22 de agosto de este año, 2020, estando el país aún vigentes reglas que prohíben las aglomeraciones para evitar contagios de Covid19, 13 jóvenes murieron asfixiados al intentar escapar de una discoteca ilegal limeña durante un operativo policial. Estaban entre un tumulto que se aglomeró en la escalera que daba a la única salida, pero la puerta estaba cerrada y no se podía abrir, pues se abría hacía adentro. La puerta a la calle había sido cerrada por la policía, aunque este hecho demoró en ser comprobado, pues la policía misma mintió a la prensa, al indicar que el tumulto la había cerrado.

Salió la noticia a la prensa, retratado como un trágico accidente. Rápidamente corrió un rumor de que la policía había provocado el pánico al activar bombas de gas lacrimógeno dentro de la discoteca, pero no hubo ninguna evidencia que indica que eso hubiera pasado. Poco después, el presidente del Perú manifestó a la prensa su pena por las muertes y su ira hacia el dueño de la discoteca ilegal; se comenzó a investigar sobre las irregularidades burocráticas detrás del funcionamiento de la discoteca; y la fiscalía publicó un comunicado que indicaba que, de los 13 muertos, 11 estaban infectados de Covid19. Esto último reforzó los comentarios que, mientras tanto, abundaban en redes sociales; comentarios que indicaban que la responsabilidad estaba con los propios jóvenes fallecidos, por haber desatendido las normativas oficiales de prevención de contagio. De muchos de estos comentarios, se desprendía que sus muertes se percibían como justas. Tuvieron que pasar varios días más para que salieran a la luz irregularidades en la actuación de la policía, incluyendo intentos por encubrir su responsabilidad de los hechos, y, finalmente, el Presidente exigió una investigación y se reemplazó el Ministro del Interior.

Este episodio, aunque espantoso, no es insólito para el Perú, país donde las muertes anuales por ‘conflictos sociales’ son significativas (62 muertos y 1.894 heridos entre 2013 y 2019, y tres muertos en un conflicto social durante la pandemia, según la Defensoría del Pueblo), y donde trabajadores rutinariamente mueren por falta de seguridad en sus lugares de trabajo (en diciembre murieron dos jóvenes trabajadores de McDonalds en un local a pocas cuadras de la PUCP; el Ministerio de Trabajo reportó 160 accidentes laborales mortales en el 2019). Más aún, el Perú es un país de posconflicto, y este caso es uno de muchos que parecen el retorno de recuerdos reprimidos de la violencia política de los 80 y 90: discursos que sugieren que las víctimas merecían morir; la tendencia centrar explicaciones de sucesos trágicos en unos cuantos individuos malos; instituciones estatales que encubren su responsabilidad en la muerte de ciudadanos o sugieren que sus muertes eran necesarias; y una relativa falta de crítica en la discusión pública a las fuerzas del orden, sobre el fondo de un rumor difuso de desconfianza frente a los mismos.

De hecho, las discusiones públicas de la tragedia del Covid19 en el Perú han estado repletas de evocaciones del periodo de violencia política, con el efecto de dar un tinte local a la tendencia global a enmarcar las medidas tomadas contra el contagio como una “guerra” contra el virus. Se han hecho comparaciones de cifras de muertes por Covid19 y por Sendero Luminoso (el grupo armado); abunda la idea de que algunas víctimas merecen morir; surgen recuerdos de la escasez y del toque de queda característicos de ese periodo; se reconocen las prácticas policiales abusivas y verticales (como obligar a infractores de la cuarentena a realizar ejercicios físicos de castigo, hecho reportado incluso en prensa considerada de izquierda sin una mínima consciencia crítica); y también, claro, estrategias de supervivencia de parte de sectores populares, como el retorno de la olla común. Ante una situación que tantos calificaron de “sin precedentes”, más bien los recuerdos de experiencias de sufrimiento previas han estado muy a la mano.

Es esta sensación de que nada cambia, del retorno de sufrimientos análogos a los de la violencia política junto con las deficientes respuestas sociales e institucionales que recibieron en el pasado, que quiero considerar en esta ponencia desde la noción de patología social de la Teoría Crítica. El acercamiento a este problema como una patología social nos permite, como sugieren autores de esta tradición, ir más allá de registrar o hacer una sintomatología del mal, sino captarlo como una crisis que nos fuerza a hacer una reflexión crítica, que será, como especifica Jaeggi (2015), inmanente (pues no nos ubicamos fuera de la situación problemática, sino que desde dentro de esta, buscamos las fuerzas y herramientas críticas para ir más allá de ella). Esto pasa por no solo señalar que el mal es social sino ofrecer una “explicación socio-teórica históricamente sensible” [“historically sensitive socio-theoretical explanation”] (Zurn 2011: 366) de este sufrimiento, y de su raíz en una “deformación de la racionalidad” social (es decir, la obstrucción de una capacidad de reflexión (auto)crítica colectiva) (Honneth 2007: 30). Esto, según esta tradición de autores, supone entender el problema de primer orden (el sufrimiento social) como el resultado de un problema de segundo orden, un problema al nivel de cómo, desde qué criterios normativos, nociones o esquemas culturales, se fracasa en el modo de percibir o entender ese sufrimiento (como resultado de la ideología, o de la reificación, por ejemplo). Propone Zurn (2011) que el quid de la cuestión reside en una desconexión entre el segundo orden (cómo se entiende socialmente el sufrimiento social) y el primer orden (el sufrimiento social mismo), desconexión que es en sí misma causada social e históricamente, sistémica (fundada en instituciones y prácticas), persistente (pues involucra una fijeza e impermeabilidad a la crítica) y funcional para la perpetuación de las causas social de ese sufrimiento.

Como he insinuado arriba, el caso de la discoteca intervenida es un caso de sufrimiento social que está siendo sostenido por un mal funcionamiento a nivel de segundo orden y, además, las maneras en las que evoca recuerdos de la violencia política sugieren que es una instancia de una problemática de larga data y sistémica; es decir, estamos ante una patología social. Nuestra manera de entender la violencia política en su momento y a posteriori, que ahora vuelve a presentarse ante el Covid19, no está reflejando bien el sufrimiento social y sus causas, en ambas instancias. Culpar a las víctimas de sus propias muertes, individualizar la causa o ver el suceso como una excepción, y desenfatizar la responsabilidad policial, indica una comprensión social del propio sufrimiento que no solamente no sirve para entender el problema, sino que sostiene o alimenta el problema. Culpar a la víctima alienta la apatía o indiferencia que favorece la continuidad de violentas prácticas institucionales y estatales; individualizar la raíz del problema sugiere que el sistema judicial puede hacer algo por responder a la situación pero no hace nada para detener los patrones sociales y económicas que están detrás del comportamiento nada excepcional de este individuo; y no identificar como problema el diseño de este operativo policial no permite la reflexión crítica sobre sus causas y la corrección de procedimientos institucionales.

Es, entonces, no solo los hechos de la discoteca que hacen que estemos ante una patología, sino las maneras en que hemos, desde lo discursivo y por lo general, respondido a estos hechos. Algunos en nuestro medio han notado el problema de esta reacción, de este segundo orden: el escritor Juan Manuel Robles en su columna en Hildebrandt en sus trece nota la extraña e injustificable falta de crítica al operativo policial y considera a aquellos que juzgan responsables a las víctimas como presos de “la indolencia sociópata del nuevo peruano arrogante”, lo cual alude a una patología compartida y producto de lo social. El mismo autor señala que habría que enmarcar la decisión de las víctimas de acudir a una discoteca dentro de la “hipocresía” de un sistema que anuló “su capacidad de evaluar el asunto” cuando los obligó a “volver a trabajar con el mismo horario de antes . . . [pero con] colas más largas en el Metropolitano”.

El segundo comentario suyo muestra lo problemático de la manera más común en que se han planteado, en redes, críticas a aquellos que culpabilizan a las víctimas: la indignación moral y el llamado a la empatía, o el señalar que ningún ser humano, como ser con derechos, merece morir de esa manera. Jorge Rodríguez Rios, activista juvenil y ex candidato al congreso por un partido de izquierda, muestra una actitud crítica y no moralista al pedir que “no seamos solo empáticos sino que entendamos el fenómeno social y seamos críticos para plantear soluciones”. Señala que, al culpar a las víctimas, “solo estaríamos viendo las consecuencias del problema y no las causas”, y sugiere que las “razones de fondo” incluyen “la hegemonía de una psicología individualista” característica del “neoliberalismo” que desmerece la importancia del Estado y de la comunidad. Desde tal perspectiva, el moralismo o apelación al marco de los “derechos” no da cuenta de las causas sociales, económicas e históricas de la falta de respeto a los derechos, o la falta de empatía. Como señala Freyenhagen (2018), el marco conceptual de la patología social ha sido históricamente excluido de la filosofía política contemporánea por la priorización de la noción de “derecho” y la “justicia” sobre una visión holística e integral de la sociedad que pueda explicar la sistematicidad y larga duración histórica de patrones de injusticia. El moralismo sería entonces otro esquema de segundo orden que no está sirviendo para enmarcar bien al sufrimiento de primer orden.

Ahora bien, no se trata de juzgar desde una crítica trascendente qué está ‘realmente’ pasando en la sociedad peruana y cómo se ‘debería’ abordar, pues tal tipo de crítica no solamente correría el riesgo de no reconocer bien la situación específica, sino de condenarse a la irrelevancia en términos prácticos, por no conectarse con los discursos y acciones reales del grupo social en cuestión. Más bien, hay que buscar aquellas dimensiones de la vida social que aún permiten reflexión crítica y acción transformativa, es decir, dimensiones que no están patologizados, para recoger de allí criterios y recursos para una crítica inmanente. Por eso, varios teóricos críticos insisten en la importancia de articular crítica con movimiento social. Como investigadora de la literatura, el arte y la cultura, no voy a enfocarme en cómo el movimiento social puede ayudar, sino que quisiera explorar cómo y en qué medida la producción cultural lo puede hacer. Si rondan por nuestra experiencia actual los recuerdos colectivos de la violencia política de los 80 y 90, quizá pueda iluminar nuestra situación actual, la profusa producción cultural peruana que ha abordado e intervenido en la memoria de ese periodo, especialmente si la estudiamos desde las herramientas de la teoría crítica. ¿Nos permite visualizar qué desconexiones hay entre el segundo y el primer orden, desconexiones que impiden que demos soluciones a nuestros malestares sociales? ¿De ella, puedan surgir ideas, reflexiones, experiencias estéticas, o afectos que vuelvan a conectar adecuadamente el segundo con el primer orden? ¿Ofrecen recursos para plantear soluciones transformativas?

Como siempre en la cultura, vamos a ver que su rol será doble, ambiguo, complejo. Por un lado, participa de la patología, la sostiene y es sintomática de ella; por otro, es el terreno de la exploración y la creación, donde pueden surgir nuevos espacios de reflexión, conceptualizaciones de segundo orden, así como prácticas, afectos, goces, sensaciones, percepciones y comunidades. Además, incluso en su dimensión de ser síntoma, es a la vez una representación de esta, con lo que nos proporciona una materia a analizar donde pueden quedar más perfiladas y reconocibles algunas dinámicas sociales.

La novela más vendida a nivel nacional sobre la violencia política peruana es Abril rojo de Santiago Roncagliolo (2006). Esta novela reconoce y denuncia varios de los sufrimientos que están en juego en nuestro presente. Es una novela policial sobre una serie (ficticia) de asesinatos cometidos en el 2000, cuando la violencia supuestamente había terminado, pero la novela subraya que en la práctica seguía, como sigue hasta ahora en menor medida, en algunas zonas del país. En él, un fiscal, personaje principal, es al parecer bonachón e ingenuo (“cojudo”, en la jerga local), pero catastróficamente ineficiente en su trabajo de investigar las muertes y, luego, en un giro de la trama, termina siendo asesino y violador. No sospecha de la autoridad militar que termina siendo el culpable, pese a se retrata a las autoridades militares y policiales como perdidamente corruptos. En estos sentidos, la novela funciona bien como una sintomatología (Zurn 2011) de sufrimientos compartidos, y da cuenta de que son sociales y omnipresentes. Sin embargo, con la ayuda de Zurn (2011) podemos notar que no nos ayuda a comprender por qué se dan estos síntomas y por qué están tan generalizadas. Finalmente, el asesino es revelado como un psicópata, así como el mismo fiscal es revelado como un “loco”, alguien que ha perdido la memoria por un trauma personal infantil. Como ha explicado el mismo Roncagliolo, esta combinación de cojudo (el fiscal) y psicópata (el militar asesino) le sirve como esquema para su ficción, ofreciendo a su lector tanto el humor como el goce macabro. Pero desde la perspectiva de la teoría crítica, el precio es alto, pues individualiza la patología que está en juego; sugiere que estas violencias y sufrimientos sociales son de alguna manera resultado de una acumulación de patologías individuales y, al hacer eso, socava cualquier tentativa de explicar convincentemente su generalización e imaginarles soluciones sociales e integrales. Así, el esquema cojudo/psicópata resulta en una desconexión entre el segundo orden y el primer orden del sufrimiento social que la novela retrata, y tal desconexión permite la naturalización de ese mismo sufrimiento en su significativo público lector peruano.

Pero la novela sí puede, si la leemos en diálogo con la idea de patología social, permitirnos observar que el individualizar la responsabilidad, y tomar como una excepción el tipo de sufrimiento social que hemos notado en el caso de la discoteca no es, valga la redundancia, ninguna excepción, y por tanto que el problema viene siendo sostenido por patrones culturales de amplia difusión que bloquean la capacidad de reflexión y transformación social. La novela da cuenta además de otro bloqueo a la capacidad de reflexividad crítica colectiva que, según la categorización de Laitinen, daría cuenta del tercer orden de una patología social, pues se refiere al bloqueo que hace que la sociedad se cierre a los efectos transformativos de observaciones críticas (2015: 50). En el comienzo, el fiscal ingenuo cree realmente en su rol como fiscal, y busca solucionar, a través de la justicia, un sufrimiento (los asesinatos). Al hacerlo, destapa sin querer una profunda red de corrupción y la sistemática negación por parte de autoridades de una violencia social que no están pudiendo controlar. Conjetura entonces que el asesino en serie que él persigue está relacionado con esta violencia social, y el lector es llevado a pensar lo mismo. Pero el final de la trama revela como cojudo no solamente al fiscal sino también a nosotros los lectores, por haber pensado que podía prevalecer la justicia, por un lado, pero también, por otro, por haber pensado que había una problemática social detrás de las muertes, cuando lo único que había era un psicópata. Es, en este sentido, una novela cínica, que reconoce problemáticas que termina por negar y deja a sus lectores con la sensación de que no hay nada que se puede hacer ante los sufrimientos sociales. ¿Cuánto de este cinismo está en juego en impedir la transformación de nuestra situación actual?

Otra novela – La hora azul, de Alonso Cueto (2005) –, también bastante vendida en el Perú, especialmente a colegios privados, y fuente de dos adaptaciones fílmicas (ambas de 2014) nos puede ayudar por otro lado a reconocer las limitaciones de la respuesta moral al sufrimiento social que hemos notado frente al caso de la discoteca, y cómo bloquear el tipo de reflexividad que sería necesario para hacerle frente de modo eficaz. En esta novela, Adrián Ormache, un abogado de clase alta, personaje principal y narrador, advierte que su padre, a quien creía héroe militar, había sido en realidad un torturador y un violador. Adrián, motivado por una sensación de culpa heredada, busca a una de sus víctimas e intenta establecer una relación empática, humana, caritativa y moral con ella. Pero, paradójicamente, este acercamiento desde la moralidad al sufrimiento de la víctima lo lleva a su vez a ver a su padre, el perpetrador, como un ser humano, de modo que sus crímenes quedan enmarcados en una visión cristiana de este como un ser trágicamente llevado hacia el pecado, pero capaz de ser redimido. Tal comprensión de su padre impide que el personaje-narrador dé cuenta de cualquier causa social o histórico de su comportamiento, pese a que su mismo acercamiento a la víctima conlleva su encuentro con (y la representación por la novela de) la marcada desigual social que enmarcan los hechos de la trama. De modo revelador, a la vez, Adrián, pese a sus buenas intenciones, comienza a repetir algunas de las actitudes y comportamientos de su padre hacia la víctima. Al final de la novela, la víctima está muerta, se sugiere que por suicidio, y Adrián sigue su vida como abogado de la clase alta, aunque ahora más empático, más humano; en uno de los últimos pasajes, lamenta que no haya nada que pueda hacer para que el país deje de estar dividido en dos “lados” (los poderosos y los desposeídos). Así, esta novela ambigua juega en los bordes entre proponer la moralidad como único remedio posible a los males sociales y demostrar su absoluta futilidad y, más aún, complicidad en la continuidad de abusos y desigualdades sociales: la moralidad empática no permite un horizonte de transformación social, sino que en última instancia conlleva una visión trágica y resignada de la existencia humana.

Estas dos novelas, en términos de Zurn (2011), pueden entonces ayudarnos a realizar las primeras dos tareas de la teoría crítica frente a la patología social frente a la que seguimos en el presente: dan cuenta de un sufrimiento (sintomatología), y que es social (epidemiología). Pero no nos adelantan en las otras dos tareas: no ofrecen explicaciones convincentes sobre sus causas reales ni, por tanto, trazan caminos terapéuticos para lidiar con nuestra patología social. A lo más, pueden ayudarnos a reconocer algunos desencuentros entre el primer y el segundo orden; pero también naturalizan estos desencuentros y promueven cierta resignación, que quizá podamos entender como operando en el tercer orden de Laitinen (2015). ¿Puede el arte hacer más, o no debemos exigirle tanto?

Una producción cultural sobre la violencia política que va más allá de estos ejemplos es la obra teatral Sin título/Técnica mixta, del grupo Yuyachkani. Esta obra es imposible de reseñar en breve, pues no es narrativa; presenta una serie de escenas que se sobreponen y suceden en un escenario “caja negra” sin butacas. La estructura básica de la obra está compuesta de líneas de conexión entre la Guerra del Pacífico de fines del siglo XIX y la violencia política de los años 80 y 90 del siglo pasado: permite ver que las víctimas, los sufrimientos, y las causas de tales, no habían cambiado en esos 100 años. Sin embargo, a la vez, no presenta ninguna resignación trágica o cínica frente a estos problemas de larga data; más bien ofrece coordenadas para entender sus causas, referencias para entender el presente, y horizontes de esperanza basadas en aspectos saludables o sanadoras de la vida social. La obra obliga a su audiencia a posicionarse de manera crítica frente a múltiples pero conectadas causas históricas de larga data del sufrimiento social: un desprecio colonial frente a lenguas y manifestaciones culturales no-occidentales, el fracaso de instituciones estatales (incluidas las fuerzas del orden) debido a una cultura de la corrupción y una cultura autoritaria, y un vinculado modelo individualista de éxito y consumismo. La obra también hace que su audiencia sufra, como pesadillescas, diversas industrias culturales (“tele basura” y música comercial) que usualmente ayudan a sostener la situación social, al reforzar la pasividad de los sujetos en estructuras de dominación y al obturar su capacidad crítica. A la vez, la obra rescata y repotencia algunos símbolos colectivos y hace que su audiencia participe, incluso físicamente, de diversos ritos y momentos fugaces de sanación y comunidad basadas en aquello que no está patologizada en nuestra sociedad, como bailes, festividades, protestas, y recepción colectiva de testimonios detallados de sufrimiento. Así, Sin título/Técnica mixta no se queda en el nivel de provocar empatía por las víctimas y denunciar los males, sino que nos ofrece maneras de entender lo pasado, reconocer los aspectos del segundo orden que está sosteniendo la situación patológica, y siembra una sensación de una buena vida social posible.

Pensar entonces el caso de la discoteca desde Sin título/Técnica mixta puede llevarnos a conectar con los recursos culturales que sí tiene nuestra sociedad de posconflicto para hacer una reflexión crítica útil sobre nuestro sufrimiento actual. Los dueños de la discoteca se ven no como origen del mal sino como parte de una sociedad guiada por el emprendedurismo y la búsqueda de ganancias dentro de la cultura del ‘éxito’; las instituciones estatales aparecen como atrapadas en lógicas culturales autoritarias y corruptas; se hace visible el rol de la desigualdad social en determinar quiénes son las víctimas; se revela como funcional al sistema patológico una cultura orientada al consumo y a la generación de ganancias (como la discoteca); y se hace un llamado a aquello que nos queda como sociedad intercultural de solidaridad, símbolos compartidos y reflexión crítica colectiva como para encarar el presente. En otras palabras, nos lleva a reconectar el segundo orden con el primero, para encuadrar bien la tarea social, cultural, histórica que tenemos por delante. No se trata, claro está, de que esta obra pueda por sí misma hacer algo por nosotros ahora; de hecho, por el Covid19, no puede siquiera ponerse en escena. Más bien la obra, junto con las novelas, a su manera, son por un lado una muestra de que nuestra cultura sí tiene herramientas reflexivas para hacer frente a la patología social actual, y que deben ser potenciada; y, por otro, una señal de que cualquier empresa de transformación social se beneficiará de tener como una de sus dimensiones un trabajo cultural y simbólico que sirva para mapear y batallar (desde lo simbólico, afectivo y crítico) nuestras patologías sociales, que son sostenidos, a su vez, significativamente por la cultura.

Obras citadas

Cueto, Alonso. La hora azul. Lima: Peisa, 2005.

Defensoría del Pueblo. Defensoría del Pueblo: al mes de julio se registran 192 conflictos sociales. Sitio web de la Defensoría del Pueblo. 16 agosto 2020. 15 de setiembre 2020. https://www.defensoria.gob.pe/defensoria-del-pueblo-al-mes-de-julio-se-registran-192-conflictos-sociales/

Falen, Jorge. Conflictos sociales dejaron 62 muertos y 1.894 heridos en los últimos seis años. El Comercio. 1 de agosto 2019. 15 de setiembre 2020.https://elcomercio.pe/peru/conflictos-sociales-dejaron-62-muertos-1-894-heridos-ultimos-seis-anos-noticia-ecpm-660907-noticia/

Fowks, Jacqueline. La muerte de dos empleados de McDonald’s indigna a Perú. El País. 19 de diciembre 2019. 15 de setiembre 2020. https://elpais.com/internacional/2019/12/18/america/1576627016_774946.html

Freyenhagen, Fabian. Critical Theory and Social Pathology. The Routledge Companion to the Frankfurt School. Peter E Gordon, Espen Hammer and Axel Honneth, eds. New York and London: Routledge, 2018. 410-423.

Honneth, Axel. A Social Pathology of Reason. On the Intellectual Legacy of Critical Theory. Pathologies of Reason. On the Legacy of Critical Theory. New York and Chichister: Columbia UP, 2007. 19-42.

Jaeggi, Rahel. Towards an Immanent Critique of Forms of Life. Raisons Politiques 57.1. 2015. 13-29.

Laitinen, Arto. Social Pathologies, Reflexive Pathologies, and the Idea of Higher Order Disorders. Studies in Social and Political Thought. 2015. 44-65. 10.20919/sspt.25.2015.48.

Robles, Juan Manuel. Ronderos de las redes. Hildebrandt en sus trece 504. Agosto 2020.

Rodríguez Rios, Jorge. Publicación en Facebook. 24 de agosto 2020. 15 de setiembre 2020. https://www.facebook.com/jorge.rodriguez.jp.7/photos/a.102020591274037/204056287737133/

Roncagliolo, Santiago. Abril rojo. Lima: Alfaguara, 2006.

Yuyachkani, Grupo Teatral. Sin título / Técnica mixta. Obra teatral, puesta en escena periódicamente desde 2004. Lima.

Zurn, Christopher. 2011. Social Pathologies and Second Order Disorders. Axel Honneth: Critical Essays. Leiden and Boston: Brill, 345-370.

* Ponencia leída en las VII Jornadas sobre Teoría Crítica, “Patologías sociales: Los orígenes de la teoría crítica”, organizadas por el Grupo de Investigación sobre Teoría Crítica (PUCP). Viernes 18 de setiembre, 2020.

Créditos de la imagen: https://elcomercio.pe/luces/teatro/impreso-titulo-tecnica-mixta-nuestra-critica-obra-yuyachkani-noticia-524557-noticia/ Foto: El Comercio 

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