Por Hernán Aliaga
En un sentido muy general, el pendejo se visualiza a sí mismo como un adulto autónomo e independiente, un sujeto que se vale por sí mismo, que no requiere socorro ni cobijo. Por contraparte, si entendemos la división dicotómica que atraviesa nuestro marco interpretativo, el lorna es un niño. Los rasgos del lorna se corresponden con las características de un individuo que –siendo etariamente adulto– actúa o reacciona de forma infantil. Esto implica un abanico amplio de rasgos frente a los cuales nuestro héroe se contrasta. El pendejo es, en el imaginario social, un hijo de la calle, un sujeto integrado y socializado en la realidad compleja, incierta y con frecuencia hostil, de un mundo densamente compartido; en el espacio público de encuentros y desencuentros, de trampas y disfraces, de simulaciones y argucias que es la vida, teatro del mundo. Por contraste, el lorna es un hijo de casa, hijo de mamá; un individuo caracterizado por un atributo particular: la rígida introyección de los mandatos paternos, la ausencia de rebeldía. El hijo de mamá no ha puesto en cuestión la herencia normativa de casa. Así, el problema del lorna es que mira un mundo mediado por el «deber»; lo acompaña una posición que sería deontológica si fuese acaso crítica, pero que se limita a ser paporretera, memorística: «Eso está mal», «así no se hace», «eso no se dice». El lorna es el niño educado, bueno, acrítico, heterónomo.
Como expondré más adelante con relación al humor, la aprehensión normativa –que es, en buena cuenta, la rigidez existencial del lorna– es motivo de burla. La risa sonora y burlesca emerge así desde las canteras del realismo; la burla del pendejo es la burla del adulto ante la ingenua inflexibilidad y conformidad del lorna-niño. Pero no es una risa condescendiente, es desprecio, pues se trata de un adulto aniñado incapaz de valerse de sí, dependiente de un escudo normativo (la ley, la costumbre, los valores o sus vicarios). El héroe plebeyo, severo, ríe y desprecia al lorna porque encuentra en él pereza, laxitud, cobardía, tonta conformidad, ausencia de temple, de tensión, de carácter. El lorna espera el cambio de rojo a verde en semáforo peatonal, aunque no venga ningún auto; hecho de una pieza, riguroso, encopetado, no lo delibera, no lo somete a consideración. Ese es un síntoma. El gesto es fácil porque economiza ejercicio mental: «Si está en rojo, me detengo, no hay más». La distorsión, para la mirada secular del pendejo, ocurre porque el lorna observa el semáforo, es decir, el sublimado universo de la abstracción normativa, no el mundo llano de lo real. El lorna mirará la luz, sin observar la pista, sin considerar al impertinente, muy seguro de su permanencia, presagiando que, como en un idílico paraíso de autómatas, todos actuarán igual que él. En su mundo reglamentado, las voluntades disidentes no existen, no deberían existir y cuando aparecen, espeta: «¡Malcriado!», «¡desconsiderado!», «¡pendejo!», «¡fue su culpa!», porque siempre es culpa del otro. A ojos del pendejo, el lorna es un niño incapaz que no se vale por sí mismo o es una señorita en cuyo caso, no es lorna, sino una «señorita bien», «de su casa», a la que vale la pena cuidar, proteger. Es en esa asociación con lo infantil que el lorna es también identificable con lo femenino (Silva Santisteban, 2008). Ello no implica que el pendejo sea un perpetuo transgresor de la norma o la ley. Como señalé, este somete los códigos al baremo de su criterio. A diferencia del niño modelo que no se pregunta qué es lo que debe hacer y simplemente hace lo que debe, economizando con ello cualquier esfuerzo deliberativo; nuestro héroe delibera, convirtiéndose en un agente que negocia su adecuación a la norma. Una mirada reduccionista sobre la racionalidad del pendejo ubica su conveniencia individual como criterio único de conformidad o transgresión a las reglas. Pero ello no es lo único y ni siquiera lo central. En cualquier caso, el ideotipo logra ser un personaje que no ha fetichizado nada, pues nada puede ser entendido como invariable ni sacro.
Como se sabe, la lorna es un pez característico del litoral peruano que se mueve en grandes cantidades. Una de sus particularidades es que es muy fácil de pescar. Algo de torpeza, rigidez, lentitud y necedad se suponen de un pez que es fácilmente atrapable. La precisión de la metáfora es notable. Si trasladamos su sentido, el gil o lorna adolece de las capacidades de supervivencia, posee los vicios que lo vuelven una presa fácil. El lorna mirará el semáforo, en lugar de la pista y los vehículos, se apoyará en la norma antes que en el «sentido común realista», antes que en sus propias facultades para dar cuenta de lo real. El lorna confía, tiene la ingenuidad del niño, del que nunca ha sido herido ni desilusionado, o la autosuficiencia de aquel que siempre ha obtenido una restitución inmediata al súbito desengaño. Para el lorna, la herida –si la hubo– ha sido siempre fugaz, el daño ha sido siempre compensado. Cuando no encontró pan, le ofrecieron pastel. Ingenuo y acrítico, el lorna es el epítome del engreído habitante del privilegio (cantera fundamental también del hombre desconfiado, de aquel que puede darse el lujo de desconfiar[1]). Es un ser inmaduro, domesticado, ideológico. En los casos más radicales, se trata de un sujeto que lo ha juridificado todo y que observa el mundo a través de ese visor ideológico, uno que ha depuesto la observación inmediata y el trato interpersonal para mediarlo por códigos y reglamentos, procedimientos, normas y leyes. Consentido por la fortuna, el lorna adulto podrá guarecerse en sus palacetes de máximas y estatutos, pregonar desde ahí con voz pituda, observar cómo la realidad detona fuera de sus autos de alta gama que van a cien por hora. Sin embargo, lo real y sus imponderables hallarán siempre el modo de escurrirse entre las certezas, gravando a aquel que se suponía muy seguro mientras blandía pretencioso su saber nomólatra.
Lo real amenaza al lorna y, desde luego, lo amenaza también el pendejo, porque este es una de las tantas fuerzas de lo real. Mas, como desarrollaré en la tercera sección, el asedio del pendejo no es simplemente el asedio de la inteligencia despierta, sino el asedio de los remanentes comunitarios. Al lorna se lo intimida porque es el embajador de las fuerzas atomizadoras, porque es un elemento perturbador, disgregante; porque su rigidez, su distracción, su torpeza habla acerca de una naturaleza ensimismada e individualista que contiene un potencial separatista: su sometimiento al artificio de la ley. Su «mariconada» procede de ello, se deja someter por el mandato en lugar de afirmar su propia capacidad deliberativa individual, aquella que lo uniría en un nivel diferente con el ethos de los hombres libres de la comunidad, los hombres adultos, autónomos y perspicaces, autores de su destino y de sus códigos tribales. Qué duda cabe, inequívoco resabio comunitario.
El adulto frente al infante, la madurez del que «no se confía» frente a la inmadurez del ingenuo o del inseguro desconfiado. El pendejo frente al lorna. El adulto «autónomo», aunque carga consigo la perspectiva abstracta del deber, no se desvincula de las cosas ni del presente, no quiebra la lógica del sentido común, permanece en contacto con el mundo y con los hombres, mantiene un esfuerzo ininterrumpido de tensión cognitiva. Un esfuerzo por permanecer en la sensatez. El infante heterónomo se abandona al ensueño y la quimera, a la costumbre, a la norma paterna, a la regla soberana, a la confianza del entorno seguro: no sabe cuidarse, lo cuidan, espera ser cuidado. La risa del adulto –la burla del pendejo– es la risa del mundo ante este abandono, ante esta pereza de la voluntad, ante esa cobardía de la inteligencia rayana en la indolencia de unos ojos que no saben mirar.
[1] En la lectura que llevo a cabo, la desconfianza es consecuencia del “trauma ético” que implica una traición. Ahí donde se confió –hubo voluntad por mostrarse vulnerable– surgió una herida existencialmente honda. La desconfianza supondrá repliegue, aislamiento y corte relacional. Para la ontogénesis del pendejo esta debe ser, no obstante, una mera instancia de tránsito, previa a la ganancia de perspicacia que lo impulsa a ser un lector sagaz del mundo. Perspicacia que es atributo del plebeyo que “tiene calle”, no de quien puede darse el lujo del repliegue a su esfera privada, el lujo de vivir en el miedo y la desconfianza.
Breve extracto del capítulo «Ojos de sospecha» en Aliaga, H. (2022) Pendejo. El potencial crítico del héroe plebeyo por excelencia. Crítica, pp. 60-63.
Bibliografía
Silva Santisteban, R. (2008) El factor asco: basurización simbólica y discursos autoritarios en el Perú contemporáneo. Lima: Fondo Editorial PUCP.