Por Rodrigo Maruy van den Broek
Cuando Hannah Arendt fue a Jerusalén para reportar el juicio de Eichmann, se topó con una desilusión tan terrible como trivial. Adolf Eichmann, la cabeza detrás de aquella máquina de exterminio llamada Auschwitz, no era un monstruo malévolo, ni siquiera un villano de película, sino tan solo un burócrata eficiente. Un funcionario que daba y acataba órdenes con rigurosa disciplina, un hombre del “deber”: tal había sido uno, si es que no el principal responsable de aquella masacre y del horror. Es decir, no las intenciones abstrusas de un genio malvado, sino la mera obediencia irreflexiva de un servidor público que, como tantos otros, le había jurado lealtad al sistema estatal imperante. A fin de capturar este fenómeno, Arendt desarrolló célebremente el concepto de la banalidad del mal.[1] Muchas veces, el mal que se produce en sociedades modernas ocurre tan solo como un resultado banal de su propio funcionamiento. Muchas veces – la tesis de Arendt podría reformularse de este modo – dicho funcionamiento es al mismo tiempo disfuncional. Basta pensar en la catástrofe climática y su relación interna con el modo de producción capitalista. Ahora bien, salvando distancias considerables, pareciera que algo no muy distinto sucede de hecho con el Estado peruano, cuyo funcionamiento también se revela al mismo tiempo como profundamente disfuncional o, si se prefiere, encarna una lógica contradictoria. Mi hipótesis es que aspectos esenciales tanto de nuestra reciente crisis de Estado como de nuestro constante estado de crisis pueden ser comprendidos a partir del análisis y crítica de dicha contradicción.[2] Así pues, ¿en qué consiste el funcionamiento disfuncional del Estado? ¿Cuál es, en pocas palabras, la forma contradictoria de su lógica? Si bien no habré de ofrecer una fórmula para resolver el problema, quisiera por lo menos explorar sus propios matices, tensiones y potenciales de transformación. Para ello, es preciso recapitular.
Durante el polifacético gobierno de PPK, la crisis política alcanzó una de sus máximas expresiones a través de la permanente confrontación entre el congreso de Fuerza Popular y los varios rostros del Ejecutivo. Dicho antagonismo entre ambos poderes del Estado no es un acontecimiento nuevo en nuestra historia – recuérdese tan solo el primer gobierno de Belaúnde –, pero de todas formas se trata de un proceso que suscita interés. En efecto, cuanto menos desde Rousseau la teoría política suele asumir que el congreso o, mejor dicho, el poder legislativo es la expresión más directa de la soberanía popular.[3] A través del legislativo, la voluntad general del pueblo se determina a sí misma mediante leyes. El legislativo habría de constituir así el órgano estatal más cercano, más fidedigno al poder constituyente de la ciudadanía. En el Perú, por supuesto, tal no es el caso, sino más bien lo contrario. El congreso y, en concreto, los congresistas de turno velan ante todo por sus intereses privados, los cuales evidentemente casi nunca coinciden con los intereses públicos de nuestra voluntad democrática. Algo similar ocurre tanto con el Ejecutivo de Castillo como con el Poder Judicial. Se habla entonces de una crisis de representación democrática que, de facto, ha hecho metástasis en el gobierno del bicentenario. Una vez más, se repite hasta el cansancio que “la clase política no nos representa”.
Hay un problema con este diagnóstico de crisis que, sin embargo, no es su falta de verdad. El problema consiste en que, justamente por ser verdadero, aquel diagnóstico se ha vuelto un lugar común, habitual y políticamente inocuo. Por ello mismo, la solución propuesta – “que se vayan todos y que se convoque a elecciones generales” – muy probablemente solo conduciría de nuevo a reproducir el problema que nos atañe. No es ningún misterio que el funcionamiento disfuncional del Estado se reproduce de manera sistemática gracias a la corrupción institucionalizada, a una esfera pública cooptada por intereses privados que acaparan los medios de comunicación, y a una ciudadanía despolitizada, en gran parte, hasta un conformismo impasible. Por enésima vez, nuestra cruda realidad ha desmentido asimismo la ilusión electoral que solemos depositar en tecnócratas pudientes, criminales organizados, petimetres o sicofantes que juran representar al pueblo y redimir al país. Escapar del círculo vicioso de una democracia fallida implica, no obstante, criticar las raíces de tal escenario aciago y de nuestros fracasos recurrentes. A este propósito, el mantra que invoca una mera crisis de representación democrática no es falso, pero sí insuficiente, como bien muestran (no solo) los últimos resultados electorales. Lo que se necesita, a mis ojos, es hacer de la crisis de representación una verdadera crisis de legitimación democrática que, en tanto tal, impulse a repolitizar al Estado, al derecho y a la sociedad civil en su conjunto. Ello requiere efectuar cuanto menos una doble tarea: por un lado, comprender las dimensiones estructurales del funcionamiento disfuncional del Estado; por otro, explorar los potenciales de resistencia y transformación en el seno de esta nuestra crisis. Quisiera por mi parte contribuir a la presente tarea con un análisis que confronte respectivamente dos conceptos: el derecho de representación (I) y la legitimación del derecho (II).
I
Conviene recordar que nunca fuimos demócratas. Desde su estado embrionario, la así llamada República del Perú se mostró reticente a comprometerse con el ideal republicano de la soberanía popular. Por ejemplo, sabemos que la liberación del yugo colonial de España no fue bien recibida por nuestras élites, quienes prefirieron aferrarse a la ideología de un Virreinato opresivo, sí, pero “europeo” a fin de cuentas. La fuerza del conservadurismo peruano llevó a San Martín incluso a coquetear con la posibilidad de hacer del Perú no una república, sino una monarquía constitucional. A la manera de la dominación española y con un ejército compuesto de extranjeros, el movimiento independentista hubo de imponerse desde afuera. Por ende, no solo la independencia, sino la República misma fue en sus orígenes un artefacto importado y, en tal sentido, esencialmente ajeno.
Hegel criticó con aguda lucidez el hecho de que, en Francia, la Revolución de 1789, la emancipación política respecto del Antiguo Régimen, no fue acompañada por una reforma ética que estabilice las instituciones emergentes.[4] El fracaso francés se hizo patente en el terror abstracto y en la violencia sórdida de la guillotina. Nuestro fracaso ético se ha encarnado más bien en la inercia gris de una reproducción social estructuralmente violenta. ¿Acaso es sorprendente que la desigualdad, el machismo y el racismo, el abuso y la explotación sistémica del indígena, de la mujer, del migrante y del pobre – por mencionar tan solo unos cuantos tópicos de nuestra rica herencia colonial – pervivan en realidad hasta el día de hoy? La historia de la República narra, entre tantas otras, una historia de resistencia férrea contra el ideal democrático de incluir plenamente a la ciudadanía, a toda la ciudadanía, en la vida política, social y económica. No en vano el reconocimiento de ciertos derechos civiles básicos para la población campesina, esto es, el innegable logro jurídico-normativo de la reforma agraria, data de hace poco más de medio siglo. Letra muerta, quizás; tinta fresca sin duda.
Ahora bien, quisiera profundizar en el derecho de representación y en su relación histórica con la democracia. Como es sabido, las elecciones generales de 1980 son las primeras donde se hace efectiva la noción democrática de un sufragio universal, o sea donde toda la población peruana adulta – incluidas mujeres, indígenas y analfabetos – adquiere finalmente el derechoal voto y, por tanto, el derecho a la representación política. Es importante insistir en que, a diferencia de un orden legal democrático, el marco jurídico de una dictadura absolutista impide que haya propiamente crisis de representación, ya que sin un derecho formal al voto tampoco tiene sentido hablar de una falla en el sistema representativo. Los muertos no pueden sufrir enfermedades ni crisis sanitarias. Por analogía, que exista un derecho al voto y un sistema político representativo es justamente la condición de posibilidad para que haya crisis de representación. En otras palabras, solo las comunidades políticas que se comprometen con el derecho al voto y, en general, con el ideal normativo de que la ciudadanía participe en la vida pública; solo tales comunidades pueden sufrir una crisis de representación democrática. Hay, sin embargo, matices.
En el Perú, el derecho al voto había existido mucho antes de 1980, pero no de forma democrática, sino elitista y excluyente. Recién con el movimiento histórico que se gesta a través del sufragio femenino en las elecciones de 1956, la Asamblea Constituyente de 1978, la Constitución de 1979 y las elecciones de 1980 se alcanza la democratización formal del derecho al voto. De esta forma, al mismo tiempo se universaliza la idea de una crisis de representación. Vale la pena insistir en este punto. En la medida en que el sufragio se vuelve universal, las crisis pierden su carácter meramente parcial y exclusivo: la clase política está obligada a representar ahora a toda la ciudadanía, y no solo a los hombres blancos, letrados y con propiedades. Las crisis dejan de ser entonces crisis de la aristocracia para convertirse, permítase la expresión, en crisis populares. Lo que en última instancia emerge a partir de este movimiento histórico de democratización del voto es la posibilidad de concebir una crisis política generalizada que, en tanto tal, involucre y apele a la ciudadanía en su conjunto. La crisis de representación democrática que experimentamos hoy en día encuentra sus fuentes normativas en la historia de nuestros derechos políticos. No obstante, corremos el riesgo de domesticar y neutralizar su verdadero potencial crítico al circunscribirnos meramente al paradigma de la representación.
Para entender por qué, hay una distinción conceptual bastante útil acuñada por Roscoe Pound hacia comienzos del siglo XX, a saber: la distinción entre law in books y law in action.[5] En pocas palabras, law in books refiere al derecho tal como este se encuentra codificado en documentos legales; law in action, en cambio, remite al modo en que el derecho se ejerce, o no, en la realidad social, lo cual ciertamente puede y de hecho suele generar discrepancias respecto del derecho escrito. Sin duda, es posible comprender la idea de una crisis de representación democrática como una discrepancia de esta índole. Hasta cierto punto, dicha concepción pareciera de hecho resonar en el trasfondo de la esfera pública, y es precisamente ahí donde se encuentra el riesgo. Según aquel esquema, existiría formalmente un derecho de representación política que, sin embargo, no estaría siendo realizado de manera efectiva por las instituciones del Estado. La solución habría de consistir justamente en cerrar aquella brecha representativa. Cada nueva elección, cada nuevo llamado a elecciones, podría interpretarse como un intento por reconciliar a la realidad con su concepto, es decir, reconciliar a las instituciones estatales deficientes con sus propias normas o, en lenguaje técnico, con sus propios ideales normativos no realizados.[6] El Estado promete, pero no cumple: tal fórmula sintetizaría no solo el meollo del problema, sino también la presunta receta para solucionarlo. Bastaría entonces encontrar a alguien que nos represente de verdad, a alguien capaz de reformar este Estado corrupto, encontrar a alguien que nos salve de la desgracia. Después de todo, en el país más religioso de Latinoamérica la fe es lo último que se pierde.
Hay cuanto menos dos problemas teóricos con este enfoque. Por un lado, no es posible lograr una concordancia total entre el derecho escrito y el derecho en acción. Una de las lecciones más importantes de la sociología jurídica consiste en haber mostrado que el derecho está en constante movimiento. La emisión de leyes, los decretos ejecutivos, las resoluciones judiciales, los tratados entre países, pero también los contratos civiles y privados, ya sea en la esfera del trabajo, del consumo o de la familia: todos estos actos modifican el derecho escrito, literalmente producen derecho.[7] A ello habría que agregar, por supuesto, que el modo en que el derecho es interpretado, los criterios bajo los cuales las normas jurídicas se aplican y producen a su vez más derecho, todo ello también cambia a través de la historia y en función al desarrollo de la sociedad. En el Perú, incluso, ciertas normas jurídicas existen, pero no se siguen ni se respetan ni se penalizan, hasta que caen prácticamente en desuso y pierden validez. ¿Sería exagerado hablar entonces de un derecho vivo que, a la manera de una corriente, no pueda ser atrapado del todo en meras proposiciones jurídicas sin convertirse en agua muerta que traicione, por así decirlo, su propia naturaleza?[8] Se trata, por cierto, no de una mera cuestión empírica, sino conceptual: la discrepancia entre el derecho escrito y el derecho en acción es una tensión constitutiva del derecho moderno o, para decirlo con Hans Kelsen, una tensión propia de la dinámica jurídica. Hasta ahí ciertos rasgos generales del derecho en tanto institución social.
En lo que concierne particularmente al derecho de representación política, por otro lado, una concordancia total no solo es imposible, sino que tampoco es deseable. Me explico. La lógica de la representación, el modo en que la representación funciona, implica siempre una brecha entre lo que representa y lo que es representado, es decir, entre el gobierno y el pueblo. A pesar de las apariencias, esta brecha representativa no es un déficit, sino el motor mismo de la democracia. En efecto, la brecha entre el gobierno y el pueblo permite que surjan distintas versiones no representadas de “el pueblo”, las cuales brinden pluralidad y dinamismo al proceso de articulación de los intereses públicos de la ciudadanía y, en el mejor de los casos, contribuyan a enriquecer los procesos deliberativos de formación de la voluntad democrática.[9] En tal sentido, la brecha representativa es una condición de posibilidad para la reflexión, el diálogo, la crítica y la oposición respecto del gobierno. Si es verdad que la democracia se define justamente por la libertad para criticar el orden establecido, entonces no es errado sostener que la oposición política realiza en principio una libertad fundamentalmente democrática.[10] Así, tan pronto como un gobierno cree representar a la voluntad del pueblo de manera completa y perentoria, de modo que ya no haya mayor necesidad de oposición, la democracia corre peligro: tan pronto como la idea de “pueblo” se anquilosa y pierde la capacidad para expandir y transformar su propio significado en la esfera política, comienzan a pavimentarse las alamedas para la tiranía y el autoritarismo.[11] Por consiguiente, es necesario mantener la brecha representativa y, en última instancia, hacer que esta se convierta en una tensión democrática productiva entre el gobierno y el pueblo. Conviene notar que, dicho sea de paso, nada de esto acontece según el modelo “liberal” de un orden espontáneo que habría de regularse a sí mismo armónicamente. Se trata, antes bien, de un deber cívico por excelencia que requiere esfuerzo, trabajo, resistencia, solidaridad, movilización, conflicto y ardua organización política por parte de la sociedad civil.
La tesis de que no es posible ni deseable cerrar la brecha representativa entre el gobierno y el pueblo tiene indudable valor teórico. No obstante, comprender la idea de una crisis de representación democrática en estos términos acarrea al mismo tiempo un riesgo práctico considerable. Si aceptamos que una brecha representativa es fundamental para la democracia, entonces el riesgo consiste en que la crisis de representación pase a ser percibida como una mera cuestión de grado, la cual podría ser reparada mecánicamente por mandatarios con mejor voluntad y capacitación. La idea detrás de esta perspectiva es que hay crisis cuando la brecha se hace demasiado grande, cuando su magnitud excede las medidas de lo políticamente gestionable, de modo que resulta imposible lograr aquella tensión democrática productiva. Hay crisis, por tanto, cuando el gobierno deja de representar a la mayoría. No es difícil ver que, en nuestro caso, este enfoque suele conducir a una propuesta básicamente reformista: necesitamos encontrar a otro mandatario capaz de restaurar los parámetros democráticos de la brecha, capaz de representar, ahora sí, a una mayor cantidad de peruanos. Después de todo, mayor representatividad y mayor aprobación significan mejor gobernabilidad.
El problema aquí no es que el reformismo sea una postura falsa. Como bien ha sugerido Hegel, la reforma es parte indispensable incluso – y sobre todo – de procesos políticos revolucionarios. El problema con las actitudes reformistas consiste en que, para el contexto peruano, no llegan a ser suficientes para atacar las raíces del problema que nos agobia. Es decir, no agotan el potencial normativo inherente a la idea de una crisis política generalizada, sino que conducen más bien a reproducir el funcionamiento disfuncional del Estado. En efecto, tales actitudes presuponen una capacidad que el Estado peruano claramente no posee, a saber: la capacidad administrativa para reformarse a sí mismo desde arriba. Nos sobran ejemplos. Sin embargo, dicho problema no debería conducirnos a abandonar por completo el concepto de una crisis de representatividad ni a desestimar las capacidades transformativas de un proyecto de reforma. Al contrario, mi tesis sostiene que, para hacerle justicia al ideal democrático que se expresa en nuestra crisis de representatividad, esto es, para hacer de la crisis de representatividad una verdadera crisis política generalizada, es necesario ir más allá del paradigma del derecho a la representación. Así pues, para evitar caer en las trampas de un cándido reformismo que tan solo contribuya a reproducir el funcionamiento disfuncional del Estado, es necesario plantear la pregunta por la legitimación del derecho mismo. Es necesario, aunque tal vez no suficiente, alcanzar una crisis de legitimación democrática que motive a su vez una repolitización de la vida pública.
II
En claro contraste con los delirantes augurios de la prensa, el gobierno de Castillo se ha revelado como lo que estaba destinado a ser: un gobierno débil, fragmentado y precario. En tanto tal, dicho gobierno le ofrecía a la ciudadanía la posibilidad de ejercer resistencia y generar, desde abajo, una tensión política productiva. Sabemos que ese no ha sido el caso. Por el contrario, los intereses privados del mismo Perú Libre, de Fuerza Popular y demás organizaciones criminales o, cuanto menos, corruptas que se hacen pasar por partidos políticos, así como los intereses de las grandes corporaciones e inversionistas motivados por la acumulación unilateral de la riqueza han sabido como siempre aprovechar el caos, infiltrar sus tentáculos en el gobierno y mantener la captura del poder político.[12] En una palabra, la resistencia no ha venido desde abajo, sino desde arriba: no ha sido la anhelada resistencia cívica frente al continuismo del sistema imperante, sino una resistencia eficaz contra las promesas vacías de cambio para el bicentenario de la República. El desastre persiste y se agudiza, pero así también la insatisfacción y el sentimiento generalizado de ignominia. La pregunta, una vez más, es cómo canalizar adecuadamente esa energía social que late aún en el corazón maltrecho de nuestro Perú. En concreto, ¿cómo superar las limitaciones propias del paradigma del derecho a la representación?
Hace no demasiado, las protestas masivas contra Merino y contra el (disque controversial) golpe parlamentario a Vizcarra contribuyeron a hacer explícita la idea de una crisis política generalizada. Las calles exigían en aquel entonces una nueva constitución. Era una demanda clara y concisa. Incluso durante la campaña presidencial de Castillo, se prometió más de una vez convocar a una Asamblea Constituyente que haga justicia a las necesidades del pueblo. En aquel entonces, el precedente chileno de una Convención Constitucional le brindó además inesperada plausibilidad a dicha promesa. Casi parecía como si vientos primaverales soplasen por fin desde el sur de las Américas. Desgraciadamente, la voluntad peruana de cambio no tardó en menguar hasta convertirse en poco más que un ensueño. Se logró movilizar a la ciudadanía, sí, pero esta no supo organizarse lo suficiente como para preservar el momento y solidificar la motivación.[13] El poder constituyente del pueblo no logró reformar ni mucho menos revolucionar el poder constituido del Estado. Sin embargo, sobrevive el recuerdo de una aspiración normativa vigente, esto es, una aspiración de cambio radical en nuestra sociedad. Al poner en tela de juicio el orden establecido, la movilización ciudadana logró por un momento trascender los límites de la crisis de representación y plantear performativamente la pregunta básica por la legitimación del derecho. Es imprescindible retornar a ese momento, cuanto menos desde la teoría.
Entre otros aspectos importantes, es sabido que el tránsito histórico hacia un concepto moderno de política se define por el modo de abordar la pregunta en torno a la legitimidad del Estado y del derecho.[14] Quisiera centrarme en este último. A grandes rasgos, el concepto tradicional de derecho se encontraba estrechamente ligado con el concepto de justicia y encontraba su justificación en las ideas de un derecho divino, natural o racional. Las fuentes últimas de legitimidad del derecho o, para ser más preciso, de la ley eran entonces Dios, la naturaleza o la razón. Los casos concretos tienden incluso a relevar imbricaciones: Dios es el autor de los diez mandamientos, pero estos reflejan a su vez una clara jerarquía de valores en la naturaleza misma; la ley del talión, por su parte, apunta a la restauración de un orden natural justo, pero no se encuentra desprovista de una noción racional de reciprocidad y proporción. Ahora bien, el pensamiento político moderno cambia radicalmente la forma en que el derecho se legitima.[15] Si bien autores como Hobbes, Locke, Rousseau y Kant todavía adhieren de manera explícita a diversas nociones de ley o derecho natural y racional, la novedosa idea de un contrato social entre gobernantes y gobernados revoluciona la estructura de legitimación del derecho existente.[16] En efecto, el derecho y por implicación el Estado han de obtener ahora su legitimidad a partir del libre consentimiento de los gobernados. Eso significa que las fuentes de legitimación del derecho comienzan a perder su carácter trascendente y adquieren más bien la forma de la inmanencia. Poco a poco, el derecho pasa a legitimarse a sí mismo desde adentro, pues son en última instancia los sujetos en tanto portadores de derechos – y no una autoridad externa e inamovible – quienes habrán de definir los criterios de validez de las normas jurídicas. La posibilidad de instituir y por ende de alterar el derecho vigente pertenece entonces a la propia estructura de legitimación de un orden jurídico moderno. Ello quiere decir que, en parte, el derecho moderno se legitima mediante una promesa normativa de cambio: la ciudadanía tiene la potestad de constituir y de transformar el derecho existente o positivo. Prueba de ello se encuentra paradigmáticamente en las instituciones propias de un régimen democrático, pero también de forma particular en el derecho a la desobediencia civil, esto es, el derecho de la ciudadanía a violar leyes injustas.[17] Ahora bien, las promesas por sí solas difícilmente bastan para legitimar (o deslegitimar) una institución.
En las sociedades modernas – sociedades confrontadas a una demografía creciente, al “factum” de la pluralidad cultural y a una división social del trabajo mucho más compleja que antes – se agudiza al mismo tiempo la necesidad de que exista una regulación racional en los procedimientos del sistema jurídico. Bajo la égida del liberalismo y del modo de producción capitalista, el derecho se formaliza con el objetivo de garantizar procesos legales “neutrales” e “imparciales” que, por su parte, aseguren el funcionamiento y la reproducción del orden social emergente.[18] Aquel conjunto de reglas y procedimientos formales que rigen la producción y aplicación del derecho bajo criterios racionales es denominado legalidad; su expresión institucional paradigmática es el Estado de derecho. Desde la sociología, se afirma entonces que la legitimidad del derecho proviene de su legalidad o, en una concepción más reciente, que el derecho se legitima a través de sus mismos procedimientos formales.[19] Además, la legalidad del sistema jurídico contribuye a estabilizar las expectativas respecto del comportamiento social de las personas, lo cual permite un funcionamiento más eficiente y seguro del sistema económico y del sistema político.[20] La legalidad, en pocas palabras, brinda las bases para la seguridad jurídica, y dicho output sirve a su vez para legitimar al derecho de manera circular. Nótese que también en este caso se trata de una estructura de legitimación inmanente: el sistema jurídico se legitima a través de su propio funcionamiento. No obstante, ello significa que, de acuerdo con este modelo, las crisis de legitimación del derecho serían entonces crisis internas, o sea crisis que responden a una disfuncionalidad en el sistema jurídico.
Hay por lo menos dos problemas con tal enfoque, los cuales precisan ser complementados. En términos generales, un sistema disfuncional “en sí” muchas veces no basta para motivar una crisis de legitimación “para sí”: piénsese, sin ir demasiado lejos, en el rol de la ideología como un bloqueo reflexivo que obstruye precisamente el surgimiento de una consciencia de crisis en los actores sociales. El carácter disfuncional de un sistema puede ser encubierto de manera ideológica y, hasta cierto punto, asegurar su pervivencia. En particular, el segundo problema es que la idea de una crisis interna de disfuncionalidad no pareciera captar las tensiones normativas que surgen por el funcionamiento mismo del sistema jurídico. Es decir, este enfoque no pareciera captar la contradicción propia de un funcionamiento disfuncional del derecho y del Estado en sociedades modernas que, como es sabido, se rigen por el modo de producción capitalista. En pocas palabras, dicha contradicción se expresa en el hecho de que la lógica del mercado – cuyo funcionamiento depende de las categorías legales de “propiedad privada” y “contrato laboral”, así como de la capacidad coercitiva del aparato estatal – conlleva a una multiplicación de la riqueza sin precedentes históricos y, al mismo tiempo,a la generación sistémica de individuos pobres, desahuciados y excluidos de la sociedad.[21] Así pues, la “cuestión social” nace justamente en el seno de las sociedades industriales del siglo XIX como un resultado disfuncional de su propio funcionamiento.[22] Ante el riesgo de una desintegración social y la presión creciente por parte de una clase trabajadora organizada e indignada frente a condiciones estructurales de explotación, el derecho se ve obligado a reaccionar institucionalmente. Con el objetivo de no perder su legitimidad y lidiar con las demandas radicales de justicia social por parte de la ciudadanía, el sistema jurídico debe ir más allá de la mera legalidad e incluso más allá de la pura inmanencia formal de los procedimientos democráticos en un Estado de derecho.
Por fortuna, la trascendencia – en este caso, los elementos externos al derecho mismo que, no obstante, contribuyen a brindarle legitimidad – nunca llega a desaparecer del todo en el proceso de “desencantamiento” del mundo moderno. La trascendencia se hace patente, verbigracia, en el entrelazamiento normativo entre un orden legal legítimo y ciertos principios morales socialmente aceptados. A fin de preservar su legitimidad, el derecho no ha de ir en contra de las buenas costumbres, sino que debe establecer más bien una relación complementaria con ellas.[23] Al constituir un sistema de obligaciones y prerrogativas legales claramente definidas, el derecho funciona como un complemento que alivia cognitiva y motivacionalmente la conciencia moral de los actores sociales. Asimismo, no es inusual que la argumentación jurídica se valga de razones morales ni que estas encuentren expresión, pues, en el derecho positivo.[24] Dicho entrelazamiento entre moralidad y legalidad se ha cristalizado más recientemente en el concepto de derechos humanos. Tales derechos, cuya declaración surge en parte como una respuesta normativa a los horrores de la Segunda Guerra Mundial, buscan concederle una forma legal, universal e inalienable a principios morales como, por ejemplo, el respeto a la dignidad humana. Esto acarrea una serie de problemas teóricos y prácticos que no puedo abordar aquí. Me interesa más bien profundizar en una tercera instancia donde el sistema jurídico se ve obligado a trascender los límites procedimentales de la legalidad, a saber: el derecho o, si se prefiere, la legislación social, cuyo apogeo durante la segunda mitad del siglo XX encuentra su forma paradigmática en el Estado de bienestar.
La legislación social busca hacer frente al funcionamiento disfuncional del sistema jurídico en el seno del modo de producción capitalista. Desde el Estado, se busca pacificar las exigencias normativas de la clase trabajadora mediante, entre otros, el acceso a la seguridad social y a un sistema público de salud que garantice ciertos estándares mínimos en la calidad de vida. La legislación social ciertamente no resuelve la contradicción de fondo, pero tampoco se trata de un paliativo más. De hecho, el conflicto histórico en torno a la legislación social y su progresivo desmontaje a partir de la década de 1980 modifican nuevamente la estructura de legitimación del derecho y brindan un marco político para pensar, aquí y ahora, los potenciales de una crisis de legitimación democrática. Incluso si en el Perú difícilmente ha habido un Estado de bienestar real, quisiera argumentar que – al menos en términos normativos – este conflicto no nos es del todo ajeno.
Desde sus orígenes, la legislación social fue una estrategia reformista. Se sabe que Bismarck, por ejemplo, introduce medidas propias de un Estado social para apaciguar las pretensiones revolucionarias del movimiento socialista alemán hacia finales siglo XIX. Desde este ángulo, tampoco es casual que la consolidación del Estado de bienestar en Norteamérica y Europa occidental se geste sobre todo a partir de la década de 1950 y en el contexto de Guerra Fría, es decir, en un contexto de competencia contra el modelo “alternativo” del bloque soviético. En efecto, el Estado tiene que responder entonces a las demandas de una clase trabajadora empoderada que viene de servir a su país en la guerra contra el fascismo y que espera por ello compensaciones respectivas. El derecho será capaz de cubrir tales demandas sociales gracias al crecimiento económico que se da en las secuelas de la Segunda Guerra Mundial, pero que comenzará a estancarse hacia la década de 1970. En efecto, el esfuerzo del aparato estatal por mantener cubiertas las exigencias sociales de la población habrá de motivar – muy esquemáticamente – la crisis inflacionaria de los años 70, luego la crisis de la deuda pública en los años 80, así como el giro neoliberal hacia la progresiva crisis de la deuda privada que se origina a partir de 1995 y que concluye con la crisis financiera del 2008, seguida finalmente por el actual escenario de “deuda total”, o sea un escenario de crisis de la deuda pública y privada al mismo tiempo.[25] A dicha constelación habría que sumar ahora los rezagos económicos de la crisis sanitaria a causa de la pandemia, al igual que la crisis energética por la guerra en Ucrania y por la catástrofe climática que no deja de agudizarse. En cualquier caso, ¿qué relevancia tiene todo esto para nosotros?
A pesar de poseer una impronta reformista, la legislación social de mediados del siglo XX establece una moralización del derecho y del Estado, los cuales se comprometen de ahora en adelante a satisfacer y gestionar cuanto menos ciertas necesidades básicas de la población. Sin duda, ello va de la mano con un desarrollo en las capacidades administrativas del aparato estatal para intervenir activamente en la esfera económica y en la esfera de la salud: no en vano tanto el capitalismo de Estado como la así llamada “biopolítica” se consolidan durante dicho periodo. Al mismo tiempo, la legalidad del derecho deja de ser en definitiva una condición suficiente para su legitimidad. Esto es lo históricamente relevante: La legislación social sube, por así decirlo, la valla de requisitos normativos para la legitimación democrática del sistema jurídico en su relación con la economía y la política. ¿De qué sirve, pues, el derecho formal a la representación si no contamos con condiciones mínimas de subsistencia para ejercerlo, o si padecemos sistemáticamente a causa de estructuras materiales de dominación, opresión y exclusión? En tal sentido, las luchas sociales de la clase trabajadora habrán de encontrar una feliz resonancia con las luchas por el reconocimiento de los derechos de minorías raciales y sexuales durante la década de 1960, los roaring sixties. Tanto el feminismo como la crítica del racismo y el movimiento estudiantil del 68 habrán de converger, aunque sea de manera efímera, con la crítica del sistema económico. Se hablará entonces de problemas de legitimación en el capitalismo tardío, los cuales amenazarían con poner en tela de juicio la persistencia del orden social.[26] Irónicamente, un problema con este enfoque teórico es que se concentra de manera unilateral en la pregunta por la legitimación del sistema capitalista desde la perspectiva de la ciudadanía y de sus exigencias democráticas. El Estado o, para ser más preciso, la conjunción institucional entre el Estado de bienestar y el capitalismo de Estado se ve obligada a prevenir una crisis de legitimación y a asegurar, antes bien, la “lealtad de las masas”. Sin embargo, como bien muestra el ciclo de crisis económicas antes mencionado, los problemas de legitimación a partir de la década de 1970 no surgieron principalmente del lado de la ciudadanía, sino por parte del capital, esto es, de los grandes inversionistas y de las corporaciones transnacionales.[27] Dicho de otro modo, la crisis de legitimación no vino desde abajo, sino desde arriba: no fue una crisis de legitimación democrática, sino una crisis de legitimación capitalista, cuyas consecuencias nefastas – como tantas otras – hubimos de heredar y de reproducir hasta ahora.
Hay, no obstante, dos intuiciones centrales que quisiera rescatar para nuestro estado de crisis. La primera es que, si queremos hacer frente al funcionamiento disfuncional del Estado, es decir, si queremos ir más allá del paradigma de la representación y plantear más bien la pregunta fundamental por la legitimación del derecho, si queremos transformar radicalmente el statu quo y alcanzar así un nuevo orden constitucional que, en el mejor de los casos, sea más justo que el presente, si queremos por fin dejar de reproducir nuestros fracasos, es necesario ante todo ubicarnos en el horizonte histórico de quienes han tomado la palabra del derecho moderno y de su promesa inmanente de cambio. Es necesario, pues, invocar nuestra potestad ciudadana para instituir y transformar el orden legal existente. Ello implica, por un lado, exigir que haya legalidad y Estado de derecho en un país asolado por una corrupción normalizada hasta el punto de que resulta difícil hablar siquiera de un sistema jurídico funcional. Por otro lado, es preciso recordar al mismo tiempo que la mera legalidad es tan solo una primera piedra, la cual no puede equivaler ya a la legitimidad del derecho mismo. Antes bien, es preciso luchar por que el derecho trascienda su inmanencia procedimental y haga justicia histórica a sus propios compromisos morales: es preciso luchar por una legislación social eficiente, como tantas personas lo han hecho, también en el Perú, durante los últimos cien años. Ello implica, por último, darse cuenta de que la legitimación es una espada de doble filo: no solo la ciudadanía, sino también y sobre todo el capital está en posición de plantear exigencias normativas de legitimación y motivar, incluso, el surgimiento de crisis económicas. Navegar esta tensión propia de las sociedades capitalistas y hacer de ella una tensión política productiva no es para nada sencillo, pero es el único camino que puede conducir – ojalá – hacia una forma de vida realmente democrática. En pocas palabras, es necesario darse cuenta de que no basta ni bastará con convocar a nuevas elecciones sin efectuar cuanto menos una reforma en las condiciones de legitimación del derecho y del Estado.
Ello me conduce a una segunda intuición tentativa, la cual remite al problema de cómo alcanzar una crisis de legitimación democrática. Antes que nada, conviene acotar que, si bien las crisis de legitimación representan un fenómeno político, estas se entrelazan con el así llamado “sistema sociocultural” o, mejor dicho, con el conjunto de creencias, esquemas interpretativos y estructuras motivacionales que configuran nuestras interacciones cotidianas.[28] En efecto, el sistema sociocultural engloba aquellas tradiciones que encuentran expresión en la moral o en valores socialmente compartidos y que contribuyen con la reproducción de un orden simbólico, el cual por su parte nos brinda sentido y orientación en el mundo. Cambios drásticos en el sistema sociocultural pueden generar o bien la erosión de convicciones tradicionalmente aceptadas, o bien el surgimiento de necesidades que la misma sociedad y que, en particular, el sistema económico no logre suplir. De este modo, emergen “crisis de motivación” que ponen en tela de juicio la identidad misma de los actores sociales. Las crisis de legitimación – esta es la tesis de Habermas que quisiera rescatar para nuestro contexto – suelen tener como base crisis de motivación en el marco de un sistema sociocultural demasiado rígido, el cual no logra adaptarse a los imperativos del sistema económico ni del sistema político.[29]
En el Perú, las estructuras motivacionales del sistema sociocultural poseen sin duda elementos rígidos que la izquierda tiende a catalogar y a descartar apresuradamente como “regresivos”. Piénsese en la familia “natural”, en el ideal soberano de masculinidad o en el fenómeno generalizado de la religión. ¿Ideologías burguesas, arcaicas y decadentes? Sí, y sin embargo, el éxito estadístico en la campaña presidencial de Castillo pareciera sugerir que cualquier tentativa por criticar los fundamentos del orden establecido va a tener que arraigarse, hasta cierto punto, en tales estructuras motivacionales. La pregunta no es entonces cómo superar desde afuera, por ejemplo, el lastre de aquella nuestra religiosidad decimonónica, sino cómo arraigar un proyecto transformativo justamente en el interior de nuestra tradición sociocultural. Que dicho proyecto no pierda por ello su potencial crítico: ahí reside ciertamente el desafío. De hecho, si es cierto que para lograr una revolución exitosa no bastan acontecimientos políticos puntuales, atravesados además por una violencia abstracta e insostenible, sino sobre todo cambios duraderos en las prácticas, en las costumbres y en los esquemas socioculturales de la ciudadanía, entonces todo proyecto transformativo que apunte a revolucionar el funcionamiento disfuncional del Estado va a tener que ser, en principio, un proyecto al mismo tiempo reformista.[30] El famoso dilema de “reforma o revolución” pareciera revelar, en tal sentido, una falsa dicotomía. No obstante, es crucial poder distinguir de todos modos entre reformas reformistas, las cuales tan solo contribuyen ideológicamente a inmunizar y reproducir el orden social imperante, y reformas no reformistas que conlleven más bien a empoderar, movilizar y organizar al poder ciudadano.[31] La pregunta es cómo atisbar, pues, una suerte de reformismo no reformista o, si se prefiere, una suerte de reformismo revolucionario. Que esa pregunta sea cuanto menos una primera piedra, y que se equivoque por tanto el poeta Scorza, quien con cruda perspicacia sentenció: “El Perú íntegro es una primera piedra. Nunca se coloca la segunda”.[32] En el país más religioso de Latinoamérica, que la fe sea lo último que se pierda, y lo primero que se transforme.
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[1] Cf. Arendt 1964.
[2] En un ensayo anterior, he abordado el dilema electoral de tener que elegir entre un estado de crisis y una crisis de Estado (Maruy 2021). El presente texto puede – aunque no tiene que – ser leído como una continuación de tales indagaciones tentativas.
[3] Para una crítica detallada de esta tesis tradicional y una propuesta alternativa para comprender a los órganos y poderes del Estado como equidistantes respecto de la ciudadanía, cf. Möllers 2005.
[4] Cf. Habermas 1978a, p. 135.
[5] La fuente de esta distinción se encuentra en Pound 1910.
[6] En el marco de la Teoría crítica contemporánea, las normas y los ideales normativos de una institución no son lo mismo. Las normas suelen ser explícitas, mientras que los ideales normativos requieren de una reconstrucción histórico-hermenéutica. El derecho a la propiedad privada es una norma; la libertad es el ideal normativo que suele fundamentar dicha norma. Asimismo, apelar a normas suele ser una estrategia propia de la así llamada “crítica interna”, la cual posee una impronta reformista, mientras que apelar a potenciales normativos no realizados se asocia más bien con la “crítica inmanente”, la cual apuntaría más bien a una trasformación radical de la sociedad. El debate académico ha invertido ciertamente mucha tinta en torno a la pregunta metodológica por criterios normativos adecuados que permitan justificar una crítica de la sociedad y de sus patologías respectivas. A grandes rasgos, el enfoque predominante se inclina hoy en día hacia la idea de una crítica social inmanente. Sin embargo, no termina de haber consenso acerca de cómo concebir exactamente la inmanencia de la crítica. Por ejemplo, es objeto de controversia hasta qué punto aquello que ciertos autores denominan como “crítica inmanente” puede diferenciarse de manera efectiva, o no, respecto de críticas internas con improntas reformistas. Volveré sobre el concepto de reformismo. A propósito del debate metodológico en Teoría crítica, cf. Honneth 2011, Stahl 2013, Jaeggi 2014 y Hindrich 2020.
[7] La presentación clásica de este argumento se encuentra en Kelsen 1960/2017. Para una reconstrucción bastante ilustrativa del problema de la producción privada del derecho mediante contratos, cf. Pistor 2019.
[8] El concepto de “derecho vivo” fue acuñado célebremente por el sociólogo del derecho Eugen Ehrlich. La metáfora aludida se encuentra en Ehrlich 1985, p. 243.
[9] Este argumento se encuentra en Hamilton 2017, p. 66. Dejo de lado aquí los extensos debates en torno a otros modelos democráticos, como la democracia directa, radical, deliberativa o expresiva. Sin duda, elementos valiosos de estas propuestas se plasman en mi análisis, pero no es este el lugar adecuado para esbozar modelos teóricos abstractos que, por su parte, corran el riesgo de encontrarse desconectados de nuestra realidad social.
[10] Esta tesis proviene de Möllers 2020, p. 220.
[11] Cf. Möllers 2020, pp. 223-224.
[12] A propósito de este último término, cf. Crabtree & Durand 2017.
[13] En lo que respecta a los movimientos sociales y al activismo en general, movilizar y organizar son dos actividades complementarias, pero que exigen labores y capacidades ciertamente distintas. En tal sentido, aquellas movilizaciones que no logran organizarse parecieran estar condenadas a una disolución paulatina, como bien ha mostrado Pineda 2020.
[14] Sobre el concepto moderno de política, ver la brillante reconstrucción de Habermas 1978b.
[15] La interesante tesis de que tales cambios estructurales en el derecho se remontan cuanto menos a la revolución papal del siglo XI e, incluso, recogen elementos de la era axial ha sido desarrollada por Brunkhorst 2014.
[16] Sobre la relación entre distintas concepciones del derecho natural y las revoluciones burguesas en Estados Unidos y Francia a finales del siglo XVIII, cf. Habermas 1978c.
[17] Sobre el valor democrático de esta práctica ciudadana, cf. Celikates 2016.
[18] Dicha ideología de la neutralidad ha sido tempranamente criticada por Marx y, en seguida, por el realismo jurídico y los estudios críticos del derecho. Para una reactualización filosófica, cf. Menke 2015.
[19] La primera versión de esta tesis se encuentra en Weber 1921; la segunda, en Luhmann 1983. Para una crítica detallada, cf. Habermas 1992, quien sin embargo también acepta y amplía la idea de procedimentalizar el concepto de soberanía popular en el marco de su teoría del discurso y de su modelo democrático deliberativo.
[20] Cf. Luhmann 1993.
[21] A este respecto, cf. Ruda 2011.
[22] A propósito de la cuestión social, cf. la excelente exposición histórico-sociológica de Castel 1995.
[23] Cf. Habermas 1992, p. 137.
[24] Cf. Habermas 1992, p. 667.
[25] La exposición macroeconómica de este argumento se encuentra Streeck 2015.
[26] Cf. Habermas 1973.
[27] Cf. Streeck 2015, p. 69.
[28] Cf. Habermas 1973, pp. 70 ss.
[29] Cf. Habermas 1973, pp. 105.
[30] Para una tal concepción praxeológica de las revoluciones, donde el ejemplo paradigmático de análisis es la Revolución francesa, cf. von Redecker 2018.
[31] Debo esta valiosa distinción conceptual a Vanessa Thompson, quien hubo de emplearla en el marco de una discusión histórica sobre los movimientos abolicionistas. A este respecto, cf. Loick & Thompson 2022.
[32] Me he tomado la licencia de reformular. La cita original, en referencia a los pueblos de Cerro de Pasco y de casi toda la República Peruana, reza: “El Ayuntamiento y el pueblo asisten a la solemne colocación de la «primera piedra» de los edificios públicos. Nunca se coloca la segunda. El más modesto villorrio cuenta con docenas de «primeras piedras»: mercados, escuelas, postas médicas, oficinas agropecuarias, avenidas imaginarias ofrecen su única piedra al candor. El Perú íntegro es una primera piedra.” (Scorza 1970/2008, p. 97).