Por Julio Marchena
¿Estamos realmente en crisis? Habría que delimitar varios aspectos para que sea inteligible la pregunta y no nos lleve a pecar de ingenuos, negacionistas o cínicos. Las crisis las vivimos de diversas maneras y en distintos ámbitos; y las enfrentamos y procesamos de formas particulares. Lo curioso es que cuando uno entra en crisis en un ámbito particular de su vida -digamos, el profesional- esta invade, cual virus, otros aspectos de la vida personal: el psicológico, el afectivo, el social, etc. Y entonces nos percatamos que todo se ha vuelto caótico y entramos en una verdadera crisis.
Eso parece ser lo que sucede en nuestro país a partir de un rápido vistazo al escenario político: estamos en una crisis política. Pero dicho escenario tiene varios elementos que si los observamos con detenimiento guardan, como en el ejemplo de la crisis personal, una dimensión común: si uno de ellos no está bien, el todo no es perfecto; y si varios elementos son defectuosos la obra en su conjunto no es agradable. Como una vida víctima de diversas crisis, el escenario político nos invita al análisis y a una eventual terapia. Pero, ¿en qué consiste esta crisis del escenario político? Siguiendo la analogía teatral, esta crisis es dramática –en su sentido de afectada- no solo por su trama, sino por su forma de ser contada y sobre todo representada. Los actores, tanto protagónicos como secundarios, la dramaturgia, la escenografía, la producción y la crítica, todo parece estar en crisis. Diría además, para complejizar el asunto, que hasta nosotros los sufridos espectadores que buscábamos una comedia ligera de domingo por la noche, seguimos amarrados a nuestros asientos por propia voluntad o dejadez propia de la crisis, observando una obra vanguardista de corte nihilista o una farsa sin gracia acerca de nada que no soportamos pero que queremos ver en qué acaba. Crisis total. Fin de la obra.
Antes de que este artículo entre en crisis y pare en esta línea, como el ciudadano progresista que ya no soporta tanta mediocridad y se abraza a la depresión o al cinismo, ambos rostros que han caracterizado nuestros doscientos años de vida republicana, intentemos -tocando madera- abordar críticamente el asunto y encontrar alguna luz entre tanta oscuridad.
Si partimos del hecho de que un elemento está relacionado con el todo, bastaría escoger uno de los elementos que compone este cuadro crítico para pensar en sus implicancias en el conjunto. Me quiero concentrar en el elemento que está pasando más piola en el diagnóstico crítico: el de los que hacen (o hacemos) el diagnóstico: los críticos.
Ahora bien, críticos hay de todo tipo, como en botica. Hay desde sesudos intérpretes muy respetables de la realidad política hasta sus fantoches o influencers mediáticos que en tiempos de podcasts te resumen la vida en 15 minutos, ideales para entender la realidad de este gobierno comunista mientras se hace jogging, minutos suficientes para publicar libros y llamarse intelectuales con público, lo cual ya es un logro. Desde los más serios analistas que, además, sufren la propia realidad política sin cinismos y hasta con un moderado pesimismo hasta los políticos-periodistas políticos. Y no, no es un error de tipeo. El periodismo –todo lo que ello implique- se ha tomado en serio el nombre de un programa dominical: ser el cuarto poder (tal vez lo único bueno que ha dejado como legado ese otrora imprescindible de los domingos por la noche). El periodista como el intelectual que opina sobre la realidad y que tiene acceso a medios –llámense los de mayor alcance como televisión, radio o las redes digitales- cae en algún momento en la tentación de hacer política, o sea, de ejercer cierto poder. Es decir, en base a la reputación lograda –años de activismo periodístico o intelectual en los medios- de imagen respetable asociada a la capacidad comunicativa que vale como profundidad en el análisis, los grandes influencers mediáticos han logrado posicionarse en el imaginario popular como los “más confiables”. Ahora bien, cuando uno observa que todos esos viejos confiables hablan un mismo lenguaje, que expresan una misma idea acerca de los hechos, se genera en el lector u oyente mínimamente informado un cierto ruido: “¿será que ellos dicen la verdad y yo estoy equivocado?” Ese ruido nos puede llevar a algunos a apagar todos los dispositivos tóxicos que gritan “¡crisis!” a cada hora como feed apocalíptico. “¿Será que estoy equivocado? ¿No es, acaso, clarísimo este podcast?”
Claridad y articulación no es, pues, lo único que se debe tomar en cuenta en el análisis de la crítica mediática, aunque esta crisis ha evidenciado una saturación de falacias de todo tipo en cada artículo de opinión “bien escrito”. Hay que subrayar esas falacias y los gestos que las acompañan, el espíritu que destila comentarios sobre la ignorancia, la nula preparación o la vulgaridad de ciertos actores de la nueva política, sobre este nuevo rostro del poder que evidencia su incultura en el uso de lenguas que nadie entiende o en el cambio en la lista de invitados a una Feria de Libro Internacional como señal de barbarie; sin contar con el glosario de frases que desde mucho antes de 28 de julio se ha utilizado para explicar ese otro país que irrumpe trayendo consigo ciertas pesadillas bicentenarias y coloniales, frases que serían la delicia de un terapeuta nacional que disfrutara –si eso fuera posible sin cinismo- de auscultar espíritus enfermos que, para su mala suerte –la del terapeuta, claro- se niegan a reconocer que están enfermos y mucho menos a pagar por la sesión. Metacrisis cognitiva.
En efecto, como mucho se ha escrito y hablado –y siempre, de la misma forma, gracias a esa manía por los lugares comunes producto de la pereza o de la urgencia por producir trescientos podcasts al día- acerca de los problemas o la crisis política actual, me he permitido abordar ese otro elemento importante que constituye este escenario y que contribuye a su caos. Periodistas que desde el post-fujimorismo se convirtieron en la voz expresiva de una ideología que se impuso en el imaginario colectivo y en la toma de decisiones al más alto nivel, gestores de la información que suman a sus ingresos el reconocimiento de ser “asesores” en tiempos de crisis política en calidad de facilitadores de “media training”, animadores intelectuales de debates insustanciales que, en tiempos de la era del espectáculo multiplataforma, tuvieron en vilo a toda una nación en recurrentes crisis políticas: desde las peleas fratricidas de los herederos del legado fujimorista hasta los escándalos de megacorrupción y un reciente golpe de Estado incluido. ¿Cuántas noches de desvelo para culminar una serie ya repetida: crisis, situación-límite, vuelta a la normalidad, nueva temporada, otra crisis, etc.?
Porque esta dinámica fue lo que caracterizó a la normalidad pre-pandémica en la cual el periodismo jugó un papel central. Se enfatizaban las crisis –porque siempre han existido- para no tocar lo sustancial. Lo sustancial es el cambio de las estructuras en el país. ¿Que qué quiere decir esto? Esto puede significar muchas cosas, pero todas sin embargo apuntan a un solo objetivo: cambiarlo todo. Y ello implica el poder que ciertas voces mediáticas han tenido en nuestro país. El que un periodista de peso sea dejado en visto en los chats del grupo de más alto nivel de la política nacional es algo que hiere más que una expropiación.
Las crisis, en efecto, implican un cambio o un nuevo escenario vital. De pronto la realidad política que supuestamente conocíamos nos responde ahora de manera imprevista. Y si eso es un cambio drástico –para lo cual tendremos muchos años más para leer e interpretar- no nos percatamos de que el cambio también se instaló en nosotros. Ya no tenemos ese poder que otrora detentábamos, ya no son necesarias las frases moderadas pero con el suficiente volumen para presionar políticamente, ahora necesitamos gritar que todo es apocalíptico y que es mejor volver a antes del 2021, maldito Bicentenario, maldita pandemia, maldito país. Y lo peor es que esta crisis mediática no puede resolverse por sí misma. Si nunca funcionó la autorregulación en el mercado de programas basura de señal abierta, menos funcionará el límite a la opinión política que defiende la propia opinión y en ese sentido es la expresión más personal que puede existir. Y la más difícil de moderar. Los tuits de las personalidades mediáticas son en ese sentido más que elocuentes.
La pandemia trajo mucha muerte y dolor en el mundo y en nuestro país. Sobre eso se ha hablado y escrito mucho. Pero también hizo posible que irrumpa lo nuevo, lo no calculado, pero que siempre estuvo ahí. Nuestros resentimientos, nuestro racismo, nuestro desprecio por el otro que no lee los mismos libros que uno lee, o que simplemente no sabe leer. La novedad de la crisis sanitaria tuvo como corolario la novedad de la crisis política en el Perú. Estamos frente a una realidad política diferente, nos guste o no. Y frente a escenarios nuevos estrategias nuevas. Esa es la gran tarea de todos los actores involucrados en esta gran crisis nacional. El gobierno se encuentra en una crisis nueva: nunca la izquierda ganó algo importante como ahora. La centro-derecha y la radical se encuentran en una crisis nueva: nunca perdieron nada. Si no parten de ese reconocimiento y asumen que ello implica apelar a nuevas formas y actitudes para tratar de controlar la ola, los resultados serán impredecibles. Pero si la clase política peruana actual es lo más predecible que hay, esta batalla la ganará quien tenga más cabeza fría y sepa con ello hacer política de verdad.
La bulla mediática guarda, pues, relación con la guerra a muerte entre opiniones encontradas en el ámbito más privado hasta en los adrenalínicos intercambios de opinión en el hemiciclo congresal. Crisis que aumenta la crisis, más gasolina al fuego, lo que se busca incinerar no es un cadáver sino un país. Y todo por la terquedad de no querer reconocer el papel político que se pretende defender, como si no nos diéramos cuenta de lo evidente. Como buenos políticos, los influencers mediáticos otrora periodistas, nunca muestran sus cartas; pero tengo la sospecha, una humilde sospecha, de que la ciudadanía corresponsable de esta crisis, ha aprendido un poquito en estos últimos años decisivos. Probablemente mañana digamos todo lo contrario; pero ese poder mediático con todo su arsenal, con todos los opinólogos de la puerta giratoria tele-radio-podcast no pudo ganar las elecciones –permítanme repetirlo: no pudieron ganar las elecciones- y ya van más de dos meses que no se tumban al Gabinete.
Probablemente la próxima semana censuren al Ministro de Trabajo y se inicie el final del gobierno con el que la derecha sueña todas las noches. Probablemente no. En esta completa incertidumbre política que evidencia una crisis epistémica casi existencial, hay algo positivo: esta vez la crisis también afecta a la derecha y ya se sabe cómo se la provoca. Todos los días se aprende algo. Que sea este humilde aprendizaje una luz para conseguir nuestra cura social, una terapia que solo se puede lograr con éxito si hacemos verdadera crítica juntos y mostramos todos nuestras propias cartas.
Créditos de la imagen: Diario El Peruano (https://elperuano.pe/noticia/93410-importancia-del-periodismo-en-epocas-de-)