Por Hernán Aliaga
Los tonsilolitos son concreciones amarillentas, pequeños cálculos situados en las cavidades de las amígdalas hechos a base de moco, células muertas, restos de comida y finas bacterias. A pesar de su juguetona denominación, se sabe que estás calcificaciones pestilentes podrían estar detrás de muchos dolores de garganta, amigdalitis, dolores de oído y de ser algo así como los principales responsables de la halitosis en el mundo.
Algunos estudios afirmaban que, debido a la obligatoriedad en el uso de las mascarillas, muchos ciudadanos cayeron en cuenta de sus pútridas exhalaciones, lo que generó un incremento considerable en la demanda de mentas, chicles mentolados y clavo de olor. No solo ello. En su edición del 2020, la revista británica Lancelot señalaba que la presencia de estas fusiformes microcroquetas insertas en las criptas amigdalíticas eran la principal razón de aquella -hasta ahora inexplicable- práctica que obligaba a tanto infeliz a portar la mascarilla con el apéndice nasal fuera de la misma, incluso en espacios altamente congestionados como el transporte público. La publicación concluía que se trataba menos de “hipoxia”, como aludían los concernidos o de un flirteo irresponsable con el COVID, como sugerían los críticos y mucho más de la penosa incapacidad de algunos para poder convivir consigo mismos y sus más íntimos sumideros. “La gente quiere autosuperarse; sentirse el aliento a desmonte es como un bajón” concluía la psicogenetista Pili Mili.
Aunque intelectuales de prestigio, digamos enigmático, como Judith Butler, encontraban en este gesto una forma de resignificación subversiva a fin de romper con dinámicas normalizadoras y cosas de ese tipo; el ponderado crítico marxista Terry Eagleton, haciéndose eco de lo dicho hace ya algún tiempo por él mismo (a saber: la halitosis es como la ideología, siempre la tiene el otro), señaló que este gesto aparentemente transgresivo era un claro ejemplo de la fragmentación alienante del ego, de la imposibilidad de aceptar y amar a ese yo que, cual espejo de polipropileno, les devuelve la mascarilla en forma de un cálido vaho con aroma a bosta: “¿será que el perro se sentó en mi mascarilla?” “¡este no puedo ser yo!” “¿no son los zurdos los del mal aliento?” “ah, esto me pasa por reírme con ese meme de Zizek”.
Paradojas de por medio; en el reciente contexto electoral, cada quien se ha ceñido la mascarilla y abrazado con furor sus propios metarrelatos. Sin más remedio, las propias emanaciones adquirieron remozados buqués y el desagrado previo se reveló anacrónico. El atavío nobiliario de nuestro liberal iconoclasta, fue menos el suplemento obsceno que una verdad del sustrato a la que sacó lustre con su apoyo a Fujimori. Cuesta pensar entonces que todo esto haya sido más novedoso para la vieja y curtida izquierda que para la derecha botoxeada (siempre más fachosa)o, por supuesto, para los amigos supraideológicos que revolotean sobre -algo así como- el centro político pero que, llegado el temporal, siempre aterrizan en la derecha. Pocas ocasiones tan propicias para una ganancia de autoconciencia como la que nos ha dejado esta segunda vuelta. Haríamos bien en agradecerle a la chica, al prosor y, como no, a los alegres tonsilolitos… Quizá ahora podamos decir que la ideología no solo la tiene el otro.
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