Por Jeremy Adelman
A mediados de la década de 1860, mientras un ansioso y enfermo Karl Marx trabajaba en el ensayo de 30 páginas que se convertiría en Das Kapital, su hija Eleanor, “Tussy”, jugaba debajo de su escritorio. Con sus muñecas, gatitos y cachorros, Tussy convirtió el estudio del sabio en su sala de juegos. De vez en cuando, Marx se tomaba un descanso de su «libro gordo» (como Friedrich Engels, el amigo de la familia y mecenas, llamaba al creciente montón de páginas) para elaborar un cuento infantil y recitarlo a su hija. Componía a un antihéroe, Hans Röckle, que se convirtió en el personaje favorito de Tussy, un mago barbudo y de ojos oscuros dedicado a crear maravillas en su caótica tienda de juguetes. Años más tarde, Eleanor reconocería las luchas de Röckle como propias de su padre, y vería el cuento infantil como una sátira de su no ortodoxa vida. La magia de Röckle era también una parábola sobre cómo hacer que las cosas se valorizasen, y acumulando capital a partir de las deudas: la versión ficticia de lo que Marx estaba decidido a desmitificar en Das Kapital.
Sin embargo, Karl Marx ha llegado hasta nosotros como un pensador de sistemas. Pues cuando se levantó el telón de la era del capital, Marx supuestamente buscó explicaciones permanentes para el devastador éxito del capitalismo -y su inevitable desaparición. Sujetó así las leyes de la Historia al ascenso y la caída de un sistema económico.
Finalmente, no fue el capitalismo, sino el comunismo, el que se derrumbó. Así, con la expansión de las fuerzas del mercado, el sabio de la revolución quedó empequeñecido. Los historiadores lo han arrumado al mundo de románticos soñadores del siglo XIX, más cercano al mago Röckle que al pseudocientífico Stalin. Francis Wheen, su primer biógrafo tras la caída del Muro de Berlín, nos dio al Marx aventurero y periodista comprometido. Jonathan Sperber fue un paso más allá, convirtiendo al arquitecto del socialismo científico del siglo XX en un rebelde con ojos estrellados, un descendiente utópico de los revolucionarios franceses[1].

El largamente esperado libro de Gareth Stedman Jones continúa esta tendencia. Stedman Jones muestra a Marx como un hombre en su tiempo, leyendo, revisando, y permanentemente anhelando descifrar su emergente presente global. Karl Marx: Grandeza e ilusión es un libro majestuosamente importante sobre un intelectual que lucha por dar sentido a un mundo en rápida integración capitalista; es también un retrato fascinante de ese mundo visto a través del ojo de una mente. Y por último, Karl Marx es la historia de un fracaso, específicamente el fracaso de proponer una idea universal de desarrollo, que pudiera cimentar una causa revolucionaria.
Esto tiene sentido. Cuando el neoliberalismo se presenta como el único juego vigente, es difícil imaginar alternativas, mucho menos una utopía económica. En una época de expectativas disminuidas, no sorprende encontrar un Marx redimensionado.
Y sin embargo, si Marx estaba muy equivocado en algunas cosas, parecía acertar en otras. Desde el colapso financiero de 2008 y el gran éxito del libro de Thomas Piketty’s El Capital en el Siglo XXI (2013), junto con una mayor conciencia de la brecha cada vez mayor entre los que tienen y los que no tienen, ha habido una fascinación renovada por el hombre que los historiadores habían encerrado en una bóveda del pasado. El descontento hirviente y la fatiga de la globalización plantean la pregunta: ¿es inútil imaginar a un Marx que nos hable ahora? Si no es así, ¿cuál Marx? Stedman Jones ofrece algunas pistas. Pero para encontrarlas hay que ver a Marx como el primero en admitir los límites de su propio credo.
En cierto sentido, Marx fue el primer postmarxista.
Marx o Engels
Si Marx va a hablarnos ahora, es importante tener claro quién era, y quién no era. Durante más de un siglo, algunos de sus seguidores han sido sus ventrílocuos. Nadie hizo más para crear el mito de Marx como Homo Sistematicus que los marxistas. Y nadie hizo más para convertir a Marx al marxismo que Friedrich Engels.
Para inmortalizar a Marx de manera que se le asocie a una línea científica de socialismo, Engels pronunció en su tumba un elogio famoso y ampliamente difundido. El 17 de marzo de 1883, mientras bajaban el ataúd de Marx a una tumba en el cementerio de Highgate, Engels le dijo doliente cortejo que “así como Darwin descubrió la ley del desarrollo de la naturaleza orgánica, Marx descubrió la ley del desarrollo de la historia humana: el simple hecho, hasta ahora oculto por un crecimiento excesivo de la ideología, de que la humanidad debe ante todo comer, beber, tener refugio y ropa, antes de poder dedicarse a la política, la ciencia, el arte, la religión, etc.» Es más, Marx había «descubierto la ley especial del movimiento que gobierna el modo de producción capitalista actual». Este era el Marx científico; fascinado por la electricidad, no por la poesía.
Muerto, Marx fue remodelado por Engels, por el ruso Georgi Plejánov y otros, en aras de una lucha secular del siglo XX para conquistar el alma del planeta. Cuando ahora miramos hacia atrás, una generación después de los compromisos de la Guerra Fría, en los que Marx fue invocado, los orígenes de su credo parecen bastante diferentes. Despojados de heroicidad, son más vacilantes y ambivalentes.
Para empezar, para Karl Marx la literatura y la economía política no estaban distantes. Había cortejado a su esposa, Jenny, como aspirante a poeta. Aprendió inglés por sí mismo (gracias a las exhortaciones de Jenny) leyendo a Shelley y Shakespeare. Recitaba de memoria a Tussy largos pasajes del bardo isabelino. Había algo de tragedia teatral en los relatos de Marx sobre los fallidos levantamientos de 1848, y su polémica en La guerra civil en Francia sobre la masacre de los comuneros. Cuando estaba escribiendo La guerra civil con Engels, detrás de escena Marx estaba en plena retirada, literalmente volviendo a algunas de sus obsesiones originales, y distanciándose de Engels. Se podría decir que Marx se había estado retirando durante décadas.
Paria dentro
Marx fue más presto que sus seguidores en ver el fracaso de sus teorías. La cuestión de si podría haber una explicación general para el curso que seguía el mundo persiguió a Marx desde el principio, comenzando con sus primeras cavilaciones sobre la cuestión judía. Para recuperar este Marx, Stedman Jones comienza con la errática emancipación de los judíos de Renania. Nacido en Tréveris, de padres judíos conversos (su abuelo era el rabino de la ciudad), Marx fue al Gymnasium local, donde se empapó de «la creencia sagrada en el progreso y el ennoblecimiento moral», y aprendió el canon de la cultura neoclásica y humanista de la escolarización alemana.
El origen es importante. El padre de Marx, Heinrich, né Herschel Mordejai, un abogado, vivió la difícil situación de todos los judíos de Renania, emancipados durante la marea de la Revolución Francesa, pero despojados de sus derechos luego de 1815, cuando la región quedó bajo el dominio protestante-prusiano. Ante la perspectiva de perder sus derechos cívicos (que incluían el derecho a ejercer la abogacía), se convirtió al luteranismo el año anterior al que naciera Karl en 1818. La sombra de esa opción se cernió sobre Marx, aunque Stedman Jones resiste la tentación biográfica de reducir todo lo que vendría después a ese arduo momento. El hijo judío, sin embargo, era el heredero de un conformismo involuntario. Aunque más tarde llamó al capitalismo el más grande homogeneizador entre todos, alimentó la posibilidad de que hubiera una manera de evitar la mercantilización humana universal. En la década de 1870, uno encuentra a un Karl envejecido preguntándose si todos estaban condenados a someterse. En una carta a la revista rusa Otiéchestvienie Zapitsky [Anales de la Patria] advirtió a sus editores contra una mala interpretación de Das Kapital: el materialismo histórico no era una teoría “…sobre la trayectoria general a que se hallan sometidos fatalmente todos los pueblos, cualesquiera que sean las circunstancias históricas que en ellos concurran….”[2]
Desde Tréveris, Marx fue a la universidad en Bonn para convertirse en abogado, como su padre. Después de enterarse de que su hijo bebía y se divertía durante sus estudios, Heinrich envió al joven Karl a la sobria vida berlinesa. Allí fue la filosofía, no el derecho, la que le dio a Marx los medios para imaginar un mundo sin ilusiones, para despejar el camino para un futuro gobernado por la razón, no por la religión. Siguiendo a los jóvenes hegelianos, Marx se volvió —algunos dirían en contra— hacia los de su propia clase. Marx ha sido visto como un semita que se odia a sí mismo, autor de biliosas palabras sobre sus antepasados. Pero tenía un problema entre manos: ¿qué hacer con las comunidades particulares en la corriente racionalizadora de la Historia? ¿Los judíos, como otros, tenían que aunarse a la marche generale? Ésta se convirtió en una preocupación que atraviesa como una cicatriz la obra de Marx. Fue la fuente de una parte de su más apasionante prosa; también motivaría sus dudas más profundas.
El caso de los judíos ilustró la difícil situación del auto-extrañamiento. La era burguesa puso a los judíos en una paradoja: sus derechos políticos y cívicos seguían siendo negados, mientras iba en aumento su poder financiero, ligado a la banca y el comercio. El dilema de un pueblo que fue excluido públicamente mientras ascendía en lo privado era bastante perturbador; lo que irritaba a Marx era que los judíos se beneficiaran como «mercachifles» capitalistas mientras obedecían las viejas formas de vida. Era la peor fusión imaginable; una especie de doble alienación: la reverencia impía al dinero, mezclada con el atraso revestido de sacralidad.
«Sobre la cuestión judía» (1844) y sus atroces pasajes sobre el atraso y el oportunismo judíos se convertirían más tarde en una piedra de toque para la cruzada de Stalin contra los «cosmopolitas desarraigados». Pero a menudo se olvida cómo Marx insistió en que los judíos no deberían tener que renunciar a su fe como condición para la emancipación política. La pregunta para él era: ¿podrían los parias alguna vez quedar completamente emancipados como seres humanos mientras continuaran aferrándose a sus costumbres comunitarias? Si a veces respondía que no, con una certeza inequívoca, había más cosas que estaban ocurriendo. A medida que los recintos feudales y las ciudades amuralladas daban paso a las sociedades industriales, «Sobre la cuestión judía» contempló el destino de las personas relegadas a un lugar parcial e injusto en el flujo de la historia. Para muchos, la comunidad era la forma de manejar y resistir los riesgos, por no decir la ruina, del capitalismo.
Marx siempre estuvo más atento a esta ambigüedad de lo que nunca admitirían los buscadores de certezas. Su temprano idealismo radical sondeó diferentes formas de cómo podría surgir la «naturaleza comunitaria del hombre» de la «interdependencia de la sociedad civil». También se esforzó por evitar formas elementales de pensamiento determinista. Stedman Jones retrata a un Marx que anhela reconciliar el idealismo y el materialismo, «incorporando la naturaleza y la mente sin asignar primacía a uno u otro». La cruzada póstuma para convertirlo en el autor de una “teoría materialista de la historia” ha tenido que borrar todo este estilo inicial, o desecharlo como especulación inmadura.
En opinión de Stedman Jones, Marx continuó llevando consigo estos rasgos. Intentar reconciliar dicotomías, pensar en la libertad como algo más que la liberación de la necesidad, insistir en que los humanos eran criaturas sociales con una profunda necesidad de pertenencia -se convirtieron en sustrato de su pensamiento. Pero en 1844 Marx estaba recurriendo a una nueva fuente para ver el mundo: la economía política. La preocupación de Marx pasó de la conciencia del espíritu a la actividad humana.
Palabras de lucha
Reorientarse hacia la economía política también alejó a Marx de una aburrida existencia académica, y lo llevó a una carrera de periodista que duró toda su vida. Fue como periodista que el paria se convirtió en un exiliado.
En la corta existencia de la Rheinische Zeitung, Marx y sus camaradas publicaron algunos artículos escabrosos sobre la religión y las hipocresías pietistas del zar ruso, que se había erigido como un icono del despotismo fanático. Bajo la presión de San Petersburgo, y preocupado por el rumbo de todos esos discursos incendiarios, el gobierno prusiano cerró el periódico y expulsó al exilio a su último editor: Marx. Se mudó a París, donde duró aproximadamente un año, hasta que fue deportado nuevamente, esta vez a Bruselas. Fue allí donde se uniría a Engels y escribiría el texto que lo convertiría en el profeta de la revolución que ahora conocemos: el Manifiesto del Partido Comunista. (Originalmente, solo para recordarnos el atractivo perdurable de las imágenes espirituales, se tituló «Confesión de Fe Comunista»[3]).

Después de eso, los belgas lo echaron. Marx fue entonces a Colonia por un breve lapso, reasumiendo la condición de editor de otro periódico. Duró un año, hasta que el gobierno prusiano lo envió de nuevo a hacer las maletas. Regresó a París por unos meses, solo para convertirse allí una vez más como persona non grata. Y finalmente en Inglaterra, donde se establecería, aunque siempre se le negó la ciudadanía y viviría hasta el final como ciudadano apátrida, situación no muy diferente a la de los padres de sus padres. Fue en estos años de saltar de un país a otro, cuando la religión dejó de ser su obsesión, abriendo paso al “sistema burgués”. La industria, la vida en las fábricas, las chimeneas, los hombres del dinero: toda una nueva escenografía y un nuevo elenco de personajes capturaron el escenario literario de Marx. A pesar de toda su curiosidad, desarrolló algunos sorprendentes puntos ciegos. Como deja en claro Stedman Jones, hubo poco acerca de los acontecimientos de finales de la década de 1840 y principios de la de 1850 en lo que Marx acertó. Interpretó los acontecimientos de 1848 a través del prisma de 1789 y de una fantasía sobre la revolución.
Una de esas realidades fue el inicio del consumo masivo. Otro fue el surgimiento del libre comercio. En una aguda observación que no tuvo ningún efecto en ninguno de ellos, Engels le escribió a Marx desde Manchester que «los libre cambistas están aquí aprovechando la prosperidad o la semi prosperidad para comprar al proletariado»[4]. Entre los cambios inclusive más importantes, según Stedman Jones, estuvieron la democratización del Estado, el auge del electoralismo y la formación de sistemas de partidos competitivos, que avivaron la vida política. Si bien Marx y sus seguidores denunciaron los engaños del voto, y trataron las elecciones como ceremonias caóticas, pasaron por alto por completo el significado del proceso político y sus consecuencias para los alienados. La de Marx era «una imagen estática y anacrónica», concluye Stedman Jones. Marx se esforzó por comprender las fuerzas políticas y económicas detrás de las convulsiones europeas, hasta el punto de malinterpretarlas por completo.
Esto tuvo enormes consecuencias para su liderazgo en el incipiente movimiento comunista; Marx nunca tuvo en cuenta la importancia de hacer alianzas y coaliciones, destrezas que son fundamentales en la política democrática. El resultado fue un espectacular deslizamiento desde el optimismo y la euforia, a la desolación y la desesperación, seguido de acusaciones entre facciones revolucionarias.
Y, sin embargo, Marx estaba en algo. Ser periodista exiliado de un periódico en otro país le dio un lugar que muy pocos tenían o decidieron ocupar. Marx se convirtió en un reportero del mundo; en un flujo constante de artículos derramó su sarcasmo y su implacable energía enlazando eventos dispares. Por entonces la información sobre el mundo llegaba a Londres. En 1851, un cable submarino unía a Dover con Calais. El Atlántico fue cruzado por el telégrafo en 1858. Justo antes, mientras estallaba la guerra de Crimea, la Channel Cable Company tendió un cable desde el cuartel general del ejército británico en Balaklava, en la península de Crimea, a Bulgaria. El frenesí de los reportajes anti-rusos alcanzó su apogeo en las páginas del London Illustrated News, solo para reforzar la acérrima rusofobia de Marx. Bebió todo esto ávidamente, en un momento en el que Londres no era solo el centro de las finanzas y el comercio, sino también de las noticias y la información.
Marx debe haber sabido que esto era una mina de oro. Explotarlo le condujo a algunas observaciones profundas acerca de la integración económica global. A pesar de todos sus puntos ciegos políticos, el periodista apátrida escribió algunos ensayos perspicaces sobre la economía mundial mientras estaba surgiendo, el papel del capital financiero en la caída de la Compañía de las Indias Orientales, la influencia del libre comercio en la Rebelión de Taiping. Recicló también algunos de sus notorios sesgos, especialmente en sus puntos de vista sobre el campesinado del «Indostán» y lo que pensaba que era la crisis inminente de la aristocracia rusa (de hecho, el imperio ruso se estaba expandiendo a un ritmo que rivalizaba con los Estados Unidos, y despertó temores en el corazón del ministro paranoico que era Lord Palmerston).
La globalización y Das Kapital
Como intérprete de lo global, Marx vio la necesidad de un nuevo tipo de economía política, que pudiera explicar no solo el surgimiento del industrialismo y la sociedad burguesa, sino su expansión y crecimiento. No era solo que el capitalismo (una palabra acuñada por Louis Blanc y Pierre-Joseph Proudhon, y utilizada pocas veces por el propio Marx) estaba reemplazando a los «sistemas» anteriores. Era que tenía una capacidad desenfrenada para crecer y absorber. Se había vuelto global, lo cual demandaba un tipo de teoría distinta del «estancamiento» enfáticamente sostenido en el Manifiesto Comunista, que predijo que el socialismo eclipsaría al capitalismo con tanta seguridad como el capitalismo eviscerara al feudalismo. Desde la guerra de Crimea hasta inicios de 1868, explicar el crecimiento global se convirtió en el objetivo de Marx. De ahí surgió Contribución a la crítica de la economía política (1859) y, ocho años después, Das Kapital.
Visto a lo largo del extenso recorrido de la obra de Marx, este fue un momento relativamente breve, furtivo y lleno de ansiedades. Pero tuvo consecuencias duraderas sobre cómo Marx sería recordado. De hecho, mucho de lo que escribió ahora está olvidado, o confinado a nebulosos debates entre conocedores acerca de lo que realmente Marx quiso decir. En mi época universitaria pasé muchas horas estudiando detenidamente la sintaxis de Marx, buscando pistas sobre el misterio de la prosa real de Röckle. Cuando llegué a Oxford como estudiante de posgrado, a mediados de la década de 1980, Gerald Cohen estaba perfeccionando la teoría de la historia de Marx como una historia sobre el crecimiento de las fuerzas productivas. Con Making Sense of Marx (1985) Jon Elster hizo un valeroso esfuerzo para aportar algo de claridad a nuestros exuberantes debates, desde la premisa de que Marx podría tener un sentido de base -si tan solo lo pudiéramos purgar de su hegelianismo, y reemplazarlo con la elegancia del individualismo metodológico. La ironía, por supuesto, fue que mientras debatíamos las virtudes depuradoras del «marxismo analítico» -también conocido como «marxismo sin tonterías»-, los actores en el mundo real estaban derribando los restos del bolchevismo, lo que nos dejó perplejos: ¿quedaba algo del marxismo, salvo tonterías?

Pero de este momento de la vida de Marx destacan dos textos. El primero es su “Prefacio” a la Crítica, que comienza, como señala Stedman Jones, con uno de los pasajes más citados del canon marxista: “El modo de producción de la vida material condiciona el proceso general de la vida social, política e intelectual. No es la conciencia de los hombres lo que determina su existencia, sino su existencia social la que determina su conciencia». Desde entonces, los marxistas han sufrido por el significado de esa elección de estos verbos crípticos. ¿Qué significa «condicionar»? ¿Qué es lo que «determinar» hace? Stedman Jones, quien en su carrera ha destacado el poder del lenguaje y de la retórica en la conciencia de clase, encuentra en este pasaje una gran cantidad de pensamientos confusos y, por lo tanto, de políticas desencaminadas sobre la acción colectiva y el cambio social.
El segundo texto fue su «libro gordo». Pero Das Kapital hizo las cosas aún más oscuras al enredar al lector en fórmulas tortuosas sobre cómo el dinero se convierte en capital, de M-D-M a D-M-D (con M como código para mercancías y D para dinero). Conectar las fórmulas a las grandes teorías de la Historia convirtió el transcurrir del tiempo en un juguete a cuerda que marchaba por el camino capitalista hacia alguna apoteosis.
Irónicamente, mientras presenciaba el poder global de los mercados y deseaba crear una «teoría» (o «crítica») de lo que estaba sucediendo, Marx tuvo más éxito, como observa Stedman Jones, «precisamente en el área por la que pretendía tener la menor consideración». Sus escritos llenos de mundo conectaron las raíces históricas del capitalismo -el auge de la producción industrial y el surgimiento del capital financiero-, con su expansión internacional y la resistencia globalizada. Stedman Jones sostiene que Marx era mejor trazando los contornos de la historia global de un sistema económico, que manejando su bola de cristal. Marx bien puede ser el primer historiador global, un más atinado analista del pasado que un profeta del futuro.
¿Qué pasó con el verdadero Marx?
No es de extrañar que los marxistas se atrincheren. Buscaban una teoría de las revoluciones extraída de una obra que nació cuando el capitalismo atravesaba uno de sus dolores de crecimiento, y no los sufrimientos de una agonía final. El hábito de confundir transiciones con colapsos se convirtió en un acto reflejo obstinado; los marxistas han hecho carrera al predecir caídas libres que nunca sucedieron.
De esto, Marx tiene parte de la culpa. En el “Prefacio” a la Crítica, señala Stedman Jones, Marx «parecía franquearse a una visión mucho más determinista del hombre de lo que antes había sido evidente». Para empezar, no había política; los asuntos de Estado se dejaron para Das Kapital. Luego, cuando trabajó su «libro gordo», algunas de las partes vitales fueron dejadas en el camino, para futuros volúmenes que dejaría para que Engels rehaga en una versión de lo que este último pensaba que el marxismo debería ser después de Marx.
Marx sabía que Das Kapital era incapaz de llevar a cabo sus ambiciones explicativas. Donde era más débil era en los asuntos por los que Marx había estado luchando desde finales de la década de 1830: la conciencia de grupo y la pertenencia a la comunidad. Pero se lo guardó para sí mismo. En cambio, retrocedió y dejó que Engels hablara -y publicara- cada vez más. ¿Por qué? Stedman Jones indica varias razones. Cansados de su despotricar sobre los reaccionarios en Francia y Rusia, los editores del New York Daily Tribune pusieron término a sus colaboraciones. Esto hizo que Marx dependiera aún más de las subvenciones de Engels.
También había un problema político, que nunca fue el punto fuerte de Marx. Los populistas eran más capaces que los comunistas para movilizar a las masas; el nacionalismo ganaba terreno, no el internacionalismo. Tussy estaba entre los millones que se desmayaron cuando la Garibaldimania barrió Gran Bretaña en 1864. Luego, el movimiento en el que Marx puso tantas esperanzas, la Comuna de París, terminó en un espantoso derramamiento de sangre. También hubo ásperos enfrentamientos con otro exiliado: Mikhail Bakunin, el ruso incendiario y más claro rival de Marx en la disputa por el liderazgo espiritual del radicalismo, y cuyo dedo estaba mejor posicionado en el pulso de la política de masas. Fue Bakunin quien advirtió contra la pulsión autoritaria existente en el movimiento comunista.
Durante la década de 1870 Marx escribió mucho, pero publicó poco. En público, “estaba dispuesto a permitir que Engels actuara en su nombre”, señala Stedman Jones, lo que solo amplió la brecha entre un Marx ambivalente y marxistas en busca de certeza.
Los capítulos finales de Karl Marx no son solo lecturas esenciales en la historia intelectual global. También revelan cuánto se estaba alejando Marx de la lucha de clases como una “necesidad impulsada por la naturaleza”, y regresaba a temas de una época anterior, cuando se preguntaba acerca de los seres humanos como criaturas sociales que buscaban reconocimiento y pertenencia. Pero todo esto Marx se lo guardó para sí mismo. Por ejemplo, la idea de la fascinación de Marx por Darwin y el pensamiento evolutivo, es un mito promocionado por Engels. Marx fue «respetuoso” de Darwin, pero no estaba «emocionado» por él, nos dice Stedman Jones.
Por el contrario, lo que sí entusiasmó a Marx fueron los descubrimientos sobre la vida aldeana, la primitiva Marx [marca] alemana (comunidad feudal), la obra de Henry Maine sobre la ley antigua y, lo más sorprendente de todo, los estudios de las comunidades campesinas rusas y el espíritu popular eslavo captado por Nikolai Chernyshevsky. Durante años, Marx había menospreciado la acumulación primitiva y la «idiotez de la vida rural» (como se lo tradujo en el Manifiesto Comunista, aunque existe un debate sobre si Marx quería decir aislamiento, no idiotez) como despótica, lo que explica en parte su desdén por casi cualquier cosa rusa. Cautivado por las etnografías y la historia del mundo temprano, e impresionado por los llamamientos populistas de las comunidades rurales que luchan por resistir el desarrollo capitalista, después de 1873 Marx llenó sus cuadernos con reflexiones sobre las respuestas colectivas alternativas al capital globalizado.
Más tarde trató de borrar las huellas de algunas de sus proposiciones sobre el capitalismo que había planteado como el curso fundamental de la marche generale. Hay una frase famosa en el “Prólogo” de la primera edición de Das Kapital (1867): «¡El país que está más desarrollado industrialmente sólo muestra, a los menos desarrollados, la imagen de su propio futuro!» El signo de admiración deja poco lugar a dudas sobre la certeza inicial de Marx. En la segunda edición alemana, de 1873, ese signo desaparece. En la traducción francesa de 1875, en el capítulo 26, sobre «El secreto de la acumulación primitiva», Marx manejó la prosa para dar a entender que el despojo del campesinado inglés podría extenderse sólo a algunas partes de Europa occidental. Las cartas privadas revelan que Marx admitió que no todas las personas tenían que pasar por el mismo fabricante de salchichas. El que fuera aspirante a poeta, que se forjó en un mundo de literatura clásica, mitología antigua e idealismo antes de 1848, se reorientó hacia los antropólogos, etnógrafos, y a los estudios de poblados comunales, para imaginarse a gente libre resistiendo la máquina homogeneizadora del capitalismo. En sus últimos escritos, en gran parte olvidados, Marx celebró al antropólogo estadounidense y estudiante de las aldeas iroquesas, Lewis Henry Morgan, por anticipar «el resurgimiento, en una forma superior, de la libertad, la igualdad y la fraternidad de los antiguos gentiles«.
Todos recuerdan esta frase en el primer capítulo del Manifiesto Comunista: “Todo lo sólido se disuelve en el aire, todo lo sagrado es profanado, y el hombre se ve finalmente obligado a afrontar sobriamente sus condiciones reales de existencia, y las relaciones con sus semejantes». Como evocación de las formas en que la burguesía convertía a todos los aspectos de la vida social a la forma mercancía, es una de las líneas más aureoladas de la «teoría» moderna. Lo que a menudo se olvida es la línea que precede: «Todas las relaciones fijas y congeladas, son barridas con su séquito de antiguos y venerables prejuicios y opiniones, todas las nuevas se vuelven anticuadas antes de que puedan osificarse».
Un cuarto de siglo después de que fue escrito, Marx debió haber deseado poder borrarla. A medida que su salud declinaba, y con la muerte de Jenny a fines de 1881, cualquier fe que tuviera en la marche generale dio paso a una fascinación por las fuerzas que una vez había denunciado: dioses, mitos y esfuerzos por humanizar la naturaleza, abandonando silenciosamente la premisa de la deshumanización inevitable.
Recordando a Marx
Mientras Jenny moría, Marx escribió una carta al grupo ruso, radicado en Ginebra, Emancipación del Trabajo, sobre la pregunta: ¿era buena la propiedad comunal? Stedman Jones pone fin a Karl Marx con una historia sobre el destino de estas páginas. Muchos años después de que Marx la escribiera, David Riazanov, el primer editor de Marx-Engels-Gesamtausgabe, la mayor colección de obras de Marx y Engels en cualquier idioma, (que más tarde perecería en las purgas de Stalin) tenía una inquietud: ¿alguno de los exiliados rusos recibió la carta? Habló con los supervivientes, incluyendo a Plejánov. Todos lo negaron. Y sin embargo, Riazanov podía recordar que, después de haber pasado por Ginebra, preguntó por el encuentro del Grupo Emancipador del Trabajo, y oyó de un conflicto. Incluso en esa ocasión se habló de una confrontación intensa entre Plejánov y Marx, defendiendo Marx la propiedad comunal aldeana contra la posición oficial del Grupo abrazando la formula social-demócrata a favor de la propiedad privada. La carta en sí desapareció en los voluminosos papeles del menchevique ruso Pavel Axelrod, fue negada y olvidada, y solo apareció en 1923 gracias a la investigación detectivesca de Riazanov. Riazanov se quedó pensando en “los «extraordinarios defectos de los mecanismos de nuestra memoria».
¿Pero fue solo olvido? En tanto que movimiento marxista ortodoxo, que se describe a sí mismo fijando su suerte en los trabajadores urbanos y en el inminente colapso del capitalismo, la difusión de los últimos pensamientos de Marx habría sido un problema, amenazando a un grupo de por sí frágil. Stedman Jones sugiere que los seguidores ocultaron la división entre Marx y los marxistas, en lugar de aceptar que la Historia no podía ser dominada tan fácilmente. Ahora la cubierta se ha levantado. Separado del -ismo asociado a su nombre, el Marx que Stedman Jones quiere que recordemos es un hombre más consciente de sus límites que la mayoría de sus seguidores; a pesar de toda la bravura de Marx, este retrato concede más espacio para la duda.
Duda no es una palabra que viene a la mente cuando nos imaginamos a Marx, y mucho menos a los marxistas. ¿Estamos siendo reintroducidos a un Marx ambivalente, adecuado a una época escéptica? Dado que en general ha sido la derecha, no la izquierda, la que ha logrado movilizar el descontento, el retrato de un Marx dubitativo es apropiado para una izquierda que debe volver a encontrar sus coordenadas. Marx, el que duda, el que repiensa, el que se preocupa, puede tener más que decir en nuestros tiempos globales inciertos, que la sola voz de convencimiento de otra época, olvidable.
Fuente: https://www.publicbooks.org/the-mortal-marx/
Traducción: Guillermo Rochabrún
Revisión: Marcelo Rochabrún
Este artículo es una reflexión sintética sobre algunos de los dilemas que Karl Marx enfrentó en forma permanente a lo largo de su vida, y que alcanzan también a los distintos hilos que recorren su pensamiento. Su autor las hace al reseñar Karl Marx: Greatness and Illusion (2016), importante biografía escrita por el historiador inglés Gareth Stedman Jones. Jeremy Adelman es un historiador de origen canadiense, catedrático en la Universidad de Princeton, especializado en América Latina. Recientemente publicó su aclamado libro Worldly Philosopher: The Odyssey of Albert O. Hirschman, y este año Sovereignty and Revolution in the Iberian Atlantic, escrito en la línea de la historia global que él promueve. Agradecemos al profesor Adelman su autorización para esta publicación, así como algunos ajustes que realizó al texto.
[1] Francis Wheen, Karl Marx: A Life (Norton, 2001); Jonathan Sperber, Karl Marx: A Nineteenth-Century Life (Liveright, 2013).
[2] Carta de fines de 1877. Marx-Engels: Escritos sobre Rusia. II. El porvenir de la comuna rusa, p, 64. Cuadernos de Pasado y Presente No. 90. México, 1980.
[3] N del T: El título original es “Grundsätze des Kommunismus” [Fundamentos del Comunismo]. Ahora bien, la “Liga de los Justos” había optado por asumir que el documento tendría la forma de un catecismo, por considerar que era ampliamente popular y tendría más acogida entre los trabajadores. Así puede explicarse el título adoptado en la traducción inglesa que cita el autor.]
[4] Tristram Hunt, Marx’s General: The Revolutionary Life of Friedrich Engels (Metropolitan, 2009), p. 185.
Imagen principal (portada): Trier, c. 1900. Library of Congress.