Por Felipe Portocarrero
Quiero compartir con ustedes e introducirlos a un debate que no es novedad en el campo educativo, pero que, sin embargo, no ha tenido el protagonismo que merece, y que, a consecuencia de los recientes sucesos, es urgente que vuelva a ponerse bajo la luz de los reflectores. Se trata pues de las políticas culturales estatales y, de manera más puntual, sobre el conocimiento oficial y su construcción (o falta de esta) en el espacio público peruano.
Es siempre llamativa la contundencia con la que ciertos acontecimientos remueven fibras de distinto orden dentro de la conciencia del individuo, todas estas, sin duda, íntimamente vinculadas entre sí. La indignación es, quizás, uno de los estados de conciencia que más estremece tales fibras y genera una exaltación en la que lo pasional y lo racional en el sujeto entran en comunicación. Al tiempo que el corazón bombea sangre caliente, los ojos se abren grandes, el cuello se tensa y la vista se enfoca, el cerebro, por su lado, logra enfriarnos, nos incita a respirar hondamente, nos conduce a observar e invita a tomar cierta distancia (aunque no siempre lo logre).
Lo ocurrido en las dos últimas semanas es, en todo sentido, de ese tipo puntual de acontecimientos, de los que nos generan una indignación desbordada y un permanente y tenso diálogo entre pasión y razón. Es probable que aún sea demasiado temprano para sacar conclusiones contundentes respecto a lo ocurrido, apenas siquiera podemos aproximarnos, pero de lo que no hay cuestionamiento posible, es de que la vacancia del expresidente Vizcarra, la asunción de Manuel Merino, su “renuncia” y la votación que ha llevado a Francisco Sagasti a la presidencia de transición, todo esto encabezado por la salida masiva de jóvenes a las calles, abanderando la protesta, batiéndose contra el abuso policial e, incluso, entregando sus vidas y cuerpos al cañón de los garantes de la paz interna; son sucesos que ya se han instalado en nuestra historia contemporánea, pero también en nuestra gran Historia nacional.
No obstante, lo ocurrido no debe inclinarnos a pensar que la sucesión de eventos señalada es lo único que ha motivado una respuesta tan contundente de la juventud, esto pues, en el Perú, la indignación es condición inherente de nuestra existencia. En ese sentido, los enfáticos reclamos por una nueva constitución encuentran una explicación bastante coherente y, por lo tanto, exigen ser el centro de nuestras discusiones y debates, más aún si es que queremos tener una explicación exenta de arbitrariedades o visiones unilaterales. Podríamos decir que el reconocimiento de la juventud bajo el nombre de la “Generación del Bicentenario” debería llevarnos a explorar cuáles han sido los eventos decisivos y definitorios en la historia navegada por, precisamente, esa generación.
El historiador César Pacheco, en sus Ensayos de Simpatía (1993), señala que podemos abordar la Historia desde dos perspectivas, una que apunta a su macroestructura (los grandes ciclos, las grandes épocas y etapas) y otra que se dirige a la microestructura, en la que nos encontramos con “secuencias constantes de verdadera y perceptible variación histórica, que son precisamente las generaciones” (1993, pp. 12-13). Así, cada generación tiene su propio ritmo, su propio carácter y responde a los acontecimientos a su manera. La “Generación del Bicentenario”, en los últimos días, nos ha dejado ver, ya no chispazos, sino encendidas flamas de lo que la hará singular frente a las demás. Sí, se trata de la generación que ha tenido que lidiar con una educación pública precaria y una privada mediocre, con una educación superior desregulada y ansiosa de lucro, con un sistema de salud desmembrado y famélico, y con una clase dominante eficientísima en mantenerse en el poder.
Ahora bien, en lo particular, el aspecto formativo de este evento, su potencial educador, es lo que me interesa aquí poner en relieve, pues considero que, como acontecimiento político y social, es, en todo sentido de la palabra, un acontecimiento ético. Y considero, también, que, como tal, su valor educativo es inconmensurable. Dicho así, para introducirnos en lo que me interesaría explorar sobre el íntimo vínculo entre educación y política, quisiera comentar lo siguiente: en mayo de este año, el empresario de la educación y dirigente político del partido Acción Popular, Raúl Diez Canseco (presidente y fundador de la USIL, universidad con fines de lucro) se atribuyó la autoridad de mandar un comunicado al, en aquel entonces, ministro de educación Martín Benavides, preocupado por el contenido difundido en uno de los programas de la plataforma educativa pública Aprendo en Casa, programa en el que se señala lo siguiente: “Esta situación se debe a que los grupos que tienen el poder económico y político imponen sus ideas y costumbres, es decir, su cultura, como la única válida y legítima en la sociedad. De esta manera, las manifestaciones culturales que son diferentes a las de los grupos de poder son juzgadas negativamente”. Es así que, evidenciando una clara molestia, Diez Canseco consideró que tales afirmaciones fomentaban a “dividir y enfrentar a la sociedad peruana, transmitiendo etiquetas de diferencia de clases y enfrentamiento de unos con otros”, y que “le hacen muchísimo daño al país”.
En primer lugar, lo más interesante de este altercado, son las afirmaciones expresadas en el programa, pues se trata de expresiones con un contenido claramente político en las que se hace alusión a la manera selectiva a partir de la cual se construye lo que podría llamarse nuestra cultura oficial, es decir, aquello que se considera como expresión “verdadera” de la cultura peruana y se instituye como tal desde el discurso de las “autoridades”. Precisamente, de esta última idea podemos también extraer un segundo concepto, a saber, el de conocimiento oficial, que, según el sociólogo británico Basil Bernstein, refiere “al conocimiento académico que el Estado construye y distribuye a las instituciones educativas” (1997, p. 11) bajo la forma de un currículo nacional. En esa misma línea, el sociólogo norteamericano Michael Apple nos recuerda lo comprometida que está la educación con las políticas culturales estatales, y que el conocimiento oficial “nunca es un mero agregado neutral de conocimientos”, que, más bien, “forma siempre parte de una tradición selectiva, de la selección de alguien, de alguna visión de grupo con respecto al conocimiento que se considera legítimo” (1996, p. 47).
Ahora bien, retomando la réplica contenida en la carta, nos damos cuenta rápidamente cuáles son los intereses que subyacen a su preocupación, tan aparentemente legítima. Escrita desde la posición de un empresario de la educación, considera que evidenciar el carácter selectivo y silenciador de la construcción de una cultura oficial es un atentado contra la estabilidad de una sociedad que debe considerarse como igualitaria en todo sentido. En otras palabras, hablar de raza o de clase en la escuela es problemático y fomenta la diferencia y la confrontación, y que mejor es omitir ese tipo de reflexiones con el fin de evitar que se tomen posturas decididas al respecto. Al parecer, al empresario le da miedo hablar de raza y de clase, y quizás también de género y de sexualidad, porque estos temas producen etiquetas y estas últimas echan luces sobre las diferencias, y eso no debe ni puede ocurrir. En resumen, el empresario tiene miedo de aquel otro que no conoce ni reconoce, pero que claramente no desea ni conocerlo ni reconocerlo, extendiendo esa pretensión a las aspiraciones educativas del Estado.
En tal sentido, “la decisión de definir como más justificado el conocimiento de algunos grupos, como conocimiento oficial, mientras que es difícil que el de otros grupos salga a la luz, dice algo extremadamente importante de quién tiene poder en la sociedad” (Apple, 1996, p. 47). La carta es, pues, sumamente elocuente si tomamos en cuenta lo señalado por Apple, entendiendo la figura de poder que representa el empresario dentro del campo educativo, como empresario y como dirigente político (no olvidar que fue primer vicepresidente y ministro de Estado durante el gobierno de Alejandro Toledo). Podríamos decir, incluso, que la visión expresada es compartida por la mayor parte del grupo al que el empresario pertenece, y que precisamente ostenta, en distintos niveles, buena parte del poder económico y político. De manera que, fenómenos como el que les acabo de presentar, deberían inducirnos a cuestionar, tal y como lo hace Apple, ¿quiénes construyen el conocimiento oficial?, ¿qué consideran como válido?, ¿qué incorporan y qué omiten? Y ¿quiénes se benefician? (2002).
Estas preguntas nos deben llevar a entender lo fundamental de la relación entre política y educación, a saber, que esta última es una arena de lucha, pero también un espacio de compromiso. En ese sentido, tal comprensión de la educación nos motiva a indagar en cómo se llevan a cabo los procesos de diseño, prueba e implementación de políticas educativas, cómo se financian, quiénes entran en los espacios de diálogo, quiénes toman las decisiones y cómo y porqué se enseña lo que se enseña y se evalúa como se evalúa. En el mismo sentir del reclamo por una nueva constitución, una cuya construcción debe suponer un proceso participativo y directo, popular, de todas las peruanas y los peruanos; deberíamos también reclamar por la participación democrática dentro del hilado de nuestro conocimiento oficial, para que no ocurra lo que bien denunciaba el Amauta Mariátegui en los 7 Ensayos: “El sentimiento e interés de las cuatro quintas partes de la población no juegan casi ningún rol en la formación de la nacionalidad y de sus instituciones”, de tal manera que “la educación nacional, por consiguiente, no tiene un espíritu nacional”, sino, más bien, uno instrumental, mercantilista y excesivamente sesgado, probablemente reproduciendo, sobre todo, la visión de personajes influyentes más por su poder económico o político, que por su conocimiento de la realidad educativa (2012, p. 124).
Al ejemplo de la racionalidad expresada en la carta, la discusión que plantea frente a lo que se debe o no enseñar en las escuelas, podríamos recordar lo ocurrido años atrás con el ministro de educación Jaime Saavedra, quien en parte fue removido de su cargo a causa de las presiones ejercidas por grupos religiosos conservadores, los cuales encontraron canales de visibilidad política a través de representantes en el congreso. Estamos hablando puntualmente del grupo Con Mis Hijos No Te Metas, en el que se maneja una agenda y discurso marcadamente definidas por una visión sesgada y violenta del género y la sexualidad, y que busca introducir sus concepciones morales en el espacio educativo público. Es importante traer a colación este impasse, pues nos revela que el campo educativo y la construcción del conocimiento oficial, están continuamente asediados por presiones de diverso origen, que, en mayor o menor medida, desean imponer una determinada visión de la realidad y, por lo tanto, una determinada manera de pensar la educación.
Y es precisamente en el espacio político en el que estos grupos entran en comunicación, se trate de intereses económicos, ideológicos o religiosos, pueden coincidir o disentir de múltiples formas, de manera que es preciso identificar cuáles son aquellos intereses y si es que pueden considerarse democráticos o no. En tal medida, como ciudadanos debemos permanecer siempre atentos a posibles ataques a los esfuerzos que genuinamente buscan construir una educación más democrática y abierta, más crítica e intercultural, una educación que entienda el tiempo en el que se encuentra insertada, que comprenda los cambios que la obligan a mirar nuevas perspectivas, y que se concentre, sobre todo, en formar ciudadanas y ciudadanos que sean capaces de comprenderse y comprender al otro, que piensen en cooperar antes que en competir, que sean solidarios y empáticos, y que sepan cuándo es propicio hacer escuchar su voz.
Todo lo señalado debe incitar a la ciudadanía en general a involucrarse en estos procesos de manera activa y decidida, pero también debería obligarla a cumplir con una tarea fundamental: alfabetizarse políticamente y perder el miedo a discutir sobre estos asuntos en todos los espacios posibles, pues todos, si es que se discute y se dialoga, son espacios educativos, espacios de aprendizaje continuo en los que el intercambio de ideas y argumentos se vuelven la norma, y en los que la búsqueda de consenso se hace posible como horizonte por alcanzar. El modelo económico neoliberal, núcleo duro de la constitución política que no queremos más, es el que ha propiciado que, a nivel de participación política, pero también de conciencia política per se, la ciudadanía se vuelva prácticamente muda o políticamente correcta, y que nuestros momentos de agencia política se reduzcan a elecciones generales o municipales. Asimismo, tal modelo es el que nos ha hecho creer que la educación es un tema exclusivamente “técnico”, que debe ser resuelto por especialistas, nada más alejado de la verdad. Ha sitiado a la educación al ámbito privado de la decisión individual, cuando, por el contrario, debería encontrarse en el centro del debate público y político. Esa situación, tomando en cuenta los acontecimientos actuales, da señales de estar cambiando. Sin embargo, tal aparente viraje no tendrá mayor sentido si no es acompañado de aprendizaje, de información, en síntesis, de alfabetización política. No me cabe duda de que este es el momento.
Referencias bibliográficas
Apple, M. (1996) Política cultural y educación. Madrid. Ediciones Morata.
Apple, M. (2002) Educar como Dios manda. Barcelona. Paidós.
Bernstein, B. (1997) Conocimiento Oficial e Identidades Pedagógicas. En, J. Goikotxea, J. García (coord.) Ensayos de Pedagogía Crítica. España. Editorial Popular.
Mariátegui, J.C. (2012) 7 Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana. Lima: Editorial Minerva.
Créditos de la imagen: https://polianteas.wordpress.com/2018/11/30/el-derecho-a-la-educacion-en-el-peru/