El boom del Dancehall – ¿neocolonialismo?

Por Vivian Gabel

Desde los 90’s con Shaggy y Sean Paul, el Dancehall, no sólo como estilo musical sino también como estilo de baile ha ganado una popularidad prominente en el mercado artístico internacional. Hoy en día podemos rastrear en las producciones de celebridades como Justin Beiber, Rihanna, Alicia Keys, Beyonce, entre otros, no sólo Riddims [bases instrumentales jamaiquinas] en sus canciones sino también pasos de Dancehall en sus videoclips y presentaciones en vivo. Esta creciente popularidad del Dancehall ha devenido, por un lado, en su inclusión como estilo en escuelas de baile, en el desarrollo de eventos y competencias internacionales, y en la aparición de un nuevo “tipo” de bailarín y docente de la danza: el bailarín y profesor de Dancehall. Por otro lado, sin embargo, ha abierto un espacio de conflicto en el que los jamaiquinos reclaman una apropiación cultural no sólo ofensiva sino, a su vez, perjudicial.  La fricción se origina en que los jamaiquinos identifican al Dancehall no simplemente como un estilo de danza o música, pasos o canciones; para ellos, este constituye un espacio cultural complejo que delinea un estilo de vida propio de su ethos. Aún así, aquellos que han profesionalizado los productos artísticos originados en el espacio del Dancehall, tras esta “especialización” docente, no sólo han mercantilizado sus productos, sino que, además, se han situado en la posición, a pesar de no ser jamaiquinos, de hacer crítica social a ciertos aspectos característicos del Dancehall como cultura y, en esa línea, han asumido la licencia de transformarlo. ¿Por qué esto es un problema?

El Dancehall, como espacio cultural,según varios teóricos jamaiquinos, se origina en los 50s en los Ghettos de Kingston con el surgimiento de los Soundsystems. Los Soundsystems son un grupo de personas que tienen un grupo de parlantes, agudos, medios, bajos, cuyo sonido es tan prominente que reclama una porción de la calle generando un nuevo espacio, distinto del resto: el Dancehall [o pasadizo del baile]. En una sociedad como la jamaiquina, clasista, descendiente de la colonización y la esclavitud, este pasadizo construye un lugar en el que la clase trabajadora, marginada socialmente, construye un nuevo orden social desde el Ghetto para el Ghetto. En este espacio, sus voces, silenciadas por el estatus quo se representan en prácticas sociales: las pistolas reales que los rodean se transforman en pasos de baile; los funcionarios públicos son reemplazados por bailarines, Deejays, paresque codifican sus preocupaciones; su valor personal y social se deja de medir por su posición de clase y se estipula en relación con sus talentos artísticos. Así, el Dancehall se configura como un espacio lingüístico de protesta en el que los jóvenes de los Ghettos de Jamaica codifican y reconfiguran su identidad; arman un camino de realización y reconocimiento que supera los límites de un orden social que no los reconoce como valiosos. Por eso, ellos dicen “Danzall a mi everthing”, el Dancehall y sus productos, pues, son unidades de identidad que engendran su específica visión del mundo, su identidad, su lucha social y su historia. Por todo ello, su mercantilización, reducción a un producto transformable en riquezas de las cuales poco reciben los jamaiquinos, no sólo los aliena, es decir, despoja los productos artísticos de su contenido histórico-identitario sino, además, reproduce una estructura colonizadora ya pasada: extranjeros que gozan de los bienes adquiridos a partir del trabajo del otro.

Ahora bien, los rezagos coloniales no sólo son relevantes como estructuras económicas, sino que, a su vez, han engendrado ciertas características socioculturales que aparecen codificadas en el espacio del Dancehall. Como explica Donna Hope, la esclavización de los africanos, no sólo implicó procesos de evangelización, sino que, a su vez, el hombre blanco, con motivaciones racistas, sexualizó la masculinidad de los esclavos. ¿Cuáles son las consecuencias de esto?  Jamaica es una sociedad machista en la que el hombre debe ser “proveedor y recolector”, sin embargo, los hombres de la clase trabajadora, agentes y gestores del Dancehall, no gozan de las suficientes oportunidades adquisitivas como para suplir estos estándares de género. Por ello, la proeza sexual, la capacidad de conquista y de reproducción se han fijado como los criterios que miden y demuestran la masculinidad. En esa línea, el Dancehall tiene características homofóbicas, pues, si la masculinidad se mide por la capacidad de conquista de mujeres, el homosexual es una amenaza directa a es identidad genérica.   

En el Dancehall, pues, hay pasos de mujeres y hay pasos de hombres, y si bien las mujeres pueden utilizar ambos, los hombres, en ninguna circunstancia, deberían hacer los pasos de mujeres, pues esto significaría una declaración de homosexualidad. Rápidamente, a muchos se nos despiertan los anticuerpos al dar cuenta de esta rigidez en los roles de género. Vivimos en un mundo en el que respetar los derechos LGTBIQ+, luchar contra la homofobia, transfobia y a favor de las causas feministas se entiende como progreso social. En esa línea, a pesar del pedido explícito de las bailarinas jamaiquinas, creadoras de estos pasos, hay hombres y mujeres europeos, americanos, etc. que eligen hacer caso omiso a estas reglas de identidad de género; y no sólo eso, se preguntan cómo pueden modificar la visión de sus “colegas” jamaiquinos en virtud de este ideal “inclusivo”, democrático, no autoritario. La pregunta es pues, ¿es legítima esta crítica social? ¿es legítimo asumir este rol de “iluminador” y “transformador social”? Parecería que la convicción de los bailarines internacionales parte de asumir a un tipo de orden social como el orden social que “debería ser”, como un signo de progreso. Esto, sin embargo, trae una serie de problemas.

Primero, esta mirada de un orden social como ideal de progreso, cae en una posición no sólo objetivista de lo social, sino también poco inclusiva y autoritaria pues todo orden social distinto a él se configura como no aceptable ni suficiente. Segundo, posiciona a los jamaiquinos como “inferiores” y “retrasados” socialmente y, en contraposición, los bailarines internacionales asumen una posición paternalista y sí, lo voy a decir, neo-colonizadora. Pareciera pues, que se repite esta figura en la que la clase dominante es incapaz de reconocer como válida la visión de mundo de la clase dominada. A pesar de que, en algún sentido esta homofobia es herencia de esta misma estructura de dominación, el “neo-colonizador” está convencido, una vez más, que debe “iluminar” a este grupo de individuos “menos civilizados”. ¿Cómo entender esto? ¿Qué podemos hacer? ¿Hay límites en el activismo cuando salgo de los límites de mi comunidad?

Creo yo que lo que nos queda es reflexionar sobre cómo la validez que encontramos en nuestro sistema de creencias no genera la licencia de transformar la ajena. Quizás ahí, en preguntarnos por la voluntad de poder de nuestra ideología, está el verdadero ejercicio de tolerancia e inclusión social. Quizás, la tarea más difícil se encuentra en reconocer los límites de mi voluntad. Por último, que conste en acta que tampoco tengo claro si a mí, peruana, blanca de clase alta, me corresponde intentar plasmar lo que creo sienten los jamaiquinos en este reclamo.

Créditos de la imagen: https://tiposdebailes.net/

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