La escurridiza decencia

Por Hernán Aliaga

Un pañuelo de seda al cuello o al lado de la solapa, traje, lana virgen, zapatos de cuero de oveja, reloj, gemelos, perfume. Los rasgos visibles de lo decente son casi un código de clase.

Parecer decente, al menos un sucedáneo del ser decente, complemento o sustituto a falta de, no es un imposible si se dispone de los medios suficientes para la adquisición de estos emblemas de clase. Desde luego hay grados y, por supuesto, límites. ¿A qué grado de decencia puede aspirar el mestizo, el moreno, el cobrizo? En las cúspides de la dignidad simbólica, la entrada al Olimpo de lo decente tiene filtros categóricos. Lo más decente no está sujeto a transacción: es blanco, punto.

Es blanco, es heterosexual y es hombre o quizá también mujer, pero de pocos hombres, casta, de falda al tobillo, feliz en el matrimonio y los hijos, recatada, pudorosa y frígida.

Convengamos que, en cierta medida, todos ansiamos que nos atribuyan decencia, aunque no siempre estemos de acuerdo en sujetarnos a la imagen de lo decente. Porque en lo indecente está el gusto, dirán algunos. El reggaetón y la desnudez son indecentes; Joyce, es indecente.

Pero tal vez sea posible salvar el concepto de esta apropiación conservadora y clasista, porque, con todo, siempre hay algo que debe poder sustraerse al paroxismo de ver en lo tradicional solo estrategia de dominio y rémora. La dimensión ética del concepto, digamos, la decencia.

El hombre de la decencia (latín decens, conveniente, adecuado, apropiado), actúa apropiadamente, es decir, se sujeta a las normas morales de la comunidad. Si las cumple, es porque tiene la voluntad de seguir siendo parte de dicha comunidad. Es, por tanto, susceptible de sentir una vergüenza de orden moral en caso transgreda alguna de las normas que regulan la convivencia social. Podemos verlos ruborizarse contrariados, disculparse, agachar la cabeza y entornar los ojos frente a la reprobación e indignación de los afectados. Desde luego, el buen cumplimiento de ciertos roles sociales (como el de ser “buena madre”) han sido, con frecuencia, elevados a nivel de norma moral en sociedades tradicionales, de ahí que recaiga sobre el concepto la sospecha fundada de cierto moralismo con olor a naftalina.

Pero tal vez, hay algo nuclear en la decencia que pueda esquivar la implacable guadaña de la crítica individualista moderna. Una noción mínima de decencia vinculada paradójicamente con el opuesto al atavío y la parafernalia de lo decente. Decía Bruce Bégout (2010), la decencia del hombre corriente, del obrero y del empleado ocupado en ganarse la vida y mantener a los suyos. Ese hombre común desvinculado del gran mundo y de las ansias de reconocimiento y poder, de las veleidades y vanidades del intelectual, del rico propietario, de los aristócratas y burgueses. Todos ellos personajes hiperagresivos, competitivos, vanidosos redomados interesados en plegar el mundo a su imagen y semejanza. Una decencia que es, en parte, modestia y en otra, natural sentido de lo común.

La propuesta es sugerente a pesar de idealizar la moral de las clases trabajadoras. Entre sus primeros escritos, Max Horkheimer (1986) -haciendo eco de Marx- señalaba muy por el contrario que el sistema capitalista, en sus capas intermedias e inferiores, incentivaba los apetitos más degradantes. Añadía que son los grupos más privilegiados, aquellos que han asegurado con millones su estilo de vida (caso Bill Gates) quienes pueden permitirse un carácter correcto, una nobleza de comportamiento y “desarrollar todo tipo de cualidades admirables”. Así, el sistema parecería condenar a las clases inferiores a una perpetua indecencia.

Sea la modestia del trabajador o la nobleza del millonario filántropo, lo que parece claro es que en ambos se condensa una idea de la decencia que es consecuencia -podríamos deducir- de la inexistencia o abandono del apetito de poder y la ambición exorbitada de reconocimiento. Una suerte de desapego frente a los apetitos individualistas.

De un modo o de otro, todos no exigimos mutuamente decencia. La indecencia gatilla la reprobación e indignación, el mecanismo histórico del control social. Eso es lo que hemos presenciado en la última semana. Hartos, nos hemos movilizado y protestado movidos por un hondo sentimiento moral de indignación ante la indecencia obscena de nuestros representantes. Pero es necesario entender que una crítica ética de la decencia se agota en sí misma; el siguiente paso implica una crítica institucional y sistémica: ¿qué papel promotor de estos comportamientos infames juega entonces el entramado institucional? ¿qué incentivos crea y premia? ¿qué papel juega la Constitución del 93? y más aún ¿hasta cuándo seguiremos, contradictorios, reclamando decencia y apoyando un sistema indecente que repite cacofónico la supremacía del interés personal, que sacrifica el bien común al margen de ganancia y el rédito político?  

Referencias

Bégout, Bruce. Sobre la decencia común. Ed. Marbot (2010)

Horkheimer, Max. Ocaso. Ed. Anthropos (1986)

Créditos de la imagen: Gustav Doré. L’ingénieux hidalgo Don Quichotte de la Manche, grabado por H. Pisán e impreso por L. Viardot (L’Hachette et Cia., París, 1823)

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