La búsqueda de Hegel de patrones universales en la historia reveló una paradoja: la libertad se va haciendo realidad, pero nunca está garantizada.
Por Terry Pinkard [1]
La historia, o al menos su estudio, está en mal estado en estos días. Casi todo el mundo está de acuerdo en que conocer la historia es importante, pero en los Estados Unidos, excepto en las escuelas más privilegiadas, el estudio de la historia se encuentra en caída libre. Nuestra era parece compartir el escepticismo manifestado por el filósofo G.W.F. Hegel (1770-1831) cuando dijo que la única lección que nos enseña la historia es que nadie nunca aprendió nada de ella. ¿Por qué? El presente es siempre nuevo y el futuro está sin poner a prueba, lo que lleva a muchos a simpatizar con la declaración del empresario estadounidense Henry Ford de que la historia es más o menos basura. Sin embargo, el mismo Hegel también afirmaba que, aunque ciertamente las cosas siempre parecen ser inéditas, la historia realmente nos da una pista sobre nuestros fines últimos.
Somos una especie peculiar: lo que significa ser la clase de criaturas que somos es siempre un problema para nosotros – en parte porque nosotros hacemos de nosotros la clase de criaturas que somos, y porque exploramos este hecho en todas las diversas maneras en que vivimos nuestras vidas, individual y colectivamente. El estudio de la historia no implica contar cuentos ni apilar hechos. En su estructura más amplia, es el recuento de la humanidad buscando entenderse a sí misma experimentalmente en cada una de las miles de maneras en las que se da forma a sí misma en la vida diaria, y también sobre cómo el cambio histórico está íntimamente vinculado a los cambios en nuestra autocomprensión básica. Como Hegel lo puso en una serie de lecturas entre 1822-30, ‘nosotros’ somos nuestros propios productos en un sentido peculiar, y el estudio filosófico de la historia es un estudio sobre cómo hemos cambiado nuestra forma a través del tiempo.
Nadie concibió nunca una historia filosófica más sofisticada y dinámica que la de Hegel. Su sistema se construye sobre tres ideas fundamentales. Primero, que la clave sobre la agencia humana es la autoconciencia. El que la gente pueda hacer cualquier cosa en un sentido verdaderamente humano es saber lo que estamos haciendo mientras lo hacemos. Esto aplica incluso cuando no estamos pensando explícitamente sobre lo que estamos haciendo. Aquí un simple ejemplo: imagine que mientras usted lee esto recibe un mensaje de texto de un amigo: ‘¿Qué haces?’ Inmediatamente usted responde: ‘Estoy leyendo un artículo sobre Hegel.’ Usted sabía lo que estaba haciendo sin tener que hacer un acto separado para pensar en ello o sacar conclusiones. Sin pensarlo más, usted supo que no estaba lanzándose en paracaídas, tomando un baño, practicando jardinería o haciendo un crucigrama. No miró a su alrededor y lo infirió a partir de la evidencia. No necesitó hacer ninguna introspección particular. De hecho, en términos hegelianos, cuando usted hace algo y no sabe en absoluto lo que está haciendo, en realidad usted no está haciendo nada en absoluto. Sin duda, a veces solo somos vagamente conscientes de lo que estamos haciendo. Sin embargo, incluso nuestra autoconciencia reflexiva más distanciada implica ella misma una comprensión mayor sobre esta más profunda y distintiva autorrelación hegeliana: toda conciencia es autoconciencia.
En segundo lugar, Hegel pensaba que la autoconciencia es siempre una cuestión de localizarnos en una especie de espacio social de ‘yo’ y ‘nosotros’. Decir ‘yo’ o decir ‘nosotros’ es simplemente hablar desde uno de dos lados de la misma moneda dialéctica. En muchos casos, ‘nosotros’ parece sumarse a muchas instancias de ‘yo pienso’ o ‘yo hago’, pero en su sentido más fundamental ‘nosotros’ es tan básico como ‘yo’. Cada autoconciencia individual es fundamentalmente social. La generalidad del ‘nosotros’ se manifiesta en los actos individuales de cada uno de nosotros, pero el propio ‘nosotros’ no es nada separado de los actos individuales de agentes singulares de carne y hueso. Cuando yo sé qué es lo que estoy haciendo, también soy consciente de que lo que estoy haciendo es, por decirlo así, la manera en que ‘nosotros’ lo hacemos.
Es un error pensar que un lado de la moneda es más importante: ‘yo’ no es meramente un punto sin mayor contenido absorbido completamente en un espacio social (un ‘nosotros’), ni ‘nosotros’, el espacio social, es meramente la adición de muchos ‘yoes’ individuales. Sin practicantes, no hay práctica; sin práctica, no hay practicantes. A veces esto es difícil de ver. A menudo, el ‘yo’ trata de separarse a sí mismo del ‘nosotros’ y de rebelarse contra él. (Piense en el existencialismo.) A veces el ‘yo’ trata de absorberse completamente en el ‘nosotros’. (Piense en el sueño de los totalitarios.) A veces el ‘yo’ trata de obtener el reconocimiento que busca del ‘nosotros’ pretendiendo ser lo que no es. (Piense en el estafador.) Todas estas formas deficientes de ‘yo’ y ‘nosotros’ hacen sus múltiples apariciones en la historia.
Tercero, para los humanos, como con cualquier otra especie, hay maneras en las que las cosas pueden ir mejor o peor para los individuos de la especie. Los árboles sin el suelo apropiado no florecen como podrían hacerlo; los lobos sin el rango ambiental adecuado no pueden convertirse en los lobos que podrían ser. De manera similar, los humanos autoconscientes construyen ambientes familiares, sociales, culturales y políticos que hacen posible que nos convirtamos en versiones, nuevas, diferentes y mejores de nosotros mismos. Pero lo que podemos hacer de nosotros mismos depende de dónde estamos en la historia. Sus tatarabuelos nunca soñaron con ser informáticos. Los aldeanos medievales no aspiraban a ser gerentes de nivel medio en una firma transnacional de recolección de residuos. Quién soy ‘yo’ siempre está atado a lo que ‘nosotros’ hacemos, pero es un error considerar los actos individuales como simples aplicaciones singulares de algo así como reglas generales. Es mejor decir que nosotros ejemplificamos de mejores o peores maneras lo que significa para nosotros ser realmente nosotros – por ejemplo, en la amistad, jugando ajedrez, picando verduras o en la ciudadanía. La generalidad de la práctica establece los términos en los que puedo florecer en cada una de estas cosas. Sin embargo, soy yo quien establece la manera en que puedo ejemplificar la práctica, y todos ‘nosotros’ participamos en ver qué tan bien los dos (‘yo’ y ‘nosotros’) convergen y divergen.
En tanto individuos sociales autoconscientes, cambiamos las formas de nuestras vidas, le damos nuevos significados a cosas viejas (desde el sexo y la comida hasta complicados modales de sobremesa) de modo que podamos adquirir un conjunto de hábitos nuevos, redondeamos los contornos de nuestra vida animal de maneras sorprendentes, nos establecemos y luego seguimos adelante. Rara vez este es un proceso pacífico. Existimos como individuos con identidades sociales en los espacios sociales que instituimos y mantenemos mutuamente. Algunas de esas relaciones sociales se basan en la fuerza bruta, la sujeción y la humillación (como las relaciones entre amos y esclavos). La guerra es algo común. La historia, afirmó Hegel, se ve como un vasto matadero en el que las vidas y la felicidad de millones han sido sacrificadas.
Siendo la manera en que la ‘vida autoconsciente’ de la especie se interpreta y reinterpreta a sí misma, la historia parece ser algo deprimente al comienzo. Civilizaciones enteras y formas de vida surgen y perecen, viejos modos de vivir desaparecen. Nada parece estable. La audaz propuesta filosófica de Hegel insistía en que viéramos esta procesión como manifestando las maneras en que cada forma de vida social humana genera tensiones y se separa de sí misma. Cuando estas tensiones se vuelven tan grandes que finalmente el modo de vivir ya no tiene sentido para los participantes, la vida rápidamente se torna inhabitable. Una vez que se torna inhabitable, se descompone, se desmorona y eventualmente da lugar a otra forma de vida. La nueva forma de vida emerge en la medida en que las personas viviendo en los escombros culturales de la descomposición recogen los pedazos de lo que aún está funcionando, descartan las partes que ya no funcionan y crean algo nuevo a partir de esa descomposición. Construyen una sociedad que se desarrolla a sí misma hasta que sus propias tensiones y presiones internas también la llevan a la descomposición, tras lo cual una nueva ‘forma de vida’ emerge de ella. Dicho todo, este aspecto de la historia constituye la forma cambiante de la vida autoconsciente misma. Hegel eligió el término alemán Geist (traducido como ‘mente’ o ‘espíritu’ dependiendo del traductor) para capturarla. A medida que el Geist se mueve a través de la historia, asume diferentes formas a medida que se imagina a sí mismo de diferentes maneras y en ese sentido es, para aquellos que tratan de pensarlo, un blanco en movimiento. Esta historia de descomposición y renovación es la dialéctica de la historia de Hegel.
Aunque el ahora olvidado filósofo alemán H.M. Chalybäus (1796-1862) logró convencer a muchas personas de que el esquema ‘tesis-antítesis-síntesis’ representaba la dialéctica de la historia de Hegel, Hegel mismo nunca dijo eso. Más aún, incluso en este breve resumen podemos ver que la opinión de Hegel involucraba mucho más que la dudosa fórmula de Chalybäus.
Hegel estudió la historia del mundo para ver si había alguna lógica en la manera en que el ‘yo’ y el ‘nosotros’ se forma a sí mismo a través del tiempo. ¿Se estaba haciendo el Geist mejor en algo? Siendo un europeo del siglo XIX, Hegel halló poco que recomendar en las civilizaciones de Asia, África y las Américas. Todas ellas, pensaba, se habían estancado en un cierto grado de desarrollo que llamó ‘ateísmo político’. Desde el punto de vista de Hegel, ‘ateísmo político’ significaba que no podía haber otros tribunales de apelación más allá de los edictos del cacique o del rey o del emperador. Incluso si el emperador emitía leyes y las aplicaba, ese seguía siendo un imperio por ley, que todavía es un gobierno personal, y no imperio de la ley, que es impersonal. En el ‘ateísmo político’, el principio rector es que solo uno de los miembros de la sociedad es libre (el cacique, el emperador, etc.). Solo él establece leyes libremente, el resto debe obedecer, y no hay ningún poder más elevado por el que se midan los edictos. Por tanto, en ese sentido, solo ‘uno’ (el cacique, el emperador, etc.) puede ser considerado libre. Por supuesto, esta perspectiva caricaturesca dice mucho más sobre los prejuicios europeos del siglo XIX que sobre aquellas otras sociedades, pero el punto de Hegel es más general.
Hegel creía que solo en la Antigua Grecia la humanidad avanzó más allá de la idea de que solo una persona en la comunidad podía ser libre hacia la audaz idea de que una pluralidad limitada de personas –los varones adultos de la ciudad– podían y debían gobernar juntos. Se confrontaban entre ellos como iguales, desposeídos de alguna autoridad inherente sobre los demás. Más aún, para estos griegos, pensaba Hegel, todos sabían dónde se hallaban en su orden social y qué se suponía que debían hacer. También mantenían que, si cada uno ejemplificaba las exigencias de sus respectivos lugares en dicho orden, la comunidad armonizaría en algo bello. Esta incorporación conjunta de idiosincrasia individual y vida comunitaria parecía ser lo mejor a lo que se podía aspirar: plena y completa libertad individual como solo era posible en un orden social y político igualitario de ciudadanos libres.
Había, sin embargo, un gusano en la manzana. Los griegos también consideraban que su libertad implicaba independencia. Puesto que uno solo puede ser totalmente independiente en sus juicios y acciones donde otro se ocupa de sus necesidades vitales, también se sentían obligados a vivir en un mundo que en sí mismo descansaba sobre la esclavitud y la opresión de las mujeres. Aunque algunos griegos consideraban estas desigualdades perturbadoras, la mayoría simplemente las tomaba como la forma inescapable del mundo. No obstante, Hegel vio el malestar implícito de los griegos consigo mismos manifestarse de manera dramática en su arte.
Su ejemplo favorito venía de la tragedia Antígona, de Sófocles. En la obra, los hijos e hijas de Edipo se encuentran en una situación volátil. Dos de los hijos se enfrentan por la herencia del reino de Edipo. Ambos mueren en el combate, y su tío, Creonte, asume el gobierno. Creonte prohíbe los ritos fúnebres de uno de sus sobrinos, pero su sobrina Antígona lo desafía llevando a cabo los ritos en secreto. Lo hace porque es su deber absoluto como hermana hacerlo, pero a sabiendas de que también es su deber absoluto obedecer a Creonte (especialmente en tanto mujer joven). Antígona se encuentra atrapada en una situación en la que el derecho contradice al derecho. Tiene el deber absoluto de no elegir lo que se exige de ella –es su posición asignada en la vida el no tener elección sobre las obligaciones que se le dan– y más adelante el coro condenará esto como su intento injustificado de ser autónoma.
Antígona está atrapada en la pasión de lograr algo que normalmente le está prohibido a las mujeres: desea libertad, que requiere ser reconocida como una igual. ¿Pero quién tendría la autoridad de reconocerla? No un marido (no en la Antigua Grecia). No sus hijos (si tuviera alguno). No sus padres. No su hermana. Solo sus hermanos podrían hacer eso, y ambos están muertos. En su pasión por la libertad, Antígona trata de invocar ese reconocimiento de su hermano muerto. Como saben los que conocen la obra, todo termina mal. Sin embargo, mediante su rebeldía, Antígona representa lo que salió mal con el ideal griego: la manera en que instituyó un régimen de igualdad entre algunos hombres, pero se la negaba a otros. Al hacerlo, Antígona se convierte en la voz de los excluidos, exigiendo inclusión y reconocimiento como una de nosotros, como una igual y en ese sentido como igualmente libre. Si ‘algunos son libres’, demanda ella, ¿por qué no yo también? Para la audiencia de la Antigua Grecia, esto creaba un sentimiento desconcertante de que tal vez todo su sistema carecía de sentido.
Cuando la Antigua Roma conquistó Grecia, al principio parecía como si una forma de vida que tenía mayor sentido hubiera llegado para reemplazar el incipiente fracaso griego, pero Roma misma implosionó. En el período antiguo tardío, cuando el cristianismo se convirtió en la religión imperial, la semilla de una nueva idea apareció en el blanco en movimiento de la vida autoconsciente: si las personas son todas hijas de un mismo Dios, entonces metafóricamente todos somos hermanos y hermanas. La esclavitud y la opresión podía regir en la Tierra, pero la igualdad era la regla en el más allá. Aunque la contradicción podía no ser del todo aparente al principio, la semilla de retribución en el escenario del mundo había sido plantada. La exigencia de Antígona estaba en camino a hacerse universal.
Desde el punto de vista de Hegel, la vida europea perdió su rumbo por un largo tiempo luego de la desaparición de la democracia griega. La mezcla de cultura romana, derecho romano y, sobre todo, la fuerza bruta de las legiones romanas fue reemplazada por un mundo alienado en el que las personas se sentían obligadas a estar a la altura de estándares en los que tenían dificultades reconociéndose. Tal mundo estuvo siempre tambaleándose entre una frágil estabilidad y un miedo a su propia falta de sentido. De tanto en tanto, se deslizaba en la absoluta locura. La locura de las cruzadas era un ejemplo, y otro fue el pánico colectivo a la brujería que resultó en el asesinato judicial de cientos de mujeres. Todo esto ocurrió contra el trasfondo en el que, como lo puso Hegel, ‘un sentimiento universal de la nada de su condición recorría el mundo’. El mundo vivía en una especie de miedo de que, en última instancia, no tenía ningún sentido en absoluto.
Esta mezcla combustible de autoalienación, de ‘nada’ y de la ira hacia la injusticia del orden imperante estalló en 1789 en la Revolución Francesa, en la que los viejos soportes que mantenían en pie la forma de vida alienada finalmente cayeron. A su paso dejó una forma de libertad que se consideraba completamente desligada del pasado, a muy poco de la naturaleza y a no mucho de la religión. Como resultado, o así lo entendía Hegel, al principio se quedó con poco para construir un nuevo mundo, excepto las propias ideas abstractas de la propia libertad ilimitada y las supuestamente más limitadas virtudes de la ciudadanía en su apoyo al gobierno Revolucionario. No obstante, tras el breve espasmo de violencia en el Reinado del Terror (1793-94), las cosas se calmaron, y después de 1815 el orden irrevocablemente nuevo estaba en una posición en la que las ganancias de la Revolución se harían gradualmente más reales. O eso esperaba Hegel.
Hegel nunca vaciló en su admiración por la Revolución Francesa –siempre la celebraba el 14 de julio– porque pensaba que representaba un momento decisivo en la modernidad europea. Puso en práctica el movimiento en la historia de ‘algunos son libres’ (como en Grecia o Roma) a ‘todos son libres’, o, para ponerlo de otra manera, hizo real el que nadie está por naturaleza bajo la autoridad suprema de nadie: nadie, ni una raza bajo la de otra, ni las mujeres bajo la de los hombres, ni los siervos bajo la de los terratenientes, ni los plebeyos bajo la de los aristócratas. Una vez que las personas están constreñidas por este pensamiento de libertad e igualdad, el genio no puede ser devuelto a la botella. El viejo orden de subordinación natural se había ido, al menos en teoría, porque, a medida que el Geist se desarrollaba, la idea misma de subordinación natural en él dejaba de tener ningún sentido.
Con eso, todo lo demás, desde la vida familiar hasta la estructura del Estado, también tendría que cambiar. (Ciertamente involucró poner en cuestión más formas tradicionales de hacer las cosas de las que Hegel mismo estaría dispuesto a admitir.) Asimismo, no se trató de nada que fuera ejemplificado inmediata y completamente por la práctica europea del siglo XIX. ‘Todos libres’ no quería decir que, de un solo golpe, toda la opresión desaparecería, pero sí significaba que una concepción enteramente nueva de la agencia había hecho su aparición en el escenario mundial. Más importante aún, marcó un cambio en la concepción de la justicia. Habiendo dejado de ser un elemento metafísico de un orden eterno del mundo, la justicia ahora era la virtud cardinal de un reino de libertad y de ciudadanos iguales.
Con el desenlace de la Revolución, el mundo moderno tomó su nueva forma como ‘forma de vida’. Por supuesto, involucraba la lista de derechos generales y abstractos hecha célebre en el siglo XVII por el filósofo inglés John Locke (vida, libertad y propiedad), pero más importante aún, hizo de la vida moral, como implicando una vida acorde a razones que fueran aceptables para cualquiera y no solo para la propia pequeña comunidad de cada uno, una parte esencial de la composición de nuestra psicología moderna. Hizo reales esos dos rasgos de la vida instanciándolos en prácticas e instituciones más específicas. Por ejemplo, en la absoluta importancia de las relaciones de amor y amistad y en familias orientadas hacia la crianza de niños con la finalidad de que se convirtieran en individuos independientes que a su vez fueran buenos ciudadanos. Hizo del imperio de la ley un principio constitucional y transformó para siempre el estatuto de las personas de súbditos de un príncipe en ciudadanos de un Estado constitucional de derecho. También aseguraba una esfera de la vida –Hegel la llamaba ‘sociedad civil’– que combinaba las recientemente descubiertas fuerzas productivas del mercado con un conjunto de instituciones dentro de él que supuestamente mitigarían y domesticarían las de otro modo destructivas fuerzas del capitalismo que amenazaban con devorar y distorsionar los polos fundacionales del amor y la amistad de un lado, y de la ciudadanía y la justicia del otro.
Durante su última década, Hegel comenzó a preocuparse más sobre sus propias perspectivas sobre este desenlace histórico. Aunque señalaba a sus estudiantes que ahora era completamente irracional que los países europeos hicieran la guerra entre ellos – tenía razón sobre eso, pero estaba equivocado sobre si ocurriría– también se volvió cada vez más pesimista sobre si el mercado capitalista realmente podía ser mitigado por las otras instituciones de la sociedad civil (aunque nunca abandonaría del todo la idea de que era posible). También le preocupaba que el excesivo individualismo que el mercado fomentaba era suficiente como para hacer imposible todo el espectáculo. De hecho, como dijera en su clase de filosofía de la historia de 1831, esta incompatibilidad del ultra-individualismo moderno con las necesidades de una vida social y política buena y estable entraban en colisión constantemente, un ‘nudo’, como lo llamaba, donde consideraba que se hallaba contenida la historia después de 1830. Cuando el mercado competitivo lleva a una sociedad competitiva y no necesariamente cooperativa, la población se divide en facciones, y esto hace de cualquier gobierno algo imposible, puesto que el gobierno siempre parecerá solo una facción gobernando temporalmente sobre las demás. Es este nudo, diría a sus estudiantes, en el que el futuro tendrá que trabajar para desenredarse. Hegel murió inesperadamente pocos meses después de decir esto.
A partir de las descomposiciones pasadas de las formas de vida social, finalmente obtenemos una concepción filosófica mucho más completa de la concepción de la agencia humana. Los agentes son autoconscientes, metafísicamente sociales en su autoconciencia; hacen esta agencia abstracta real y específica en diferentes formas de vida, y estas formas de vida se socavan progresivamente a sí mismas en la historia. Metafóricamente, el Geist (‘nosotros’) alcanza esta conclusión forzándose a sí mismo hacia la autocomprensión de todos como libres e iguales, y ya no puede retractarse racionalmente de aquello. Puesto que todo lo que vino antes se había descompuesto, ‘nosotros’ ahora estábamos obligados a dirigir nuestros pensamientos hacia qué tan bien habíamos hecho realidad esa idea y, gracias a nuestra nueva consideración por la verdad imparcial, ‘nosotros’ descubrimos que nuestro colonialismo, nuestro racismo, nuestro sexismo y nuestro desprecio por nuestro entorno natural claramente entraba en conflicto con todo aquello en lo pensábamos que nos habíamos convertido.
Lo que ahora ‘nosotros’ habíamos aprendido filosófica y prácticamente es que, desde la forma de la agencia asumida en la polis democrática de la Antigua Grecia pasando por los yoes autoalienados de la modernidad temprana en Europa, hasta la concepción post-revolucionaria de que ‘todos son libres’, la historia del mundo no es otra cosa que la manera en la que la idea de la libertad y la igualdad nos ha sido impuesta por ‘nosotros’ mismos y ahora exige hacerse realidad. Entonces, ¿dónde terminaremos ‘nosotros’ a partir de ahí? La filosofía no nos lo dirá, sentenciaba Hegel. El búho de Minerva (la diosa de la sabiduría) solo vuela después de que el Sol ya se ha puesto. La libertad y la igualdad siguen siendo innegociables, ahora todos exigen ser incluidos, pero el nudo sobre cómo hacer de todo eso una realidad efectiva permanece atado.
[1] Publicado originalmente en Aeon Magazine. Traducción de Sebastián León.
Créditos de la imagen: Ernst Ludwig Kirchner. Die Lehmgrube. Colección Carmen Thyssen-Bornemisza. Museo Thyssen-Bornemisza