Por Enrique Sotomayor
[Advertencia de spoilers]
La multipremiada película peruana Retablo, que se estrenó en el Festival de Cine de Lima del 2017, se viene exhibiendo en algunas salas de cine a nivel nacional desde mediados de mayo. Se trata de la opera prima de Álvaro Delgado Aparicio, y cuenta entre sus protagonistas con la actuación de Magaly Solier.
Retablo es una buena película porque deja un cúmulo de impresiones y sensaciones que empujan a pensar sobre diversos aspectos del montaje. Además, viene a sumarse a una reivindicación de la sierra peruana como escenario postconflicto —donde la vida sigue después de Sendero Luminoso y el MRTA—, que ya aparecía en otra opera prima, la de Óscar Catacora en Wiñaypacha, aunque en este último caso, vinculada más a la relación del ser humano con la soledad, la muerte y la eternidad.
Pero como buena película que es, Retablo también tiene flancos débiles y problemas de fondo en el planteamiento narrativo. Lo primero que llama la atención es que nuestro acceso a la cultura ayacuchana se realiza a través de los ojos de un personaje conflictuado y absorto frente a los descubrimientos de la primera adolescencia. Segundo, el hijo de Noé, y protagonista de la historia, guarda similitudes con los relatos sobre la adolescencia arguediana: introspectivo, melancólico e incapaz de incorporar tan fácilmente a su entorno cultural en su propio sistema de pensamiento. Su descubrimiento brutal de la sexualidad y violencia humanas —a través de Mardonio y sus fantasías sexuales, su padre y sus aventuras furtivas con hombres, el takanakuy, las peleas con otros muchachos de su generación (en la loza deportiva) y la sexualidad de sus padres (en una casa hacinada)— deja en un patente estado de conflicto al joven. Pero en la herencia arguediana de todo ello, Segundo está en camino de descubrir cierta vocación artística, de escapar de la cultura dada a través de las metáforas imperceptibles de los retablos.
Su padre, en cambio, es un hombre calmo y vencido por la culpa de la incorrección. Una escena durante la primera media hora —en la que Noé llega llorando a casa tarde por la noche— es reveladora de ello. Un hombre viviendo una doble vida, hundido también en visos de alcoholismo.
Toda esta estructura narrativa nos da cuenta de una tensión que se desenvuelve en la propia psique de Segundo y, en ese sentido, Retablo es profundamente introspectiva. Pero el planteamiento desde la perspectiva de un aprendiz de artista enajenado —o en proceso de apropiación cultural— de su entorno cultural es también peligroso. Porque es ahí donde se filtra una dimensión ética en Retablo. La de la condena implícita. Hay cosas que admirar de la cultura ayacuchana, concluimos a través de los ojos del director, que se entremezclan con las apreciaciones y molestia de Segundo: el arte, el color, la música, la vida bucólica; pero hay también un pathos cultural que se debe erradicar, que es el que hace sufrir a los personajes, el que los conflictúa y acentúa su melancolía y enajenación: la violencia, el alcoholismo y el machismo. Esa mirada está presente y una de las primeras cosas que se deberían tratar de no negar para reconocer los aciertos de Retablo es mostrar los límites de la mirada oblicua desde la que observa la cultura.
Quiero detenerme algo más en este punto. Sebastían Pimentel ha apuntado, con acierto, que la escena de ajusticiamiento popular a un abigeo por parte de Don Genaro es importante en la trama, en la medida que inspira una de las alegorías en un retablo secreto elaborado por Noé. Creo, sin embargo, que esta dimensión del análisis está incompleta. La escena establece el inicio de una analogía sobre los comportamientos delincuenciales, cuya segunda mitad se configura luego de la golpiza a Noé por “hacer cochinadas” con otro hombre, como le dice Don Genaro —líder ronderil— a Segundo cuando este lo va a visitar en busca de ayuda para su padre herido. El abigeato y las relaciones homosexuales representan, entonces, comportamientos delincuenciales y deplorables en similar magnitud, y generan —respecto a sus perpetradores— el desarraigo y condena moral de una comunidad en su conjunto. Anatolia, víctima más de la vergüenza y el agravio que de la furia por la infidelidad de su esposo, parte del hogar familiar, quedando el hijo al cuidado del padre, y los muchachos de la comunidad extienden los efectos la epidemia de la homosexualidad al hijo del infractor. Por último, en la conversación final antes de la muerte del padre, este revela a su hijo que los retablos ya no podrán ser vendidos en la ciudad, porque nadie querrá comprarlos.
Es interesante también notar que el inicio de la reconciliación entre Segundo y su padre se da luego de que el hijo visitara la ciudad para inmiscuirse en la casa de Felícita, vendedora del mercado y amor secreto del adolescente. Como nota Vero Ferrari en su reseña, la lectura de lo que ocurre entonces es que Segundo ha completado la primera mitad de su rebeldía frente a una esencia cultural de la que nunca se apoderó: incapaz de asumir el punto de vista interno sobre la férrea masculinidad ayacuchana, el joven no ataca a la vendedora y regresa contrariado a su hogar en el campo. Es ahí donde encuentra a su padre malherido y concluye el ciclo de la condena cultural: la masculinidad lo llevó de casi atacar a una mujer dormida a contemplar la violencia ejercida frente a un hombre humillado y avergonzado.
La condena cultural en todo el interín es patente, y se potencia por la reacción de Segundo. Él ahora se camufla en el espectador desprejuiciado que observa las costumbres desde la butaca de una superioridad moral. Si la cultura ayacuchana es, entonces, despojada del pathos violento y patriarcal, queda el color de los retablos, la alegría de las danzas y los fuegos artificiales. Así es como Retablo salva el nudo argumental que genera sufrimiento en los personajes.
Desde luego el final no es feliz, pero es el final que restablece al espectador en la dignidad de la razón histórica, del lado correcto de la compasión y el cuidado hasta la muerte. Siempre el espectador más ingenuo de una sala es el más interesante para adivinar el mensaje general de la película, y saliendo de la sala escuché la frase de uno de ellos: “lo que pasa es que en varias comunidades de la sierra todavía son muy conservadores sobre estas cosas”. Porque fuera de esa sala de cine eso no ocurre, seguramente.
Créditos de la imagen: RPP