Por Sebastián León
Avengers: Endgame se estrenó la semana pasada, y con ella toca su fin el primer gran arco argumental del universo cinematográfico de Marvel, iniciado hace más de diez años con la primera película de Iron Man (interpretado por Robert Downey Jr.), y que ha abarcado otras veintiún producciones. Para bien o para mal, la saga de los Avengers ha cambiado las reglas bajo las cuales la industria cinematográfica planifica sus franquicias, dando lugar al concepto de “universo compartido”, una expansión exponencial de la figura del “crossover” (en la dos o más personajes de distintas franquicias aparecían en una historia conjunta). El universo compartido de los Avengers no reúne a solo dos o tres personajes, sino a más de una veintena de ellos, entre los cuales al menos la mitad poseen su propia franquicia[1] [2], y cada una de las películas individuales ha contribuido en mayor o menor medida al desarrollo de la trama mayor que finaliza con Endgame.
No obstante, una de las cuestiones más interesantes de esta megafranquicia no es su magnitud, sino la manera en que en ella se ha visto reflejada en el panorama sociopolítico contemporáneo. Las distintas películas han tocado una variedad de tópicos, que van desde cuestiones más identitarias hasta la crisis de las democracias modernas, pasando por el colonialismo. Sin embargo, del mismo modo que la trama de las distintas películas y franquicias confluyen en un gran arco narrativo, considero que puede identificarse en la saga de los Vengadores una gran narrativa sobre la política contemporánea, cuya resolución dependerá del resultado de la confrontación entre los héroes y su archienemigo, el titán demente Thanos (interpretado por Josh Brolin).
Para seguir el hilo de esta narrativa de segundo orden no hace falta hacer un recorrido por toda la franquicia. Basta con que nos centremos en la evolución de dos de sus personajes centrales: el Capitán América (Chris Evans) y Iron Man (cuyo enfrentamiento durante Captain America: Civil War preludia la derrota de los héroes a manos de Thanos en Avengers: Infinity Wars), y que confrontemos los impasses ideológicos a los que estos llegan con aquello que representa Killmonger (Michael B. Jordan), uno de los villanos más interesantes de toda la saga.
El Capitán América, que encarna el famoso “sueño americano” y los valores de la democracia, es un personaje marcado por su permanente desfase temporal: proveniente de los tiempos heroicos del Presidente Franklin D. Roosevelt y el New Deal, los Estados Unidos que él recuerda eran un lugar en el que el hombre común estadounidense (él mismo, antes de recibir la fórmula del “súpersoldado” que le daría sus poderes) todavía podía reconocerse en las instituciones democráticas, comprenderlas como la condición de su propia libertad, y asumir su deber patriótico de defenderlas de la amenaza nacionalsocialista. Pese a su sacrificio durante la Segunda Guerra Mundial (y a diferencia de tantos otros “hombres comunes” que permanecieron en la tumba), la fórmula en sus venas le permitirá al Capitán sobrevivir congelado en el Ártico, para ser “resucitado” en nuestros tiempos. Convencido por los otros personajes de que su país lo necesita más que nunca, volverá a ponerse al servicio de su gobierno (específicamente, de la agencia de inteligencia y contraterrorismo “S.H.I.E.L.D.”), solo para descubrir que, en las décadas posteriores a la Segunda Guerra, los remanentes de la vieja ideología totalitaria se han infiltrado en las instituciones estadounidenses, sembrando el caos, el miedo y la paranoia alrededor del mundo con el objetivo de que los individuos cedan sus libertades en nombre de la seguridad. Este hecho marcará al Capitán América, llevándolo a desconfiar de los gobiernos y a poner su juicio moral y el de los Vengadores por encima de cualquier institución política o jurídica.
Por su parte, Iron Man/Tony Stark realiza una suerte de recorrido inverso: en la primera película de Iron Man, pasa de ser un millonario inescrupuloso que utiliza su genio científico para fabricar y vender armas de última tecnología a (tras una violenta confrontación con la sangrienta realidad que él y sus negocios contribuyeron a crear en el Medio Oriente) ser un empresario responsable, que pone su inteligencia, sus inventos y, sobre todo, su fortuna al servicio de la humanidad. No obstante, a pesar de sus primeros pasos hacia la heroicidad, su identidad como un capitalista e individualista irredento se reafirma en Iron Man 2 en su enfrentamiento con las autoridades gubernamentales, que consideran que la tecnología detrás de su armadura debe pasar a manos del gobierno; casi como en un libro de Ayn Rand, la narrativa parece celebrar cómo Stark logra proteger “su propiedad” de las fuerzas gubernamentales que desean arrebatársela, así como su voluntad de “privatizar la paz mundial”. Por supuesto, el personaje no desea privar a la humanidad de los beneficios de su tecnología (de otro modo no sería un héroe), pero solo él, desde el sector privado, sabe cuál es la mejor manera de lograrlo. Finalmente, lo que no habían logrado la presión del gobierno, el amor de sus seres queridos ni la camaradería con los Vengadores, lo logrará la propia conciencia de Stark, tras confrontarse con las consecuencias y daños colaterales de su actividad superheróica y la de su equipo. Esto le llevará, en Civil War, a suspender su individualismo para convertirse en el principal defensor de los acuerdos internacionales que establecen la regulación de la actividad de los superhumanos, hecho que dividirá a los Vengadores en dos facciones: la suya, dispuesta a colaborar con la ONU y el gobierno, y la facción disidente del Capitán América, que pasará a la clandestinidad.
Podemos inclinarnos a favor de uno u otro personaje, pero, en principio, las posiciones de ambos resultan razonables: el Capitán, otrora el paladín de la democracia estadounidense, consciente de la distorsión del ideal democrático y de la amenaza totalitaria que representan las actuales instituciones políticas, opta por la desobediencia y por operar de espaldas a ellas, resistiéndolas antes de plegarse al sistema acríticamente; Iron Man, que siempre había confiado más en su propia competencia que en la de ninguna institución, descubre los límites de la acción individual y el peligro que representan los poderosos cuando no rinden cuentas ante nadie, reconociendo la necesidad de responder ante una autoridad imparcial. Sus posicionamientos son el producto de sus respectivos aprendizajes, que les han llevado a tener razones para justificar las decisiones que toman. No obstante, siendo sus posturas contrarias, parecería sensato señalar que alguna de las dos alternativas tiene que ser incorrecta.
La verdad es que ambas posiciones y sus respectivos impasses son como las dos mitades de una serpiente que se muerde la cola: el Capitán América tiene razón en que las instituciones son corruptas y autoritarias, pero su heroísmo individualista corre el riesgo de devenir en un riesgo para la sociedad[3]; Iron Man tiene razón en que el heroísmo individualista puede ser un riesgo para la sociedad, pero las instituciones que pretenden regularlo son corruptas y autoritarias. De hecho, podríamos argüir que en el fondo todo remite a un mismo problema: la arbitrariedad de los poderosos, que utilizan sus recursos (o los del Estado) para servirse a sí mismos en desmedro de las mayorías. Se hace evidente, entonces, que para que esta tensión se resuelva debe darse una transformación radical del estado de cosas.
Quizá el Capitán América y Iron Man eventualmente podrían tender un puente entre sus posiciones, sobre la base del viejo ideal de la democracia estadounidense (después de todo, el padre de Stark, viejo industrialista, trabajó codo a codo con el Estado durante el período del New Deal). De esa manera, la acción crítica de las instituciones podría orientarse hacia la reforma de estas últimas a imagen del ideal democrático, restaurando así la armonía perdida, devolviendo a los ciudadanos sus libertades y expulsando al elemento externo/corruptor. Esta narrativa nostálgica sería la más plausible y orgánica al desarrollo del arco de ambos personajes, de no ser por la aparición del “villano” Killmonger en la reciente Black Panther.
Killmonger, un hombre negro, nativo de un barrio empobrecido de Oakland, California (hogar histórico del movimiento de las Panteras Negras), fuerza a una revisión de este relato[4]: no se trata de que los Estados Unidos o ningún otro estado democrático contemporáneo se haya corrompido en el camino, sino que nacieron corrompidos. No es que en cierto momento los enemigos de la democracia la hubieran secuestrado, y que solo entonces hayan usado sus recursos para sembrar el caos en el extranjero para justificar la represión de sus ciudadanos: el elemento autoritario alojado en las democracias occidentales no le viene de fuera, sino que ha formado parte de ellas desde el comienzo (como lo prueba su largo historial colonialista e imperialista). Más aún, las motivaciones del personaje de Killmonger remiten al hecho de que la exclusión y la violencia que el actual orden político y económico ejerce contra la mayor parte de la humanidad no es algo meramente contingente, sino una necesidad sistémica de dicho orden. El estadounidense promedio que representa el Capitán América, traicionado por sus instituciones, simplemente se ve confrontado por la lógica sistémica por la cual se engrosa la brecha entre los poderosos y los oprimidos, y sufre lo que “los otros” (los negros, los indígenas, las mujeres, los pobres) dentro y fuera de los Estados Unidos han sufrido desde siempre[5]. Es por ello que el antiimperialista Killmonger busca “recomenzar el mundo”, empezarlo de cero: es decir, llevar a cabo una revolución en contra de los poderosos y sus instituciones con el objetivo de emancipar a los oprimidos. Si bien uno puede criticar los extremos a los que llega este personaje para alcanzar sus fines (que son los que, finalmente, le convierten en “villano”), no está equivocado en buscar lo que busca (como reconocerá en última instancia su rival, la heroica Pantera Negra): la oposición al orden institucional existente debe orientarse hacia la transformación radical de ese orden, refundándolo sobre la autoridad de las mayorías sistemáticamente oprimidas. Solo una institucionalidad que garantice realmente la inclusión de cada individuo en una toma colectiva de decisiones podría materializar el ideal de la igualdad entre individuos libres.
La salida radical de Killmonger superaría los impasses contra los que se encuentran tanto el Capitán América como Iron Man, reconociendo como algo inmanente a la democracia la lógica por la que esta deviene en su contrario, e identificando en las masas de excluidos producidos sistémicamente el lugar (o el sujeto político) a partir del cual el sistema podría reconstituirse en un orden verdaderamente democrático. Si los Vengadores pueden estar a la altura de las circunstancias aún queda por verse.
[1] Quizá el único precedente, en una escala narrativa y cinematográfica mucho menos ambiciosa, sean los crossovers de monstruos realizados por Universal Pictures durante la primera mitad del siglo XX (donde aparecen Drácula, el Hombre Lobo, Frankenstein, etc.).
[2] De hecho, el universo Marvel incluye series de televisión en distintos canales y, hasta hace poco, en la plataforma Netflix.
[3] O, en el mejor de los casos, lidiará con los efectos de los problemas sociales sin afectar sus causas.
[4] La narrativa nostálgica de la “edad de oro del capitalismo” y el cinismo frente a las instituciones que cobraron fuerza a partir de la crisis del 2008 en los Estados Unidos parecen poder dirigirse en dos direcciones: hacia el “socialismo democrático” de Bernie Sanders, o hacia la “derecha alternativa” (“alt right”), representada por Donald Trump, y su mensaje de “hacer que América sea grande otra vez”. En cualquier caso, este carácter ambiguo, potencialmente progresista y conservador al mismo tiempo, parece ser propio del nacionalismo, que no contempla las dinámicas sistémicas del capitalismo.
[5] De hecho, podría argumentarse que tal es el lugar “natural” del estadounidense o europeo promedio. Si alguna vez experimentó a sus instituciones como garantes de la libertad que ahora empieza a perder, se debería a factores exógenos como la existencia de la URSS (cuya existencia forzó a occidente a repensar el capitalismo en términos más “igualitarios” desde un punto de vista material). Aunque quizá sería más preciso señalar una dinámica propia del capitalismo, por la que este incluye o excluye a ciertos individuos según sus necesidades históricas (pero sin otorgarles nunca el poder que les permitiría transformar el sistema).