Una perspectiva dialéctica sobre la lucha contra la corrupción*

Por Sebastián León

El último año, la principal consigna política ha sido la de la lucha contra la corrupción. Importantes figuras de la política nacional se encuentran hoy bajo la mira de la fiscalía, estando impedidos de salir del país (como Alan García y Pedro Pablo Kuczynski), en prisión preventiva (como Keiko Fujimori) e incluso prófugos (Alejandro Toledo). El detonante de este proceso han sido los destapes del Caso Odebrecht, que han hecho explícito hasta qué punto la corrupción está enquistada en nuestras instituciones.

Sin embargo, así como hemos llegado a vincular la corrupción con ciertos individuos particulares, lo mismo ha sucedido del lado de la moralidad y la lucha anticorrupción: han surgido personajes heroicos como los fiscales José Domingo Pérez y Rafael Vela, o (en menor medida) el juez Richard Concepción Carhuancho. Asimismo, para muchos peruanos, el presidente Martín Vizcarra, a la cabeza del ejecutivo, ha devenido en el brazo fuerte de esta lucha, protegiendo a los fiscales de los intentos de funcionarios vinculados a la corrupción por apartarlos del caso. Esto sin mencionar el referéndum propuesto por el propio Vizcarra, aprobado a inicios de diciembre por la mayoría de la población, y cuyo propósito (según el presidente) era poner en jaque a las autoridades corruptas[1].

Por todo esto, para los liberales progresistas y cierto sector de la izquierda peruana, el campo político se habría dividido en dos: los que están del lado de la corrupción (encarnados sobre todo por el fujimorismo y el APRA, hasta hace poco de mayoría congresal) y los que están contra ella (el ejecutivo, la fiscalía y sus aliados). Considero, sin embargo, que esta aproximación a la cuestión de la corrupción, de carácter fundamentalmente moral e individualista, resulta bastante problemática[2].

Entre otras cosas, esta comprensión de la corrupción ha hecho que se perciban como dos cuestiones esencialmente desconectadas la problemática moral y la problemática económica en nuestra sociedad. Me refiero a cómo las fuerzas progresistas y de izquierda que se han alineado con Vizcarra en la lucha contra la corrupción han optado por ignorar o poner en segundo plano las manifestaciones de los trabajadores peruanos de distintas regiones del país, en contra del paquete de reformas laborales (DS 345-2018-EF) aprobado recientemente por el ejecutivo[3]. Estas reformas, aprobadas sin un diálogo previo con los representantes de los trabajadores, bajo el pretexto de disminuir la informalidad y la inestabilidad laboral, incluirían la eliminación de la reposición por despido arbitrario (que permite despedir sin repercusiones a trabajadores sindicalizados y sus dirigentes), la reducción de las vacaciones, la reducción del salario mínimo fuera de Lima (con el argumento de que los costos de vida en provincia son menores), la conversión de la CTS en seguro de desempleo, entre otras medidas similares. Esto bajo la lógica de que la única forma de enfrentar la informalidad sería precarizando el empleo formal, socavando la estabilidad laboral que aún mantienen los trabajadores para reducir “sobrecostos” a los empresarios y así aumentar la competitividad, productividad, etc.[4]

Como mencionaba, la cuestión de la corrupción y este tipo de reformas económicas, cuando son abordadas desde un punto de vista más enfocado en agencias individuales, en principios y valores morales, parecen dos cuestiones que no necesariamente tienen relación[5]. La justificación de aquellos progresistas que se consideran de izquierda, y que, en las últimas semanas, han preferido privilegiar la cruzada anticorrupción y apoyar al ejecutivo (incluso si aquello ha dejado los reclamos y el malestar de los trabajadores en un segundo plano[6]), es que Vizcarra es un derechista honesto: es decir, no debemos esperar de él “progresismo económico”, no debe sorprendernos que ataque los derechos de los trabajadores, pero, por una cuestión táctica derivada de la lucha anticorrupción, enfrentarlo directamente sería un error, y no queda más que apoyarlo en la batalla contra de la derecha corrupta (que también es neoliberal, pero que además es inmoral). Un enfrentamiento directo con el gobierno, desde esta perspectiva, terminaría beneficiando a los corruptos[7].

Contra esta mirada más individualista (dualista y abstracta), quienes estamos influenciados por autores como Hegel y Marx tratamos de asumir una perspectiva “total” o “dialéctica” sobre lo social, que no separe los ámbitos de la sociedad en compartimentos estancos, desconectados entre sí. Esto permitiría, en primer lugar, incluir en la narrativa sobre la corrupción no solamente a los funcionarios corruptos, sino también a los agentes corruptores, y, en segundo lugar, a las lógicas sistémicas que llevan a la reproducción de ese tipo de relaciones en el seno de nuestras instituciones. Si comprendemos nuestra sociedad como lo que la filósofa Rahel Jaeggi llama una “forma de vida”, en la que las distintas prácticas sociales, con sus respectivas lógicas, se imbrican y apoyan mutuamente entre sí[8], veremos que es el imperativo de la acumulación de capital[9] el que lleva a megaempresas como Odebrecht, con su desmesurado poder económico, a buscar operadores dentro y fuera de la estructura política y jurídica, que establezcan condiciones favorables para sus emprendimientos y de este modo los ayuden a maximizar sus ganancias. Esto, en última instancia, incluye no solamente concesiones o beneficios tributarios por parte del gobierno, sino también el tipo de reformas laborales que defienden “derechistas honestos” como Vizcarra. Bajo este punto de vista, todo progresismo que ponga entre paréntesis lo económico para “enfrentar la corrupción”, que distinga marcadamente “neoliberales honestos” y “neoliberales corruptos”, acaba enfrentando los efectos inmediatos de la corrupción sin atacar la raíz estructural del problema (que remite, precisamente, a aquello que para el progresista dualista es “puramente económico”). Es así que la consigna de agrupaciones sindicales y movimientos de izquierda más radicales, “Ni corrupción ni explotación” termina de cobrar su sentido.

Finalmente, un análisis dialéctico cabal del fenómeno de la corrupción tendría que, además de mostrar la interacción que existe entre los distintos ámbitos de lo social, explicar qué mecanismos operando en la totalidad social hacen que sus ámbitos aparezcan escindidos para el sentido común (es decir, no es suficiente desmentir la apariencia, sino encontrar el momento de verdad en ella)[10]. No obstante, ese último momento tendrá que ser desarrollado en un próximo artículo.

Referencias

Jaeggi, R. (2018). Critique of Forms of Life. Massachusetts: Harvard University Press.

Marx, K. (1975). El Capital: Crítica de la Economía Política (Librero Primero: El Proceso de Producción Capitalista). Buenos Aires: Siglo XXI.

Meiksins Wood, E. (2000). Democracy Against Capitalism. Cambridge: Cambridge University Press.

 

*Me encuentro en constante diálogo con mis colegas del Grupo de Investigación de Teoría Crítica y mis compañeros en el Movimiento Socialista Emancipación. Sería mezquino no reconocer su influencia sobre las ideas expuestas en este artículo.

[1] Frente al anuncio del referéndum a mediados del año pasado, Verónika Mendoza, lideresa del Movimiento Nuevo Perú y excandidata presidencial, dijo de Vizcarra que estaba “cumpliendo su rol histórico”. La efectividad de las medidas promulgadas desde el ejecutivo son bastante discutibles, sobre todo si se toma en cuenta (como pretendo hacerlo en este artículo) la posibilidad de que la corrupción tenga causas estructurales más allá de la moralidad de cada funcionario particular.

[2] A partir de aquí, mi artículo sigue la lógica ya esbozada en un artículo publicado en esta misma página, en diciembre del año 2017 (también escrito con motivo de la cuestión de la corrupción desatada por los destapes del caso Odebrecht). Aquí el enlace: https://disonancia.pe/2017/12/20/de-donde-viene-la-corrupcion-sistematica-del-estado/.

[3] Pero que, pese al desconcierto de los izquierdistas más afines a las “luchas morales”, se venía anunciando desde hace por lo menos medio año: https://www.aporrea.org/internacionales/a263859.html

[4] Omar Cavero presenta un argumento bastante convincente en contra de este razonamiento, muy difundido entre los miembros de nuestra clase dirigente, en su artículo del 2017 ‘¿La informalidad mató a los obreros del incendio en Las Malvinas?’. Ver: https://omarcavero.lamula.pe/2017/06/29/la-informalidad-mato-a-los-obreros-del-incendio-en-las-malvinas/omarcavero/

[5] Punto de vista que, hay que admitir, resulta mucho más afín al sentido común (y que por lo mismo, desde un punto de vista hegeliano, sería más “inmediato”, más lejano de la complejidad de lo concreto).

[6] Las manifestaciones de los trabajadores, incluyendo una marcha multitudinaria el día 15 de enero, prácticamente han pasado desapercibidas en los medios de comunicación, centrados exclusivamente en el enfrentamiento entre funcionarios corruptos y honestos.

[7] Irónicamente, en los últimos días la integridad moral de Vizcarra y su relación (o falta de ella) con Odebrecht ha sido puesta en cuestión: https://gestion.pe/peru/politica/investigaran-vizcarra-vinculos-conirsa-empresa-odebrecht-nndc-255882

[8] Jaeggi, R.: Critique of forms of life (2018).

[9] El mismo que en primer lugar les permite el crecimiento desmesurado y la eventual monopolización de sus rubros.

[10] Gracias a Mijail Mitrovic hacerme notar la importancia de este momento del análisis crítico (Marx y teóricos críticos como Rahel Jaeggi y Theodor Adorno insisten sobre este punto).

 

Créditos de la imagen: http://www.flacsi.net/corrupcion/corrupcion-michael-zegarra-la-corrupcion-en-el-peru/

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