Oiga usted, no sea un imbécil

Por Pablo Bermudas

Una ética mínima en esta era de hiperconectividad, sobreinformación y autofobia debe contemplar, acaso como axioma superior en su pequeñez, el simple: “oiga usted, no sea un imbécil”. Se comprende que aquellos propósitos encomiables y pretenciosos de beatitud cristiana, eudaimonía aristotélica, ataraxia estoica, satori budista, nirvana hinduista, libertad práctica kantiana, etcétera, etcétera, deben ser considerados llanamente inviables. Dejemos la ambrosía a los dioses, los humanos de la época 2.0 no estamos diseñados para esos sofisticados y costosos manjares. Este 2019 sírvase una copa de nostálgico champagne y brinde a la enajenación de nuestro paladar moral, qué se le va a hacer.

Mas, aunque la guerra esté decidida, no cejemos tan fácilmente y demos nuestros últimos estertores con un poco de dignidad, aún podemos tratar de aprender el escurridizo y nada menesteroso arte de no ser imbéciles. Porque la imbecilidad es ubicua, acecha, arrecia y arrecha (Venezuela dixit), cómo no. Está mejor distribuida que el sentido común y las nalgas, nada te inmuniza ni te absuelve de ella. No, nada. Ni la lectura, ni la sandalia de mamá, ni el doctorado en humanidades, ni tu opción política u orientación sexual, ni tus viajes, ni tu año y medio viviendo con los Wongatha; tampoco tu vena artística, tu talento poético, tu procedencia de clase (aunque hay canteras). Nada te libra porque además de ubicua es furtiva y bellaca como un cáncer, no te das cuenta hasta que alguien más te lo dice: eres un imbécil.

Una tipología a bote pronto nos permite dar cuenta de que la densidad de imbecilidad que uno alberga está sujeta a variaciones de grado. Es el caso del “imbécil doble” o “imbécil consciente”, aquel que reprime su imbecilidad sólo con ciertas personas. Dosificar la imbecilidad es una de las peores cosas, es cobardía, complejos e imbecilidad. Si es usted un imbécil, al menos sea digno y actúe como uno CON TODOS.

Emparentado y a veces adosado al anterior encontramos al “reverendo imbécil”, aquel que reclama su derecho natural a comportarse como uno amparado en razones; es decir, el humanoide que tiene un exoesqueleto bivalvo suficientemente grande como para justificar sus canalladas y miserias.

“El triste imbécil”, aquel que, alienado por el discurso de las fábricas productoras de superhombres mezcla de yogui con emprendedor hedonista, se siente muy cómodo con su modus vivendi y exuda demasiada seguridad en sí mismo, mancha asimétrica e irregular que cubre su dermis, melanoma: indudable signo de imbecilidad. Y, desde luego, “el pobre imbécil”, onanista circunspecto que tiene que opinar mierda, que tiene que hablar y hablar en vez de oír, publicar en redes en vez de leer y que acude a disfuerzos retóricos como “exoesqueleto bivalvo” para no decir concha y parecer lo que no es, un imbécil más.

Al ser un mal autoinmune no hay cura. Albergamos la imbecilidad como el huevo la salmonella, nadie sabe bien desde cuándo, pero es posible que inmediatamente después de esa germinal y vivificante batalla acolchonada de nuestros padres. No importa. Aprendamos de Quiñones y Grau, de Bolognesi y Olaya, la guerra está resuelta, pero este 2019 aún hay lugar para un amago de heroísmo: no seamos imbéciles. Saberlo no importa, evitarlo es la consigna.

Nos lo agradeceremos.

Créditos de la imagen: «American Gothic» de Grant Wood.
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