Por Kurt C. M. Mertel
En su artículo “Sobre las emociones alienadas” (‘On Alienated Emotions’), que representa una importante contribución a la filosofía social contemporánea desde una perspectiva analítica, Talbot Brewer hace eco de la postura de Honneth respecto a que el tipo de auto-reificación y alienación que se exhibe en el caso del trabajo emocional en la economía terciarizada contemporánea muestra que hay “interesantes patologías políticas y sociales que no pueden ser adecuadamente iluminadas en el lenguaje de justicia e injusticia, al menos no en los austeros usos en los que ese lenguaje es empleado por Rawls” (Brewer 2011: 296). Más aún, si el sociólogo Richard Sennett tiene razón en señalar que la característica distintiva de la “cultura del nuevo capitalismo” es “su tendencia a albergar un tipo de personalidad extremadamente maleable –una capaz de reinventarse continuamente para satisfacer las cambiantes demandas del espacio laboral”, la necesidad de una adecuada ontología de la autorrelación se hace incluso más urgente (Brewer 2011: 291; Sennett 2006: ch.1).
La tesis principal de Brewer es que el tipo de alienación producida por el trabajo emocional asalariado es problemático porque “tiende a interrumpir o a desfigurar un cometido de toda la vida que es parte indispensable de una vida humana bien vivida”, a saber, el cometido de la auto-elaboración (Brewer: 2011). En particular, las emociones juegan un rol esencial en elaborar y articular una perspectiva evaluativa en un proceso de refinamiento, reinterpretación, etc., que dura toda la vida y está orientado a lograr una (mayor) autotransparencia en los propios compromisos, valores, objetivos, etc. (Brewer 2011: 275). De acuerdo con Brewer, las emociones tienen “una relación dual con el yo (self). Ellas dan expresión a la postura pre-reflexiva del yo hacia al mundo y proveen material bruto crucial para la tarea, que dura toda la vida, de trabajar esta inicial postura y llevarla a una perspectiva madura y perspicaz sobre los valores que entran en juego en nuestras circunstancias cambiantes” y el objetivo de este artículo es “esclarecer la naturaleza y los desafíos del divorcio que ocurre entre el yo (self) y sus emociones cuando estas emociones salen frente a él como algo ajeno” (Brewer 2011: 275). Aunque estoy de acuerdo con esta tesis crítico-social principal, en este artículo, argumentaré que la aproximación de Brewer desde la autoelaboración a la crítica social sufre de un importante defecto sistemático: la inhabilidad de reconocer la deficiencia ontológica de la autorrelación adoptada por el cliente del trabajo emocional.
Como correctamente nota Brewer, la mecanización de la producción no ha llevado a una disminución, sino, más bien, a una expansión en la economía terciarizada; de forma contraria a la conjetura original de Georg Simmel, la aumentada mecanización no ha permitido que los trabajadores de la economía terciarizada “reserven sus capacidades más valiosas y distintivamente humanas para su trabajo” (Brewer 2011: 278). Así, el tipo de alienación que se hace posible por la producción mecanizada –alienación del producto del propio trabajo para servir las necesidades de otros– no debe ser confundida con la forma distintiva que permite el trabajo terciarizado, viz. “alienación de aquellas porciones de la propia psique y autopresentación que han sido hechas de nuevo conforme a los intereses de ganancia del empleador” (Brewer 2011: 278). El trabajo terciarizado, en pocas palabras, implica, entonces, modular el habla, las acciones, los gestos faciales y el lenguaje corporal propio para adecuarlos a las demandas del empleador y, por lo tanto, servir a los intereses de ganancia.
En adición a estos “bienes tangibles”, los trabajadores terciarizados también deben proveer “bienes intangibles” tales como “una atmósfera de convivialidad y calidez” y, tal vez, muestras de atenta preocupación, lo cual, señala Brewer, no puede ser “entregado mecánica e impersonalmente, a la manera del remachador de una línea de ensamblaje” (Brewer 2011: 278). En otras palabras, el trabajo terciarizado concibe capacidades humanas distintivas –afectivas, expresivas, etc.– como un tipo de “reserva permanente” a ser desplegada por propósitos pre-determinados y en una manera uniforme. El foco principal del análisis de Brewer son los descubrimientos del importante estudio sociológico de Arlie Hochschild (1983) sobre el trabajo emocional, el cual ella define como “el manejo del sentimiento para crear una expresión facial y corporal públicamente observable [a cambio de un salario]” y sus consecuencias para la autorrelación (Brewer citando a Hochschild 1983: 7).
El estudio de campo de Hochschild, el cual estuvo enfocado en los programas de entrenamiento para aeromozas, mostró que el valor particular de las expresiones de emoción o sentimiento, tales como la sonrisa, se agotaba completamente en su valor corporativo. i.e. en si eran empleadas en las maneras pre-prescritas consideradas conducentes a mejorar la experiencia de viaje y, por lo tanto, a aumentar la ganancia (Brewer 2011: 278). Así, cuando a las aeromozas de Delta Airlines se les decía “tu sonrisa es tu mayor atributo” y “anda allá fuera y úsala. Sonríe. Sonríe realmente”, como Brewer señala, “si el desempeño de la sonrisa se desvía de los intereses de la corporación –si rutinariamente brilla, por ejemplo, en una manera tal que traiciona la tontería o la implausibilidad de un discurso de venta prescrito– entonces la sonrisa deja de ser un atributo corporativo, y, por lo tanto, deja de ser un atributo vendible del empleado” (Brewer 2011: 279; Hochschild 1983: 4). Así que, para poder sobresalir en su trabajo, una aeromoza debe relacionarse con su vida emocional enteramente desde la perspectiva evaluativa de su empleador, la cual internaliza a través de programas de entrenamiento y requiere, como se hizo notar más arriba, “el desacoplamiento de la manifestación emocional propia de los cambios en los alrededores sociales –e.g. a la frialdad, lujuria o condescendencia de los clientes” (Brewer 2011: 279; cursivas añadidas). Brewer nota, acertadamente, que esto significa que la manifestación de emociones de la aeromoza y, potencialmente, las emociones en sí mismas, “son, en un importante sentido, no de uno mismo”, por lo tanto, constituyen un caso de emociones alienadas.
Más aún, una vez que una forma rigurosa de monitoreo de la “performance” es añadida a la ecuación, las condiciones están listas para la exacerbación de las potencialidades reificantes y alienantes del trabajo terciarizado anteriormente mencionadas. Por ejemplo, Brewer cita una compañía japonesa de software (Omron) que desarrolló un programa de computadora que monitorea y clasifica las sonrisas de los trabajadores de servicios en una escala del 0 – 100 tal que “cuando las sonrisas de los empleados caen por debajo de su ‘marca personal’, el programa envía un mensaje exhortándolos a esforzarse solo un poco más, mientras conserva un registro de sus faltas labiales que pueden ser revisadas por los gerentes” (Brewer 2011: 279). Y, como sabemos por las obras de Foucault, la internalización de la “ética de trabajo” del empleador, reforzada a través de programas de vigilancia puede conducir al desarrollo de una “mala consciencia”, contribuyendo, de este modo, a una aumentada autorregulación de la propia conducta, lo cual sirve a los intereses del empleador. Como resultado, no debería ser sorpresa que una forma común de lidiar con las cargas del trabajo emocional, el cual está asociado con “altos niveles de estrés e insatisfacción laboral, un sentimiento de inautenticidad en la propia vida laboral, entumecimiento emocional y otros síntomas de la depresión”, es, precisamente, amoldar el propio “registro emocional” de tal manera que uno sienta las emociones “adecuadas para el trabajo” y se identifique con ellas (Brewer 2011: 280).
Dado el claro hecho de que la sonrisa profesional adoptada por los trabajadores de servicios es el resultado de transacciones entre empleadores y empleados –realizada a cambio de un salario– Brewer indica que se requeriría de “un cliente bastante torpe para considerar la sonrisa profesional como la expresión de un genuino y personal placer de verlo entrar por la puerta, en lugar, digamos, de ver su billetera” (Brewer 2011: 281). Como resultado de ello, la pregunta para Brewer es “¿por qué exactamente se cree, de forma tan amplia, que estas sonrisas son buenas para los negocios?” y, en consecuencia, sí hay, quizás, “una necesidad o deseo humano común –más allá del mero deseo de educación o civilidad– que la sonrisa profesional pudiese saciar aun si todas las partes supiesen que sus orígenes son fundamentalmente mercenarios” (Brewer 2011: 281). Brewer cree que existe tal deseo, viz. Amour-propre, amor propio rousseauniano, que define como un “deseo social de signos, en las palabras y acciones de otros, de que reconocen la reputación o el valor de uno […] [este] puede tomar la benigna y, tal vez, incluso loable preocupación por que el otro reconozca la igual dignidad y valor de uno. Pero […] suele tomar la enardecida forma de un deseo de que los demás reconozcan la importancia superior de uno” (Brewer 2011: 281). Consecuentemente, él argumenta que “mucho del trabajo emocional de la economía terciarizada está calculado para complacer un enardecido amour-propre”, una tesis que es capaz de explicar por qué los “motivos transparentemente pecuniarios que conducen este trabajo emocional no cancela su valor percibido” (Brewer 2011: 281).
La reflexión aquí es que incluso si el cliente reconoce el hecho de que la sonrisa constante y el atento comportamiento del trabajador terciarizado son puramente el resultado de una transacción de negocios, ellos derivan placer de la asimetría básica de la relación, i.e., del hecho de que el trabajador debe servir al cliente sin la expectativa de reciprocidad y sin importar la manera en que es tratado por este último. Así, por ejemplo, los trabajadores de servicio en cruceros pueden ser evaluados por sus clientes a través de encuestas, las cuales pueden influenciar decisiones de retención y ascenso, pero esa posibilidad no se encuentra abierta para los trabajadores mismos (Brewer 2011: 282). Esta es la razón por la que Sarah Tracy, una socióloga que trabajó de encubierto, por ocho meses, en un crucero, describió a los clientes como un “segundo jefe”, lo que asegura que los trabajadores terciarizados estén bajo una vigilancia constante a donde sea que vayan; en las palabras de un gerente, “los trabajadores terciarizados deben considerarse a sí mismos como ‘propiedad pública’ cuando sea que se encuentren en áreas públicas del barco” (Brewer 2011: 287; Tracy 2000: 105-6, 108-9). El mantenimiento de estándares actitudinales y la microgestión del comportamiento de los trabajadores del crucero son, como se hizo notar arriba, asegurados a través de elaborados programas de entrenamiento y reforzados de maneras variadas. Por ejemplo, poniendo el credo corporativo en las paredes de todas las cabinas, baños, encima de las cabeceras de las camas, exigiendo que los trabajadores carguen con ellos copias del credo en todo momento: “‘Nunca decimos no’ y “Sonreímos, estamos en escena’” (Brewer 2011: 282; Tracy 2000: 107).
Como señala Brewer, aquellos demandantes programas de entrenamiento para el personal del crucero están diseñados para proveerle a los occidentales de clase media alta, “un nivel de servicio personal continuo, detallado y deferencial que ha sido, históricamente, una mera fantasía para cualquiera no nacido aristócrata o nombrado gobernador colonial” y al atraer clientes de los países más ricos del mundo y trabajadores de los más pobres, ponen los “tener” y “no tener” del mundo cara a cara, bajo un mismo techo, por así decirlo” (Brewer 2011: 282). Mientras que los occidentales suelen estar protegidos de la manera en la que su consumo es dependiente del trabajo manual de trabajadores explotados millones de millas más lejos gracias al carácter impersonal y anónimo de la relación, claramente este no es el caso del crucero. Sin embargo, Brewer observa que “los cruceros de lujo no son conocidos como semilleros del radicalismo. Lo que aparentemente materializan, en cambio, es un producto vendible, nuevo y distinto, uno que no puede ser entregado con distancia de la desigualdad misma, servida de forma personalizada y, algunas veces, completamente servil” (Brewer 2011: 283).
Apela, por eso, a las observaciones de viajes de David Foster Wallace para citar una variedad de servicios realizados por trabajadores de cruceros que no producen o producen poco beneficio tangible e incluso imponen inconvenientes en los consumidores mismos: el cambio de toallas inmediatamente después de dejar la silla de cubierta de uno, meseros revoloteando alrededor para asegurar que nada que pueda ser hecho por ellos sea hecho por el cliente (e.g. llevar bandejas, partir langostas, etc.), la limpieza de las cabinas múltiples veces al día, etc. (Brewer 2011: 284; Wallace 1997: 293-4, 297-9). Como tal, debe haber algún tipo de beneficio intangible que compense los inconvenientes causados por el servicio, y Brewer sostiene que debe ser el “aplacamiento del amour-propre desigualitario de la clientela […] signo tangible de que otro ser humano debe atender a las ‘necesidades’ más pequeñas de uno y debe hacerlo bajo la obligación de mantener una sonrisa perfecta […] [tal trabajo] sirve una continua confirmación, en palabras y actos de otro ser humano, de la importancia superior de uno” (Brewer 2011: 284).
Como una prueba adicional de su hipótesis rousseauniana, Brewer señala acertadamente que la mayoría de las personas no se sentirían cómodas recibiendo el mismo servicio de un amigo que coincidentemente estuviese trabajando en un crucero. La apelación al amour-propre, por lo tanto, nos permite dar cuenta de esta discrepancia, i.e. de lo que realmente obtenemos de tales servicios que no podríamos obtener si fuesen realizados por un amigo (Brewer 2011: 284). Esto, en cambio, conduce a la pregunta respecto a si tales bienes deberían ser consumidos de conciudadanos o seres humanos en general (Brewer 2011: 284). Notando que el impacto del trabajo de Hochschild sobre el trabajo emocional ha sido que “muchos de nosotros siente una incomodidad que nos carcome frente a aquellas relaciones personales en las que nos vemos involucrados como clientes de la economía terciarizada”, Brewer, no obstante, conjetura que “se necesitaría la terca devoción de un ermitaño para evitarlas completamente y una incomodidad que nos carcome puede ser insuficiente para neutralizar sus efectos distorsionadores en el carácter de los proveedores y beneficiarios” (Brewer 2011: 284). Un punto crucial que vale la pena subrayar en este contexto es que la relación social de trabajador terciarizado, cliente/consumidor, tiene efectos distorsionadores en ambas partes, efectos que podrían no ser evitados solo a través de esfuerzos subjetivos, precisamente porque lo que se encuentra en cuestión es un modo de intersubjetividad ontológicamente distorsionada. Brewer, sin embargo, no va más allá de señalar el sentimiento de “incomodidad” de los clientes para explorar una explicación más profunda para ello, a saber, la manera en que ellos también son invitados a adoptar una relación consigo mismos, ontológicamente deficiente, aunque en una manera distinta. Así que, mientras que Brewer llega a una conclusión válida, es incapaz de proveer una justificación adecuada para ella, lo que se debe, desde mi punto de vista, a su falta de una ontología de la autorelación apropiadamente (social), punto al que volveré en breve.
La hipótesis de Brewer de que uno no se sentiría cómodo recibiendo servicios ofrecidos por un crucero de un “amigo cercano” que coincidentemente trabajaba en el barco, plantea acertadamente la pregunta respecto a si uno debería consumirlos de conciudadanos o seres humanos. En efecto, dado que el problema es, en el fondo, de carácter ontológico, tenemos, por lo tanto, el derecho a plantear la pregunta sobre si es apropiado relacionarnos con otros seres humanos (“extraños”) de la misma manera. Brewer mismo reconoce que el asunto es más profundo que solo sentimientos de incomodidad, como cuando señala que estos podrían ser “insuficientes para neutralizar sus efectos distorsionadores en el carácter de los proveedores y beneficiarios” (Brewer 2011: 284). Mientras que es innegable que el trabajo emocional puede promover la formación de defectos de carácter, el problema social-ontológico más profundo es que este representa un modo de intersubjetividad ontológicamente distorsionado que socava las precondiciones básicas de autenticidad tanto para el trabajador como para el cliente, problema que se amplía cuando consideramos la posibilidad de “tener un efecto colateral” en otras esferas de la vida de una persona.
Para estar seguros, esto revela una diferencia crucial entre el diagnóstico de Brewer y el de una perspectiva apropiativa respecto de los problemas del trabajo terciarizado: mientras que Brewer tiene razón en señalar que tanto los proveedores como los beneficiaros son potencialmente dañados, no queda claro qué le da el derecho a ello, particularmente en lo que se refiere al cliente (más allá de sentimientos de incomodidad y la posibilidad de la deformación del carácter). En consecuencia, simplemente nota de paso que las “relaciones personales en las que nos vemos involucrados como clientes de la economía terciarizada” hacen que sintamos “una incomodidad que nos carcome”, pero no logra abordar explícitamente qué es lo que aquellos sentimientos están rastreando presuntamente (de manera pre-eorética), viz., que la relación en cuestión es ontológicamente deficiente o impropia de tal manera que uno no solo se encuentra incómodo con la forma en que se relaciona con el otro en tanto sirviente, sino también con la manera en que uno se entiende a sí mismo en el rol del cliente.
Si seguimos una idea básica tomada de Ser y Tiempo de Heidegger, a saber, que todo en nuestras relaciones con otros, el mundo social y nuestro autoentendimiento es reflejado de vuelta, por lo que siempre es apropiado preguntar si un modo particular de intersubjetividad es capaz de reflejarle de vuelta a los participantes un autoentendimiento ontológicamente correcto; y, si una de las partes –e.g. el trabajador terciarizado– debe relacionarse a sí mismo de manera reificada, entonces el cliente tampoco puede entenderse a sí mismo de una manera ontológicamente apropiada a partir de aquella “reflexión”. La apelación al amour-propre, no obstante, incluso si es definido como una “emoción social”, es insuficiente para hacer tal reclamo precisamente porque no es el amour-propre per se el responsable del problema ontológicamente deficiente del trabajador terciarizado y el cliente. En efecto, la deficiencia ontológica del tipo de autorelación promovida por el trabajo emocional no tiene relación alguna con las cualidades morales de los participantes.
Como resultado, también es importante, en este contexto, resaltar que el carácter fundamentalmente desigual de la relación entre sirviente y cliente, que Brewer debidamente enfatiza, no debería hacernos perder de vista el hecho de que el cliente también se encuentra envuelto en una relación ontológicamente deficiente en la que también debe adoptar una auto-relación reificada y alienada. En otras palabras, la aparente “superioridad” del cliente es, en última instancia, una falsa superioridad en tanto que se socava a sí misma desde la perspectiva de alcanzar una relación auténtica con uno mismo y el otro. En realidad, el cliente es puesto en la posición de un objeto de preocupación, más que como un interlocutor o destinatario genuino, lo cual es atestiguado por la ya mencionada variedad de servicios que el trabajador debe proveer y que tiene poca o ninguna conexión con sus necesidades reales o genuinas, y mucho menos con sus proyectos. En consecuencia, algunos de los servicios son tan triviales o intrascendentes para el cliente, lo que va en contra de su objetivo, y esta es una función del hecho de que el rol del ‘cliente’ –incluyendo sus expectativas, valores, deseos, etc.– ha sido exhaustivamente definido de antemano junto con el del trabajador; vienen “pre-empacados” como parte de la experiencia que se ofrece. Tal como se espera que el trabajador emocional entregue servicios en una manera homogénea –e.g. mantener esa sonrisa perfecta aun frente a una conducta degradante por parte del cliente– se espera que el cliente simplemente los acepte y consuma de manera igualmente uniforme e insensible al contexto –independientemente de cómo eso pueda afectar al trabajador.
De hecho, sería erróneo señalar que el “paquete” apunta a persuadir al cliente que él realmente merece ser encantado; este falso sentido de privilegio sirve como un mecanismo conveniente para la tolerancia y perpetuación de la industria. Por lo tanto, aun cuando el cliente pueda sentir incomodidad frente al vertiginoso conjunto de servicios triviales dirigidos a él, estos son simplemente parte del paquete a ser consumido, uno que fue “diseñado” en una manera que no es ni responsable ni sensible con el cliente en tanto individuo; él o ella podrán, posiblemente, renunciar a muchos de los servicios que se le ofrecen, pero esto no haría nada para cambiar el ambiente del barco en tanto tal y, por lo tanto, el significado del rol del ‘cliente’ operativo en él. Aunque podría parecer que el daño en el último caso es hecho exclusivamente a aquel que sirve, el que es servido también es privado de una relación con otros, ontológicamente adecuada, a pesar de la apariencia de que es libre, de que tiene el control, etc., precisamente porque uno está, en efecto, pagando por una reificación. El tipo de servicio o cuidado dirigido hacia los clientes en un crucero, descrito anteriormente, es más afín al tipo de atención que uno le prestaría a objetos, precisamente porque parece no haber una genuina necesidad, interés o proyectos, etc. En otras palabras, la total indiferencia del cliente respecto a si su toalla es cambiada cada vez que se para de su silla o si su servilleta es vuelta a doblar cada vez que se va, por ejemplo, nos recuerda la indiferencia hacia un carro que es constantemente lavado y pulido.
Para ser claro, el reclamo de que el cliente también está involucrado en una relación ontológicamente deficiente es enteramente compatible con reconocer que el trabajador emocional está claramente peor desde prácticamente toda perspectiva en la relación. El punto aquí, sin embargo, es derribar el mito de que la posición del cliente es, por esa razón, la posición “en la cual estar”, que desde mi punto de vista, es pura ideología. Por lo tanto, hace una significativa diferencia el ser capaz de decirle al cliente que involucrarse en, y promover, este tipo de relaciones socava su propia habilidad para alcanzar una auténtica relación con uno mismo y con el otro, en oposición a señalar que esto desencadenará o exacerbará su amour-propre existente y/o causará sentimientos de incomodidad. Sin abordar explícitamente la pregunta ontológica, por lo tanto, corremos el riesgo de asumir que, además de cierta incomodidad que pueda sentirse o el riesgo de que el amour-propre pueda desencadernase, el cliente es, de alguna manera, inmune desde el problema más profundo que lleva consigo las precondiciones esenciales de una auténtica individualidad, comprando, de este modo, el atractivo general del producto que la economía terciarizada está intentando vender. En resumen, la relación de sirviente-cliente en la economía terciarizada no es solo mala para el cliente por las razones que Brewer aduce, sino, de manera más importante, porque esta socava la posibilidad de que este alcance una auténtica relación consigo mismo y otros.
Brewer quiere mostar un punto similar que está, aparentemente, restringido solo al caso del trabajador emocional, a través de la noción de autoelaboración, viz. que tal trabajo “amenaza con desfigurar la actividad de toda la vida a través de la cual nosotros, los seres humanos, le damos forma a nuestro entendimiento del bien humano”, mediante la internalización, por parte del trabajador, de “un punto de vista que uno valora solo como un medio para asegurar un salario y no como un fiel registro de lo que es independientemente valioso” (Brewer 2011: 285). Sin embargo, el problema es, nuevamente, que Brewer parece asumir que la actividad de autoelaboración del cliente, de alguna manera, se mantiene intacta, lo cual solamente contribuye a la perpetuación de la ideología detrás de la industria de servicios, viz. que el rol del cliente es uno deseable. En conclusión, Brewer está en lo correcto al argüir que el proceso de autointerpretación expresado por la noción de autoelaboración es una parte esencial del vivir una buena vida: el adoptar una identidad práctica, que tiene valor meramente como un medio en lugar de como un fin en sí mismo, claramente tiene consecuencias reificantes y alienantes. Si Brewer tiene razón, además, en que “este problema más básico es endémico en la economía terciarizada contemporánea, y se extiende a muchos trabajos que son altamente remunerados y ampliamente anhelados”, entonces los desafíos se vuelven incluso mayores (Brewer 2011: 285). Sigue siendo cuestionable, sin embargo, si una aproximación que se queda, en gran medida, al nivel de una psicología moral es suficiente para abordar los problemas ontológicos más profundos en cuestión, problemas que Brewer correctamente señala, pero que es incapaz de abordar completamente debido a su falta de una ontología (social) de la existencia humana completamente elaborada.
(Traducción del inglés de Alessandra Oshiro)
BIBLIOGRAFÍA
Brewer, Talbot, “On Alienated Emotions”, en: Bagnoli, Carla (ed.), Morality and the Emotions. Oxford: Oxford University Press, 2011.
Créditos de la imagen: «Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer», de D. Foster Wallace.