Por Noemí Ancí
Tradicionalmente, los derechos humanos han sido concebidos como instrumentos que sirven a los individuos para limitar el poder público ejercido por el Estado. No obstante, debido al amplio desarrollo del Derecho Internacional, a partir de la segunda mitad del siglo XX, y al efecto concreto de su irradiación sobre la erosión de la soberanía estatal, es posible visibilizar, hoy en día, una potencialidad distinta que emana de los derechos, y que tiene que ver con su funcionalidad inmunizadora. Esta facultad toma pleno sentido no para la totalidad de ciudadanos por igual —como sí ocurre cuando nos referimos a los derechos como límites al poder del Estado—, sino que lo hace, principalmente, para aquellos cuya posición estructural en la sociedad ha determinado que las posibilidades de desarrollo de su autonomía hayan adquirido un matiz diferente.
La diferencia a la que me refiero no puede ser leída únicamente como producto de una serie de circunstancias contingentes bajo las que una persona puede, por ejemplo, haber nacido, sino que debe ser comprendida también como el producto de una constelación de fuerzas de poder estructural, institucional, o incluso deliberado. El despliegue de dichas fuerzas, que, en muchos casos, solo puede aprehenderse a cabalidad desde una perspectiva histórica, moldea, de manera permanente e inmanente, una situación de desventaja en ciertos grupos de personas. Debido a esta situación particular, los derechos humanos constituyen para estas personas el recurso más importante en la búsqueda y lucha hacia la igualdad. A lo largo de este proceso, cuyo primer paso está definido por el logro del reconocimiento de la situación de diferencia, los derechos son asimilados ya no como herramientas de protección frente a la arbitrariedad del poder público, sino más bien, funcionan como una especie de inmunidades frente a la desventaja, la discriminación y la exclusión, provenientes de una multiplicidad de relaciones de desequilibrio.
Esta manera de contemplar a los derechos humanos parte del presupuesto según el cual ellos, antes de ser concebidos como extensiones universales y, por lo tanto, inevitables de la noción de dignidad humana, son vistos, desde una perspectiva política, como productos cultural e históricamente constituidos a través de las luchas sociales que muchos grupos de personas han gestado por el reconocimiento de su diferencia[1]. En tal sentido, una tesis —un tanto controversial aunque bastante persuasiva— que podría derivarse de esta segunda perspectiva, es que la razón de ser de los derechos humanos cobra pleno sentido solo en aquellos espacios de la vida social en donde existen diferencias injustificadas entre los miembros, y en donde mecanismos alternativos como la cooperación desinteresada o el reconocimiento intersubjetivo entre las personas, suelen tener cierta tendencia al fracaso.
[1] Para una mayor profundización sobre el debate entre el enfoque humanista y el enfoque político de los derechos humanos, consultar: Lafont, Cristina. (2016). “Should We Take the ‘Human’ Out of Human Rights? Human Dignity in a Corporate World”, enEthics & International Affairs, volumen 30, N° 2, pp. 233-252. Cambridge: Cambidge University Press.
Créditos de la imagen: Antoine Pevsner, Woman with a bird