La verdad de «La casa rosada»

Por Alexandra Hibbett

Mi primera impresión de la última película de Palito Ortega, La casa rosada, fue que expresa una rabia muy viva. Retrata hechos de hace muchos años, pero con la fuerza de quien recién los experimenta: con el afán de expresar el dolor, de denunciar, de reclamar. Que se siga denunciando, tantos años después, la violencia perpetrada por las Fuerzas del Orden durante el periodo de violencia política con una rabia tan viva es una muestra de que no hemos lidiado satisfactoriamente con ese pasado. El pasado aún reclama reconocimiento, justicia, y cambio.

La película casi no tiene historia; los hechos no forman un arco narrativo convencional. Los militares raptan a un profesor universitario que nunca tuvo relación alguna con Sendero Luminoso, tal que sus dos hijos menores (una niña y un niño) quedan en abandono. Tras idas y vueltas, los hijos se refugian con una tía, la hermana de su padre, mientras este es torturado, día tras día. No pueden hacer nada por él, nadie les da respuesta. Un día, la tía también desaparece. Los niños, con la ayuda de un taxista bondadoso, buscan entre los cuerpos botados a una quebrada, y encuentran por milagro a su padre vivo. Escapan a Lima. En el camino, los pasajeros del bus son detenidos por los sinchis. Uno de los sinchis es el medio hermano del padre, por lo que lo deja libre. Al final, ya con los créditos, una voz en off, el del niño ya crecido, cuenta que llegaron a Lima, donde él aún vive con su padre, que sueña con volver a Ayacucho. Y que nunca más supieron de su tía.

Me he quedado pensando en esa voz en off al final. No podemos saber, solo a través de mirar la película, si es verdaderamente la voz de la víctima real. No podemos saber, aparte, cuánto del retrato del horror que hemos visto es exactamente tal cual fue, y cuánto ha sido elaboración, suposición, síntesis, ficción.[1] Pero la voz tiene un efecto importante: nos dice que debemos entender la película como si fuera un testimonio.[2]

Frente a un testimonio, uno sabe que lo que uno lee o escucha no necesariamente es verdad, porque podemos ver que es solamente la versión de alguien que nos habla. Es subjetivo; nada garantiza que no mienta, o se equivoque, o exagere. Pero, por otro lado, frente a un testimonio, uno al mismo tiempo sabe que la persona que lo cuenta quiere que nosotros le creamos. No es como con una ficción, donde no importa si pasó o no pasó ‘de verdad’. Más bien nos sentimos compelidos a creer, a empatizar. Cuando esa persona es una víctima, contando sobre su sufrimiento, lo sentimos más aún. Queremos creer. Además, cuando esa persona es una víctima, sabemos que da su testimonio no porque quiere, sino porque lo necesita. Nos está pidiendo algo con urgencia: reconocimiento, compasión, solidaridad, indignación. Y si lo está pidiendo, es porque no lo tiene. Porque nos habla desde la vulnerabilidad. Desde el sufrimiento. Entonces, por más de que no sepamos si cuenta el pasado de manera absolutamente ‘fiel a los hechos’, sí sabemos que alguien de carne y hueso nos está comunicando una necesidad muy real para él o ella. Eso sí es verdad.[3]

Aproximarnos a la película como testimonio, además, vuelve redundantes las críticas que se podrían plantear desde una perspectiva artística más convencional.[4] Qué importa si las actuaciones no son perfectas; es más, mejor así, porque así no deja que nos durmamos en el dulce sueño de la ficción sino que, durante toda la película, somos conscientes de que estamos viendo una película, una actuación, una versión.[5] Y qué importa si el arco narrativo no es una unidad perfecta de inicio, núcleo y desenlace. Si el encuentro con el sinchi-medio-hermano al final parece poco creíble, es solamente porque estamos juzgando el testimonio con los ojos de la ficción:[6] para el testimonio, no importa la verosimilitud del único arco narrativo. Y si la tía desaparece de pronto y sin explicación, no es signo de una narrativa mal hecha, sino de una sociedad mal hecha.

Esa es entonces la verdad que percibo en la película. En base solo a ella, no podemos saber si todo pasó tal cual se representa: si las víctimas eran tan absolutamente puras, si los victimarios eran tan absolutamente malos. No podemos saber qué se añade o qué se deja afuera. Pero sí sentimos el reclamo de las víctimas frente a la real falta de una respuesta adecuada a ese pasado horrendo. Y que sin esa respuesta adecuada, no vamos a salir nunca de esta rabia.

Notas

[1] Si consultamos otras fuentes sí queda claro que la película tiene mucho de verdad. Muerte en el pentagonito, de Ricardo Uceda (Bogotá: Editorial Planeta Colombiana, 2004), cuenta con detalle lo sucedido en la casa rosada de Ayacucho. Ver también el Informe Final de la CVR (Tomo VI, “La tortura y los tratos crueles, inhumanos o degradantes”).

[2] ““A sus 16 o 17 años, Palito fue confundido como terrorista y fue llevado a la Casa Rosada. Estuvo alrededor de 30 días. Gracias a Dios y los contactos que había, fue liberado. Parte de lo que se cuenta en la película es lo que él pudo ver”, nos relata Nelba Acuña, productora y viuda de Ortega”

[3] Aquí me estoy basando en la visión de Beverley del testimonio. Ver su artículo “La anatomía del testimonio”. En general, las ideas aquí expresadas sobre la forma testimonial guardan cercana relación con el texto que redacté con Francesca Denegri como introducción a Dando cuenta.

[4] Me refiero a críticas como esta: “Sin embargo, un punto negativo del filme es su desenlace, dado que la inclusión de un antecedente, de último momento, sobre el profesor Mendoza deja el mal sabor de un final forzado.”

[5] Aquí estoy recordando la idea brechtiana de la importancia, para un teatro político, de “romper la cuarta pared”, es decir, interrumpir la ilusión teatral.

[6] Aquí estoy recordando lo teorizado por Benjamin sobre la novela en “El narrador”.

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