Por Enrique Sotomayor
Cuando tenía 22 años creía que era indestructible. Tomaba riesgos innecesarios y cometía imprudencias sin pensar en las consecuencias. Para una persona joven estas no existen hasta que llegan, tan de pronto que uno se pregunta cómo no pudo preverlas. Por eso me sorprendía, y a veces irritaba, que algunas amigas y conocidas no pudiesen disponer de sus acciones como yo lo hacía. Debían contestar el teléfono a la primera llamada de sus padres o hermanos/as, buscar alguien que las acompañe de regreso a casa, anotar cuidadosamente el número de placa del taxi o colectivo, o salir en grupo para cubrirse las espaldas. Estas previsiones siempre me parecieron un tanto exageradas porque, ahora lo pienso detenidamente, nunca practiqué seriamente el ejercicio de la empatía.
Eyvi Ágreda tiene 22 años, como yo en aquellos años de irresponsabilidad, y una acción tan cotidiana –tan banal y aparentemente poco peligrosa– como tomar el bus de regreso a casa la puso en una situación de peligro extremo[1]. La posibilidad de que a uno le prendan fuego está, en el imaginario popular, vinculada más a una vendetta por ser el miembro desertor de un cartel de la droga, o a una forma especialmente sádica de tortura, que a subirse a un bus para regresar a casa. Sin embargo, en el Perú de estos días no es más que otra variante de violencia contra la mujer. Una de tantas estrategias de abuso. El ejercicio de empatía que no practiqué cuando tenía 22 años hoy me muestra el constante acecho de peligro al que se enfrentan las mujeres de nuestro país. Pensemos, sin abusar de la capacidad imaginativa, en algunos casos típicos (muchos de los cuales he oído narrar de primera mano a personas cercanas):
- Tomar el bus en las mañanas, si no termina en quemaduras de tercer grado, puede ser peligroso porque a la delincuencia se suma el acoso sexual. Todos conocemos las historias de roces, tocamientos o masturbaciones en los asientos de buses, y conozco a más de una mujer que opta, por ejemplo, por sentarse siempre en los asientos más cercanos al pasillo (para evitar ser arrinconadas) o más cercanos a la puerta del bus (por si es necesario escapar).
- Idear rutas alternas a casa, al trabajo o al colegio. La ciudad es un laberinto infame para muchas mujeres, porque a la vuelta de la esquina se puede ubicar un nuevo peligro recién llegado. Por ello se diseñan nuevas rutas, siempre cambiantes, a veces engorrosas y largas, del tipo de las que uno evitaría si el objetivo es llegar más rápido al destino. La inversión en seguridad muchas veces supone un sacrificio de horarios.
- Aceptar personas en redes sociales. En estos tiempos todos recibimos invitaciones en redes sociales, y muchas de las personas de estas invitaciones no son conocidos/as directos, sino personas a quienes hemos visto una que otra vez: en suma, amigos de amigos. La decisión de aceptar a estos desconocidos ligeramente familiares es simple y banal para mí, y no va más allá de revisar la cantidad de contactos en común, pero para muchas mujeres es una decisión angustiosa. ¿Quién asegura que el sonriente desconocido no sea finalmente un pertinaz acosador, o un exhibicionista gratuito? En un mundo en el que el rango de mensajes de acoso se extiende desde un insistente y aparentemente inofensivo “hola” hasta el envío de fotos desnudo o las amenazas directas, la decisión sobre a quién aceptar demanda un costo de investigación y decisión en el que rara vez pensamos.
- El precio de la infidelidad. En el Perú la infidelidad se paga de forma diferenciada: en el caso de los hombres puede incluso ser celebrada, mientras que para las mujeres representa un imborrable estigma que se extiende mucho más allá del final de una relación amorosa. El término “pendejo” posee una connotación ambigua (aunque positiva en la mayoría de casos) que es ni de lejos cercana a la de la expresión “perra” (que, además, no solo ni principalmente se aplica a mujeres infieles sino, en general, a cualquier mujer que disfrute “más de la cuenta” de su sexualidad), que suele acompañar a las variantes masculina y femenina de la infidelidad. Y cuando la infidelidad no termina con el fin de la relación, puede desencadenar crímenes pasionales y desgaste emocional. El fin de la relación amorosa es, para muchas mujeres, el fin de la vida.
- Los celos enfermizos. En el Perú el monopolio legítimo de los celos lo tienen los hombres. El origen de ello se deriva de concebir a las mujeres como propiedad sobre la que se ejercen los atributos recogidos en el artículo 923 del Código Civil (la propiedad es el poder jurídico que permite usar, disfrutar, disponer y reivindicar un bien). Pero adicionalmente, muchas mujeres deben enfrentar en su vida cotidiana una presunción de falta de veracidad que “legitima” una forma tóxica de celos (¿por qué miras así a esa persona? ¿por qué te habla? ¿de dónde te conoce? Seguro quiere algo contigo). Mientras que los hombres tienen amigas, las mujeres tienen pretendientes.
- El arte de saber decir no. En el ámbito laboral la mujer se enfrenta muchas veces a la tensión que generan situaciones de acoso. En la variante más abusiva se trata de jefes que ejercen su poder jerárquico para conseguir favores afectivos o sexuales bajo la amenaza del despido o el arrinconamiento laboral (dicho sea de paso, este tipo de relación jerárquica también existe en instituciones educativas como colegios y universidades, donde el acoso y chantaje, que aún permanece en gran medida invisibilizado, ha comenzado a ver la luz en, por ejemplo, algunas universidades de élite); pero el protagonista también puede ser un colega. Todo ello convierte a las oficinas o centros de trabajo en espacios molestos en los que es necesario mantenerse alerta, sumando al estrés laboral, el desgaste emocional producto de estas formas de acoso.
- ¡A lavar los platos! Cuando la mujer osa reclamar por alguna de las situaciones hasta aquí descritas, o incluso opinar sobre cualquier tema, está expuesta a recibir este tipo de respuesta. En su versión sutil puede manifestarse como mansplaining, mientras que en la versión pueril es un simple grito para que la mujer guarde silencio («me gusta cuando callas porque estás como ausente» decía Neruda, quien en su autobiografía confesó haber violado a una joven en 1929). Frente a ello hay que armarse de paciencia. Con el tiempo se desarrolla cierta capacidad para ignorar comentarios, insultos y minusvaloraciones. Es una forma de sordera social necesaria, más aún, imprescindible para sobrevivir en la ciudad y el país de la furia.
La lista aquí presentada no pretende ni lejanamente ser exhaustiva, sino que tiene carácter meramente ejemplificador. A las formas de violencia aquí descritas se suman un sinnúmero de desigualdades relacionadas al ámbito económico y político: remuneración desigual, falta de compensación por el trabajo doméstico que en la gran mayoría de casos es realizado por mujeres, desigual presencia de mujeres en posiciones de liderazgo (ya sea empresarial, académico o político), entre otros. Finalmente, si bien el argumento aquí propuesto parte de la experiencia peruana, el problema se manifiesta en todas las latitudes: por ejemplo, en las celebraciones de año nuevo del 2016, un grupo de mujeres fueron sexualmente atacadas en por lo menos seis ciudades alemanas.
Llegarán los días en que se pueda discutir las sutilezas teóricas y prácticas de diversas variantes de discurso feminista. En las universidades siempre hay espacio para ello. Sin embargo, estos días de furia no son aquellos días. Hoy lo más importante es hacer política, y hoy se está del bando de las luchas del feminismo o se es un enemigo al que hay que combatir con la mayor vehemencia.
Nota
[1] Desde luego, los buses nunca han sido los lugares más seguros para las mujeres. Por tomar uno de los ejemplos más conocidos de los últimos años, en diciembre del 2012 una pasante de fisioterapia de 23 años fue atacada, violada y asesinada por seis hombres, incluido el chofer del autobús, cuando regresaba a casa luego de ver una película. Los hechos ocurrieron al sur de Nueva Delhi, tan distante y a la vez cercana de las ciudades peruanas.
Créditos de la imagen: IPSNews