Por Maverick Díaz
La viveza peruana, o pendejada, responde a una actitud históricamente cultivada a través de la historia del Perú[1]. Es, por ello, un fenómeno histórico realmente complejo; y por esto una definición de su naturaleza puede caer en el riesgo de la pura simplificación. Bajo la posibilidad de caer en este riesgo, sin embargo, se pueden rescatar algunos aspectos de la pendejada que la retratan como un eventual bloqueador de actitudes progresistas y cooperativas.
Solemos atribuir este predicado a ciertas acciones reconocibles en los distintos contextos de acción peruanos. Lo aplicamos en el marco formal del funcionamiento político frente al aprovechamiento privado, por parte de algunos servidores, de los bienes públicos, pero también en los contextos más informales de la vida cotidiana: por ejemplo, en el tráfico de Lima, cuando para llegar más rápido, nos valemos del carril de emergencia, del carril en sentido contrario o cuando deliberadamente delante del letrero que reza “prohibido doblar a la izquierda” y “paradero prohibido” negamos performativamente tales prescripciones.
Desde el punto de vista de su estructura como acción, podemos decir que la pendejada tiene que ver con un acto intencional: el sujeto que lo hace está al tanto de lo que realiza. ¿De qué tipo es este acto? Hay unanimidad en considerar una pendejada como la acción de transgredir algún límite que se sabe que es aceptado como válido, es decir, de una cierta normatividad[2]; es un acto que le saca la vuelta a algún tipo de prescripción social. Si nos preguntamos por la motivación que subyace a esta, podríamos tal vez señalar que su móvil consiste en acceder a algún tipo de beneficio personal mediante la transgresión (o en el hecho mismo de transgredir).
¡Postulemos entonces que una pendejada es un acto deliberado que utiliza la transgresión de la ley para fines egocéntricos. El pendejo es, por su naturaleza genérica, un agente que actúa pragmáticamente considerando el rendimiento de la acción para alcanzar exitosamente un fin presupuesto: la propia satisfacción de incrementar su goce o de evitar perjuicios. La naturaleza específica de este tipo de agencia se basa en la incompatibilidad entre la acción y la norma (no solo positiva): la acción es buena para el fin subjetivo en la misma medida en que no instancia (o niega) la norma. O, en otras palabras, la acción expresa la incompatibilidad entre la norma racional y la norma alternativa de una voluntad arbitraria.
El hecho de que en estos fines no estén incluidos necesariamente los intereses de los otros se deriva de que la satisfacción de estos objetivos va claramente en detrimento o perjuicio de tales intereses. Asimismo, podríamos decir que, si bien la estructura intencional de este tipo de agencia de ninguna manera es privativa de nuestra sociedad, sí es cierto que la mentalidad práctica que la estructura no se da manera externa o residual al funcionamiento de esta, sino que se experimenta como estando más bien institucionalizada en esta como una “forma de vida”[3] o un cierto “ethos peruano”.
¿Qué tipo de conexión hay entre esta mentalidad y la ley y qué relación constituye entre las mentalidades? Recordemos ahora el paradigmático adagio de los virreyes, retratado en las Tradiciones peruanas de Palma, los cuales no cumplían con la voluntad del rey y obtenían beneficios personales de la transgresión: “Acato, y no cumplo”[4].
¿Qué puede inferirse de esta máxima de vida? La forma de esta máxima es evidentemente paradójica. Esta paradoja se puede desatar si desentrañamos su carácter excepcional. No nos referimos a que la pendejada sea escasamente realizada en el Perú, ni tampoco a la valoración de sobresaliente que de manera positiva podríamos otorgarle a veces a una gran pendejada. Más bien, sucede que los agentes (que hacen suya tal máxima de vida) asumen que su acto, es decir, la transgresión práctica de la ley, es la excepción de su validez. Tal acto, más allá de que se tenga razones para hacerlo, responde a una cierta actitud: una puesta entre paréntesis de la observación de la ley que lo exceptúa tanto a él de cumplirla como a ella misma de ser confrontada como inválida o inútil. Es un pacto implícito entre un sujeto pragmáticamente egocéntrico y una ley discursivamente incuestionable. Por ello, podría sugerirse que el principio práctico de tal agente es el de obrar guiándose por una intención transgresora que, sin embargo, no se quisiera ver convertida, al mismo tiempo, en una ley compartida por todos. En su máxima estilización, el pendejo no es un revolucionario: la negación práctica de la ley es un instrumento privado.
Esto nos lleva a la consecuencia de que esta máxima potencia la búsqueda de intereses centrados en el yo individual en la misma medida en que contribuye a la naturalización de la ley que transgrede. Es una articulación externa entre el individualista transgresor y el orden dado de cosas en un nivel simbólico.
Hay, también, otro aspecto que Hernán Aliaga ya ha elaborado, el cual tiene que ver con la relación que la pendejada establece entre los individuos[5]. La pendejada, institucionalizada como forma de vida y actitud intersubjetiva, implica un estado generalizado de desconfianza entre los sujetos. Si bien, por un lado, podemos aspirar a ser unos grandes pendejos, también queremos evitar ser víctimas de estos, es decir, de ser lornas, cojudos o huevones. Experimentar la vida pendejamente es saber que tenemos que anticiparnos en el acto transgresor porque los demás, como nosotros, también están calculando transgresiones en su beneficio. Bajo las coordenadas de esta disposición se asume que todos los otros son, dadas ciertas circunstancias, inminentes peligros puesto que uno considera que se comportaría de la misma manera en tal contexto.
En otras palabras, los contextos de acción en los cuales esta actitud configura los roles subjetivos tienden a ser espacios de desarticulación. Estas situaciones parecen exigirnos golpear primero, ser el primer aprovechado, transgredir más y de mejor manera en comparación con el resto. Intensificar la misma actitud transgresora aparece como la respuesta al estado de desconfianza que, a su vez, se ha visto reproducido por aquella. Tal actitud es el núcleo estructural de una convivencia humana donde la experiencia intersubjetiva es de sospecha hacia los otros y aparece, ideológicamente, como la única respuesta para enfrentar este estado: alimenta un círculo vicioso que impide captar alguna otra alternativa de vínculo entre los hombres y entre estos con la ley.
De acuerdo a lo señalado, sugiramos que la estructura intencional que subyace al título de la pendejada, cuando se ha arraigado “funcionalmente” en la subjetividad de una sociedad, puede ser una fuerza que invisibiliza una actitud explícita de problematización basada en la cooperación. Habiéndose instalado como un discurso bajo el que tendemos a autodeterminarnos buena parte de los peruanos, tal actitud fomenta la negación de la ley mediante una performance solitaria de transgresión al mismo tiempo que evita cuestionar públicamente la cuestión de su aplicación; bloquea también la posibilidad de que los sujetos apendejados puedan percatarse de vínculos humanos más cooperativos (menos instrumentales) sobre los cuales se pueda sostener un cuestionamiento normativo de largo alcance.
Notas
[1] Portocarrero explica históricamente el origen de la pendejada en la actitud transgresora y egocéntrica de los virreyes, quienes acataban teóricamente la ley emitida por la voluntad del rey, pero no la cumplían en la práctica (cfr. Portocarrero, Gonzalo, “La transgresión como forma específica de goce del mundo criollo”, pp. 189-212, en: Rostros criollos del mal: cultura y transgresión en la sociedad peruana). Esta actitud, como sostiene Ubilluz, se vio repotenciada por los imperativos instrumentalistas del capitalismo (la búsqueda de los intereses egocéntricos de autorrealización), los cuales empezaron a determinar la subjetividad peruana como resultado directo de los eventos político-económicas en los años 90s (cfr. Ubilluz, “El sujeto criollo y el fujimontecinismo”, p. 40, en: Nuevos súbditos. Cinismo y perversión en la sociedad contemporánea).
[2] Cfr. Portocarrero, Gonzalo, loc.cit. La transgresión no solamente tiene que ver con la actitud hacia una ley positiva, sino en general con algún tipo de prescripción reconocida intersubjetivamente como válida (por ejemplo, con la normatividad implícita de las relaciones afectivas).
[3] ¿Por qué la pendejada es una actitud vigente en el Perú? La pendejada, aunque no en un nivel formal, es valorada “positivamente” en el Perú como una forma de vida: eso quiere decir que, de manera implícita, celebramos o aceptamos las pendejadas de otros y, en ese sentido, también aspiramos a ser pendejos. Vemos la pendejada como una fuente de “reconocimiento social” o, en todo caso, como un medio necesario para el “éxito personal”; en otras palabras, como el camino más útil de una cierta libertad individual (cfr. Aliaga, Hernán, “La viveza postcriolla a la luz del concepto de patología social”, pp. 12-16 [http://diferencias.com.ar/congreso/ICLTS2015/ponencias/Mesa%2034/ICLTS2015_Mesa34_AliagaTejeda.pdf])
[4] Citado de Portocarrero, Gonzalo, ibid., p. 193.
[5] Cfr. Aliaga, Hernán, Nuevas subjetividades transgresivas. Un estudio sobre la viveza postcriolla, tesis para optar el grado de Magister en la especialidad de sociología, 2012, pp. 1-186; “La viveza postcriolla a la luz del concepto de patología social”, pp. 7-16 [http://diferencias.com.ar/congreso/ICLTS2015/ponencias/Mesa%2034/ICLTS2015_Mesa34_AliagaTejeda.pdf].
Créditos de la imagen: Exitosa Noticias.