Por Zoé Samudzi**
Uno de los actos coloniales más atroces, pero canónicamente cruciales, fue hacer de Dios y Jesús hombres blancos. Jesús, en esta imaginación, no es un judío de tez morena proveniente de Judea (la hoy ocupada Palestina): es un hombre de pelo rubio rojizo o castaño. Lo insidioso de esta anglicación de la iconografía religiosa supera con creces los casos contemporáneos de blanqueo; por ejemplo, la transmisión errónea desde Hollywood de personajes explícitamente no blancos con actores blancos. Este blanqueamiento, que acompañó a la propagación del cristianismo a través del Sur Global por las misiones coloniales, representa la elevación de la virilidad blanca al reino de lo divino. Las miserables masas colonizadas no solo adorarían estas figuras, sino que también lo harían respecto a la blancura. Dios no era simplemente un padre celestial, sino más bien una especie de precursor conceptual del Estado moderno de vigilancia en toda su gloria racializante; un hombre blanco omnipotente, omnisciente y omnipresente cuya ira puede castigarte –y te castigará– por tu maldad, o te recompensará por adherirte adecuadamente a sus reglas cósmicas (a veces contradictorias). Mientras que Jesús es una herramienta discursiva, una imagen controladora dentro de las tecnologías que gobiernan racialmente.
El primer capítulo del libro de Génesis dice que Dios creó a la humanidad a su propia imagen. Friedrich Nietzsche hizo la famosa pregunta de si el hombre era uno de los errores de Dios o si Dios era uno de los del hombre. Muchos otros han argumentado la función de un Dios cristiano como una proyección de los valores del hombre. Los cuestionamientos provenientes de autores negros han producido los intentos más útiles para comprender la naturaleza de lo que una vez se llamó ‘hombre’, y ahora ‘humanidad’, como una proyección del idealismo colonial. Sylvia Wynter ve el proyecto de ‘hombre’ como la fusión de los valores europeos del Renacimiento y la Ilustración: este hombre es un individuo, un agente que es libre y capaz de pensar racionalmente y de autorreflexionar. Este hombre idealizado es inmortalizado por L’Uomo Vitruviano (El Hombre de Vitruvio) de Leonardo da Vinci. A pesar de ser universalizable, su configuración visual grecoromana de proporcionalidad ideal, y su enraizamiento en la estética y la anatomía europea indudablemente lo racializa. Era una visión de humanidad [hu-Man-ity] creada en la imagen de la personalidad ideal y, por lo tanto, propugnaba sus valores. Como Walter D. Mignolo cita a Wynter, esta fue una articulación «inventada y difundida por aquellos que de manera más convincente (y poderosa) imaginan las características ‘correctas’ o ‘nobles’ o ‘morales’ del ser humano, y en este proyecto, su propia experiencia de imagen de la humanidad en la esfera de la humanidad universal». La episteme colonial no fue generosa en sus designaciones de humano: el imperio, como sabemos, estaba contorneado por la antinegritud y codificó al ‘negro’ no como humano, sino como propiedad privada (Cheryl L. Harris nos recuerda cómo la raza en los Estados Unidos no es solo una distinción fenotípica, sino que también constituye una relación de propiedad).
Antinegritud abarca tantas cosas materiales que no necesitan ser mencionadas aquí, pero una de sus facetas más inquietante es intangible: la alienación de la humanidad. El florecimiento de los sistemas de supremacía blanca depende de esta internalización. Imagine la supremacía blanca como un condicionamiento parcialmente psicológico. Para Dylan Rodríguez, es una jerarquía militarizada y forzada de la diferencia ‘humana’; en el relato de Alexander Weheliye, una enunciación de ensamblajes manifestados a través de visualizaciones de ordenamientos de «humanos, no del todo humanos y no humanos».
Las imágenes de la brutalidad y violencia antinegras, ambas extraordinarias en su naturaleza y también dolorosamente comunes y familiares, componen todos los otros recordatorios de nuestra subhumanidad. La circulación y consumo generalizados de estas imágenes no es simplemente un descuidado uso de las redes sociales, sino un medio a través del cual la blancura (antropomorfizada por el efecto) puede imponer su voluntad más allá de la coerción clásica y el monopolio sobre el uso legítimo de la fuerza que hace alarde con entusiasmo. La acumulación de estas imágenes, lo más importante, constituye una normalidad: nos recuerdan nuestro lugar y posición, proporcionan un lenguaje unificador a personas no negras (no indígenas) cuya propia humanidad se basa en la antinomidad. Permiten al Estado regodearse y deleitarse con la impunidad que se ha producido.
¿Qué representa el poder absoluto más que reducir a los adultos al pánico o a las lágrimas a través de una sola imagen? Mientras tomaba el metro en San Francisco no hace mucho, me encontré con un hombre blanco. Lo revisé en busca de parches y tatuajes y otras insignias que identifican a los grupos de odio y vi un enorme tatuaje de la esvástica en su antebrazo. Recordando el ataque de apuñalamiento racial de un neonazi en un tren en Portland que dejó dos hombres muertos, me congelé. No se intercambiaron palabras, intenté calmar mi respiración y fingir que no lo estaba mirando y pude sentir sus ojos taladrándome un agujero en la cabeza. Bajó del tren un par de paradas después, y cuando finalmente llegué a mi propia parada, lloré y llamé a mi madre.
¿Quién puede vencerte cuando mantienes las mentes de tus súbditos en la forma de una adicción? El terror racial, ya sea realizado por actores estatales o no estatales (o por alguna colusión entre ellos), es un sistema necropolítico basado en reglas. Nuestro miedo es una respuesta a los estímulos violentos y también el medio por el cual el Estado cuenta con nosotros para ‘autogobernarse’: en teoría, el autogobierno ‘apropiado’ es lo que asegura nuestra supervivencia –política respetable, no desafiante (aunque exitosa ya que la supervivencia nunca está asegurada cuando el Estado solo puede producir antinegritud). La política etiquetada recientemente (aunque atacada durante mucho tiempo) por el FBI como ‘Extremismo de identidad negra’ representa una amenaza y un rechazo de este orden racial basado en reglas, y el castigo históricamente, ha sido severo y con frecuencia fatal.
Nuestra internalización de estas ejecuciones, conscientes o no, está presente en otras formas corporales. Los epidemiólogos a menudo hablan de ‘predisposición’ a la enfermedad o la patología: dicen que el riesgo de las personas negras a la diabetes o a enfermedades cardiovasculares o accidentes cerebrovasculares está genéticamente determinado, o de alguna manera es innato a la condición negra biofisiológica. (En el sistema médico estadounidense, sin embargo, Lundy Braun escribe sobre la historia racista del espirómetro, que confirmó que los blancos tenían capacidades pulmonares superiores a los negros. Thomas Jefferson, en sus Notas de 1785 sobre el Estado de Virginia -donde también afirmó que los orangutanes machos preferían a las mujeres negras que a las hembras de su propia especie-, notó que el inferior ‘aparato pulmonar’ de los negros, indicaba que sus cuerpos solo eran aptos para el trabajo de parto y poco más; Samuel A. Cartwright -quien identificó a la drapetomanía como enfermedad mental- argumentó que la esclavitud era beneficiosa para los negros, ya que ayudaba a sus pulmones débiles a ‘vitalizar’ la sangre y que «el estar bajo el control de un hombre blanco libera su mente»).
Sin embargo, sabemos que la experiencia de los traumas raciales tiene un costo tremendo para el funcionamiento humano, por no mencionar cómo las geografías raciales estructuralmente delineadas pueden predeterminar, en gran medida, la esperanza de vida, la clase y el acceso a los recursos. En 2016, podría decirse que Venida Browder murió “de un corazón roto” dieciséis meses después de que su hijo Kalief se ahorcara luego de su traumático encarcelamiento en Rikers Island –el estrés de múltiples demandas contra la ciudad de Nueva York agravadas por un dolor insoportable. El 30 de diciembre de 2017, Erica Garner-Snipes, la hija de Eric Garner y abierta activista, murió de un infarto masivo a la edad de 27 años: se nos recordó una vez más el impacto que estos traumas tienen sobre las mujeres negras.
El efecto agregado de la exposición constante al racismo, entre muchas otras cosas, puede resultar en un tipo de trastorno de estrés postraumático basado en la raza. El trauma no es simplemente un evento único, sino la culminación de cosas aparentemente insignificantes (incluidas las llamadas microagresiones) que conforman el paisaje normal de nuestras vidas negras. Uno podría caracterizar muchas experiencias de negrura como los refuerzos positivos y negativos necesarios para alcanzar a un animal o silenciar a un niño petulante. Nuestra recompensa mítica es la proximidad a la blancura (es decir, la recompensa tanto humana como material frente al Sueño Americano); sus castigos van desde una alienación o humillación más sutil, hasta la violencia física, el confinamiento, y la muerte. La mayoría de nosotros estamos íntimamente familiarizados con esta función del sistema.
En las primeras horas de 2018, algunos amigos y yo caminábamos por Oakland a una reunión de Año Nuevo. Al ver las luces parpadeantes, sabíamos que la fiesta probablemente había sido cancelada debido a ‘las quejas por ruido’, y después de confirmar eso, nos fuimos de forma voluntaria. Mientras lo hacíamos, tres oficiales del departamento de policía de Oakland nos guiaron por la calle golpeteando sus armas; el ritmo se asemejaba a una especie de código morse racista que solo nosotros, bien entrenados, podíamos discernir. Mi indignación rápidamente se convirtió en un terror familiar. Recordé un estudio reciente que encontró una correlación entre los largos turnos policiales y una mayor probabilidad de apuntar y disparar a los negros. Recuerdo que Oscar Grant fue asesinado por Johannes Mehserle, un oficial de policía de BART, casi al mismo tiempo nueve años antes. El sonido repetitivo se convirtió en uno de mis principales miedos, y me recordó las reglas a las que estaba comprometido y de las que a menudo depende mi vida negra.
¿Qué, entonces, demarca este límite incómodo entre enfrentamiento y capitulación? ¿Entre una complicidad a través del cumplimiento y el rechazo del martirio innecesario? Frantz Fanon describió la negritud como un producto de «una serie de trastornos afectivos» de los cuales debemos liberarnos colectivamente. ¿Pero cómo? ¿Qué significa desacoplarnos individual o colectivamente a nosotros mismos dentro de un sistema basado en nuestra victimización? ¿Un sistema que se sostiene a sí mismo con una lógica carcelaria que exige que nos entendamos a nosotros mismos como criminales y desviados, y que garantiza que nuestra humanidad se gana demostrando convincentemente lo contrario? Podemos hacer frente, podemos subvertir, podemos crear epistemologías liberadoras que rechazan la posición subyugada a la que nos vemos forzados. Pero no es hasta que se destruyan el capitalismo racial y todas sus diversas iteraciones que podemos estar libres de estos condicionamientos y violaciones psíquicas.
*Nota: el presente artículo fue originalmente publicado en inglés el 5 de febrero de 2018, en el Blog de la editorial Verso. Aquí publicamos la traducción al español de dicho artículo, realizada con el consentimiento de la autora y de la editorial Verso. Se puede leer el artículo original aquí.
**Zoé Samudzi es una escritora feminista negra y estudiante de doctorado en sociología médica de la Universidad de California en San Francisco. Es coautora, junto con William C. Anderson, de As Black As Resistance: Finding the Conditions for Liberation, de AK Press.
(Traducción realizada por Noemí Ancí)
Créditos de la imagen: http://www.versobooks.com