La sachademocracia y los grandes traidores

Por Rocío Silva Santisteban

La CONFIEP, el año 2011, juntó el aporte de 20 empresas en una “chanchita”, llegando a reunir dos millones de dólares para apoyar a Keiko Fujimori en contra de Ollanta Humala. La acción y la cantidad de dinero han sido admitidas por la institución ante la confesión de Jorge Barata. El hombre en el Perú de la corrupta empresa constructora Odebrecht confesó haber entregado doscientos mil dólares al presidente de la CONFIEP de ese entonces, Ricardo Briceño, para apoyar a Keiko Fujimori. Roque Benavides, actual directivo de la CONFIEP, sostiene que ese dinero solo fue para apoyar al libre mercado. Extraño porque no recuerdo que Ollanta Humala se haya expresado en contra del libre mercado en ningún momento.

Recuerdo que la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos y la gran red de ONGs y vicarías, así como instituciones evangélicas progresistas que la conforman, hicimos una campaña contra Keiko Fujimori, denominada “Fujimori nunca más”, cuyo mayor espacio de difusión no fueron los carísimos medios de comunicación sino las calles con gente de la calle: centrales sindicales y sindicatos diversos, grupos de jóvenes, grupos organizados de mujeres, movimientos sociales que poco a poco se convirtieron en el gran movimiento antifujimorista del que hoy hablan los analistas políticos.

Este movimiento antifujimorista, en realidad, surge en todo el Perú como consecuencia de la memoria de la corrupción y de la crueldad del régimen de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos. Fue una lucha desigual en todos los aspectos porque, incluso nosotros en nuestra institución de derechos humanos, no podíamos ni queríamos apoyar directamente a Ollanta Humala pues sabíamos no con certeza, pero sí con indicios, que lo sucedido en Madre Mía enlodaba la carrera militar del candidato. Nuestras bases de Huánuco, como Paz y Esperanza o el Movimiento Jatarishum, reclamaron permanentemente una posición firme frente a la responsabilidad de la muerte de dos esposos en la zona de parte del “Capitán Carlos”.

Otras instituciones cercanas, como el IDL o Femucarinap, sí apoyaron decididamente a Humala. Recuerdo que estuvieron presentes en La Casona de la UNMSM, junto con personalidades como Claudia Cisneros o Alvaro Vargas Llosa, Ronald Gamarra o Walter Albán, para escuchar a Humala juramentar ante la Biblia que respetaría una serie de puntos democráticos como denunciar la corrupción, defender los derechos humanos y la libertad de expresión, solucionar los conflictos sociales y “garantizar las inversiones y la explotación de recursos naturales, respetando los derechos y libertades de los pueblos indígenas y de la poblaciones locales, junto con los estándares de medio ambiente que no solo demandan la ley nacional y los convenios internacionales sino, sobre todo, las generaciones futuras”. Al final Humala terminó con una frase que cerraba todo el juramento: “Tienen mi palabra”. Nosotros desde la CNDDHH nos negamos a estar presentes en esa ceremonia.

Personalmente solo una vez en mi vida he visto a Humala. Fue cuando el filósofo y analista político Ernesto Laclau (1935-2014), vino a Lima y yo lo acompañé al local del Partido Nacionalista de la Avenida Arequipa para una reunión con el entonces candidato. Ese día estuvieron presentes Carlos Tapia, Edmundo Murrugarra, Alberto Adrianzén y Nadine Heredia, entre otras personas, y me pareció que Humala era alguien muy desconfiado. No conocía a Laclau —a pesar de tener una maestría en ciencia política— y lo trató de forma seca, distante y cortante. Yo solo pude hacerle una pregunta sobre derechos humanos y no me contestó. Apenas hacía contacto visual con el mismo Laclau. Al final de la entrevista, cuando salíamos del local, le pregunté a Laclau qué le parecía el hombre: “un militar desconfiado… pero puede ganar”.

En Cocachacra o Celendín o Cañaris la gente sí confió en el ex Comandante del Ejército para luchar contra el statu quo extractivista. Y al parecer la CONFIEP también pensó que era un representante de intereses contrarios a los suyos. Pero apenas unos días después de salir electo, aún sin asumir a plenitud sus funciones, Humala pactó con todos aquellos que lo habían rechazado e incluso con aquellos que habían financiado campañas millonarias en su contra. Lo hizo por miedo a no poder gobernar estando aislado de los poderes fácticos y de los grandes grupos económicos. No pensó Humala, como tampoco lo hizo quien lo ha sucedido, que siendo consecuente con sus electores podía tener una gran base social que, eventualmente, lo hubiera apoyado en las calles contras las cuantiosas y nefastas campañas de la CONFIEP, entre otros grupos económicos. Humala prefirió ir por ese lado; prefirió a aquellos que lo habían denostado; se postró ante el poder financiero, y poco a poco, fue dejándose vencer por ese Perú empresarial contra el que había desplegado algunas de sus tímidas promesas.

Humala en ese entonces decía que no era ni de derecha ni de izquierda sino de abajo. Obviamente postrado de tal modo solo podía estar inclinado frente al poder. Pero mucha gente popular, de barrios, de caseríos, de comunidades campesinas, sí creyeron en él y confiaron en esa “palabra” que él entregó en el juramento de La Casona. Esos mismos confiados cayeron, a la postre, muertos bajo las balas de los fusiles Galil enviadas por su ministro del interior, y posterior premier, Oscar Valdés, para controlar los conflictos sociales en Cajamarca, Espinar, Tía María, Cañaris, La Concepción, Barranca, Paita y muchas otras regiones, en lugar de dialogar cara a cara y con la verdad sobre la frente. Ollanta Humala dejó de decir que el agua era más importante que el oro para limpiar a balazos el camino empedrado hacia el infierno extractivista.

“Traidor” gritaron los huérfanos y las viudas cada vez con más fuerza desde las zonas de emergencia. “Traidor” pensaban los ex compañeros que fueron dejando uno a uno la bancada en el congreso o renunciando a los ministerios y viceministerios. “Traidor” le recordaron los indígenas acusados del “baguazo” al darse cuenta que la Ley de Consulta Previa había sido un saludo a la bandera y que cada vez se reducía más con el reglamento, primero, y la base de datos de pueblos indígenas después. “Traidor” se escuchó como un grito homogéneo desde el Valle de Tambo hasta Cuninnico, Loreto, donde se sucedían uno a otro los derrames de petróleo; desde los bosques de Cañaris hasta las lagunas heladas de Sorochuco. Y ese será el calificativo con el cual pasará a la historia.

¿Y su sucesor PPK?, ¿acaso nunca engañó a nadie porque todos sabíamos que era un lobista millonario que, incluso hoy, sigue pensando que sus trampas no lo son porque él no es un cholo sino un señor decente? No creo que durante la campaña Kuczynski haya engañado a nadie, pero muchos pensamos que siendo presidente del Perú podría comportarse honradamente. Situación que no ha llegado a darse. La decencia no se estudia en Oxford: se gana siendo transparente y honesto frente a quienes lo eligieron, aunque haya sido a regañadientes.

La democracia no es —no puede ser— una sucesión de traiciones.

Lo que tenemos frente a nosotros es, en realidad, una sacha-democracia porque no responde a un sistema de representación ni a un mandato ideológico, ni siquiera, a las propuestas de trabajo de todos y cada uno de los candidatos que llegan a ser presidentes del Perú. Todos han sido traidores a sus propias propuestas. Se entiende ahora por qué los gobiernos están enfocados en crecer y crecer económicamente por el mismo hecho de hacerlo y no para distribuir con equidad y menos para ampliar el acceso a derechos.

Ahora que nos enfrentamos frente a la vorágine de denuncias de Jorge Barata y al colapso de la credibilidad del sistema político en su conjunto, siento que nos acercamos a un coche bomba con 500 kilos de anfo, sin darnos cuenta de lo que está pasando en realidad. Y como sabemos muy bien los peruanos y las peruanas, los cochebombas explotan.

Imagen tomada de: tripwire.com

 

 

 

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