Por Maverick Díaz
La película Av. Larco ha despertado diversas opiniones en estas últimas semanas después de su estreno. Estas se han dirigido tanto a los aspectos formales de su elaboración narrativa y performativa como también a los contenidos históricos y sociales a los que apela y al eventual potencial crítico que parece comprender. En este segundo nivel, frente a las objeciones que enfatizan en la unilateralidad de la historia, se podría defender la propuesta de la película al señalar que el director no tiene como intención de ninguna manera entrar en tales debates “ideológicos”, sino tan solo entretener al público. Naturalmente, esta indicación puede ser objetada, si es que uno asume que el entretenimiento bien puede tiene un carácter eminentemente ideológico. Pero, sin ir tan lejos, es el mismo desarrollo de la película (y, por ello, su propia finalidad) el que muestra por el contrario una tematización explícita de problemas que tienen un corte claramente social y que buscan ser situados como parte de nuestra memoria histórica. La película busca explícitamente denunciar críticamente los problemas de integración de nuestra realidad social. De esta manera, en el contexto de los atentados terroristas en Lima de finales de los 90s, la visión conductora de la película, detentada originariamente por los cuatro protagonistas varones y a la cual le son inherentes los predicados de “adinerada”, “blanca” y “heterosexual”, se ve confrontada en un momento por una visión alternativa y minoritaria (literalmente) de las cosas. Se trata, obviamente, de la mirada “pobre”, “chola” y “homosexual”, encarnada, casualmente, por un solo personaje.
En la película, por lo señalado, se pueden distinguir dos realidades. Por un lado, se encuentra la realidad de “Miraflores”; por otro, la realidad de “El Agustino”. La relación entre ambas dista mucho de ser recíproca. Esto se puede explicar por dos motivos, los cuales se conectan en la forma de un argumento. En primer lugar, en términos prácticos, los miraflorinos acceden durante toda la película a beneficios y ventajas funcionales a los que la realidad de El Agustino no puede acceder. Más propiamente, mientras los primeros pueden servirse de la segunda, la segunda es excluida sistemáticamente de los beneficios de la primera. Esta imposibilidad se hace patente en la película, y es mostrada mediante escenas donde se “discrimina” al personaje de El Agustino. No solo a nivel individual, sino también institucional, esta realidad es sistemáticamente privada de las mismas posibilidades que obtienen los miraflorinos.
¿Por qué se excluye al personaje de El Agustino? En la película, la realidad miraflorina se establece como la plataforma de interpretación de la realidad social peruana. [Esto es no es algo “errado” de suyo, pues es el medio que se tiene para acceder a la comprensión de la sociedad]. Asimismo, de acuerdo a ella, aunque no siempre de manera explícita, los valores de “adinerado”, “blanco” y “heterosexual” son los normales, en el sentido de que son los comunes a sus miembros, y, si se carece de ellos, entonces son los predicados a los cuales se debería normalmente aspirar. Esta mirada, como señalé, es la perspectiva que dirige la película en tanto que los personajes principales así como la mayoría de estos no solo provienen de Miraflores sino que ciertamente encarnan con evidencia empírica estos predicados. Ante esta posición, la segunda realidad aparece más tarde entonces como una interrogante y es configurada, en la medida en que resulta diferente, con los predicados opuestos a aquellos con los cuales se autodefine la realidad de Miraflores. El personaje de El Agustino es así “pobre”, “cholo” y “homosexual”. Esta construcción, por lo dicho, no tiene solo un carácter descriptivo, sino eminentemente prescriptivo.
Valdría la pena recordar que a los predicados de “pobre”, “cholo” y “homosexual”, como muestra la película, se le vinculan otros predicados que tienen una connotación explícitamente negativa, y que estos vínculos judicativos operan a modo de razones, cristalizadas en la forma de hábitos de pensamiento [en la familia] y en prácticas institucionales [en la policía] en el espacio social, de las cuales se puede disponer para sostener como un “hecho” la inferioridad moral del personaje a quien se los atribuye. De esta manera, el ser “pobre”, “cholo” y/o “homosexual”, precisamente porque en la autocomprensión de la sociedad limeña desde el punto de vista miraflorino, se posiciona a los predicados opuestos como los correctos, tiene consecuencias negativas para el sujeto que los carga; tales caracterizaciones le restan posibilidades al individuo, al desenvolverse socialmente, para desarrollar su proyecto de vida (o su agencia en términos más bien privados). Es por ello que la película da cuenta de algo “real” en el sentido de que ejemplifica, asumiendo una ontología de los valores normales y deseables en la sociedad limeña que retrata, la manera en que estos operan como una eficaz herramienta de exclusión. Eso no dista mucho, efectivamente, de la realidad social en la que vivimos.
Si bien la película, sin embargo, no cumple con un paso adicional de reflexión (y no tendría por qué hacerlo), nosotros podemos formularlo a modo de consideración final. Habiendo ya asumido esta gramática de relaciones valorativas, en uno de los momentos cercanos al desenlace, a modo de superación de las contradicciones sociales, el personaje discriminado es integrado por el grupo dominante al ser asumido como uno más del “grupo”. Esto equivale a que el personaje discriminado es afirmado por algunos miembros del grupo que lo excluye como “sujeto con iguales derechos”. El problema es que esta solución bien puede ser unilateral. Esto es así porque no reconoce que una integración plena no pasa por el hecho de concederle al excluido, desde una comprensión no problematizada y asumida como verdadera, dones o favores, sino que exige, como su condición de posibilidad, que las libertades que se le ofrecen aparezcan frente a este también como un resultado de su propio ejercicio de autodeterminación. Esta meta solo se logra cuando, al profundizar más en el problema de la exclusión, se reconoce como un requisito de la integración social que los grupos o colectivos minoritarios también participen activamente, en igualdad de condiciones, en la construcción reflexiva y pública de sus problemas, intereses y de las soluciones que estos exigen. Esta participación tiene un corte claramente político y conduce, idealmente, no a un cambio de tipo particular o fáctico, sino a una transformación precisamente del significado de los valores y normas que se asumen como normales, verdaderas y deseables en una sociedad.
Créditos de la imagen: Tania Herrera